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miércoles, 12 de agosto de 2015

Los chicos de La Boca

                                                                                  de Alberto Julián Pérez ©

                                               
            Carlos Delfiore era empleado de una distribuidora de galletitas en La Boca. Había vivido en el barrio toda su vida. Se había casado con Olga Juárez en la iglesia San Juan Evangelista, en calle Olavarría, en 1963. Tenían dos hijos, un varón y una mujer. El año en que ocurrió esta historia, 1998, Don Carlos, como todos lo llamaban, ya era un hombre mayor. Había cumplido sesenta años y esperaba jubilarse al cumplir los sesenta y cinco. Vivía con su mujer en un conventillo en Pinzón y Necochea, cerca de su trabajo.
            Don Carlos operaba el montacargas. Iba y venía con la horquilla mecánica. Por la mañana bajaba las paletas de madera llenas de cajas de galletitas de los camiones que llegaban y las apilaba en el depósito. Recorría el galpón acarreando galletitas varias horas al día. Por la tarde, cargaba esas mismas cajas en furgonetas o pick ups que las distribuían en almacenes y supermercados de la ciudad. Sus principales proveedores eran Canale y Terrabusi.
            Ese domingo de fines de febrero comieron muy ligero a mediodía. La noche anterior habían ido a la casa de su hija y la cena había sido abundante. Su esposa le había prometido preparar un estofado con tuco para la cena, así que reservaba su apetito para la noche. En el conventillo tenía fama de buena cocinera y los pibes de las familias vecinas siempre querían meter el pan en su olla para probar las salsas. Ella se quejaba, porque tenían las manos sucias.
            El barrio estaba tranquilo, no había partido de fútbol. Cuando había partido, La Boca se llenaba de gente. En las esquinas aparecían las parrillas improvisadas, vendiendo choripanes, y los trapitos hacían subir los autos a los terrenos baldíos y a las plazoletas.
            Su patrona lo mandó al súper de la calle Olavarría, que estaba abierto los domingos, a comprar una lata de tomates perita pelados, cebolla y queso rallado. Aunque no le gustaba demasiado hacer mandados los domingos, su día de descanso, no dijo nada. Imaginaba lo rico que iba a estar el estofado con tallarines esa noche. Se llevó la mochila y salió caminando por Necochea. Llegó a Brandsen y dobló hacia Almirante Brown.
Don Carlos le tenía cariño a su barrio, aunque reconocía sus problemas. Las calles estaban sucias, la gente tiraba basura en las veredas, había muchos perros sueltos que hacían de las suyas y los vecinos ya no eran los de antes. Aumentaron los robos, la inseguridad. Había desocupación y desempleo, y en Pedro de Mendoza se había instalado una villa miseria. Pero para él era su barrio, sería por su sangre italiana. Sus padres habían llegado allí a fines de la década del veinte. Como dice el tango, él había crecido en un conventillo de la calle Olavarría.
            Muchos de sus amigos de la infancia y conocidos del barrio se habían ido de La Boca, pero él quería seguir viviendo allí. El conventillo era para él su casa. Se conocían todos, vivían siete familias. Ya no quedaban demasiados conventillos en el barrio. Los pobres preferían irse a vivir a las villas, donde no pagaban luz. Las villas les resultaban más seguras que los barrios pobres, la policía no se metía en ellas. En La Boca la policía era brava y los vecinos le temían.
Quedaban pocos italianos o hijos de italianos viviendo en La Boca. Los había reemplazado la gente del interior: tucumanos, santiagueños, jujeños, y los nuevos inmigrantes: paraguayos, peruanos, bolivianos y chinos. Los chinos eran los dueños de todos los mercaditos nuevos. Les ponían grandes puertas de rejas para evitar los robos, pero los ladrones, así y todo, se las ingeniaban.
            Don Carlos se fue caminando por Brandsen y cruzó la Avenida Almirante Brown. Como era goloso se tentó, y enfiló a la panadería de Brandsen y Martín Rodríguez para comprarse unas facturas. Eran su debilidad. Escogió tres medialunas de grasa y tres facturas de crema pastelera. Sacó una medialuna y una de crema del paquete y guardó el resto en su mochila para el mate de la merienda. Estaba de buen humor. Siguió caminando por Brandsen con una factura en cada mano. Le daba un mordisco a cada una alternativamente y disfrutaba de la generosidad de Dios, que había inventado las facturas.
            Pensó que no necesitaba ir directamente al mercadito, era temprano, su mujer no empezaría a cocinar hasta más tarde. Tenía tiempo, podía caminar por el barrio, el día estaba lindo. Decidió pasar por la Bombonera, su club. Boca Juniors era la institución más importante de La Boca. Su cancha, más que una cancha, era, para los futboleros como él, una catedral. Llegó al club, pasó frente a la puerta de entrada de la sede y dobló hacia la derecha. Corrían cerca las vías semiabandonadas del ferrocarril de carga y se abrían los campitos y potreros donde los muchachos del barrio jugaban al fútbol.
Allí hacían sus picaditos los pibes y los no tan pibes. Corrían, pateaban, discutían: las interminables disputas del fútbol jamás llegaban a un acuerdo. Esa tarde, como a doscientos metros, Don Carlos vio que estaban jugando un picado. Mucho más cerca, como a cincuenta metros, vio a dos pibes de unos doce años que parecían buscar algo en el pasto. Pensó que se les habría caído alguna moneda. Hablaban y gesticulaban. Don Carlos, curioso, se acercó y les preguntó qué ocurría. Los chicos le pidieron ayuda. Dijeron que se les había caído una pelota en un pozo. Don Carlos se preguntó de qué pozo hablarían. Miró hacia donde estaban parados y entonces lo vio. Era un orificio como de cincuenta centímetros de diámetro abierto en la tierra. Un hundimiento, el terreno había cedido.
Uno de los chicos quería meterse para agarrar la pelota. Don Carlos le dijo que no lo hiciera, podía haber agua, y después… ¿cómo iba a salir? El chico le explicó que no podía perder la pelota, era una de cuero que le había regalado su padrino para el día de Reyes. Además, si la perdía su mamá lo mataba. Y los pibes de su cuadra iban a pensar que se la habían robado, y que era un maricón. El viejo se acercó al borde del pozo y miró hacia adentro. No se veía el fondo, pero se notaba que era profundo. Los dos chicos lo agarraron de los brazos como para sostenerlo.
- ¿Ud. ve algo, diga? - le preguntó uno de ellos.
No había terminado de preguntar cuando el borde del pozo cedió y los tres cayeron revueltos en la tierra y el polvo por varios metros.
Cuando por fin tocaron fondo Don Carlos empezó a palparse el cuerpo. Tenía miedo de haberse lastimado. Pero no sentía ningún dolor fuerte. Había caído de espalda y la mochila le amortiguó el golpe. Les preguntó a los pibes si estaban bien. Le respondieron que creían que sí. Don Carlos miró hacia arriba, era difícil saber cuántos metros habían caído. Le costaba moverse, a su alrededor la tierra estaba floja y se hundía. Llegaba poca luz de afuera. No podía ver bien. Bajo su espalda tocó algo duro, parecían ladrillos sueltos. Empezó a desembarazarse de la tierra que lo cubría. Los chicos hicieron lo mismo. Al fin se pusieron de pie.
Estaban dentro de lo que parecía ser un túnel. Seguramente el techo estaba agrietado y se había abierto. Se produjo un derrumbe y ellos cayeron. Don Carlos inspeccionó el recinto, alejándose de la zona del derrumbe. Los chicos lo siguieron. Las paredes del túnel eran de ladrillo. Vieron que era bastante largo y al fondo había una luz. Era un foco eléctrico. Ese túnel estaba activo. Había humedad, corrían hilos de agua por el suelo y se sentía mal olor. A un costado vieron un gato muerto. Caminaron en dirección a la luz.
El túnel terminaba en una pared. Miraron en dirección opuesta: la zona del derrumbe parecía ser el otro límite del túnel. A Don Carlos le pareció todo muy misterioso: era un túnel bien construido y tenía luz. En el muro del fondo vieron una escalera de hierro adosada a la pared. Los chicos no decían mucho, se veía que tenían miedo. Esperaban que Don Carlos propusiera algo. Les señaló en el techo, por encima de la escalera, una puerta-trampa.
-Podemos subir y abrirla - dijo uno de ellos.
Parecía una salida. No sabían con que podían encontrarse. Era peligroso. Antes de intentar abrir la puerta-trampa, dijo Don Carlos, iba a intentar avisar a los de afuera que se habían caído al pozo. Tal vez alguien los escuchara. Que supieran al menos que había gente ahí abajo. Volvieron al área del derrumbe. Se pusieron todos a gritar y a pedir ayuda. Nadie respondió. Se filtraba muy poca luz desde el exterior. Era una pérdida de tiempo.
Regresaron hacia donde estaba la escalera de hierro. Don Carlos dudó si subir él o mandar a alguno de los pibes. ¿Qué habría arriba? ¿Adónde daría el túnel? Era una construcción antigua, de muchos años atrás. Finalmente le pidió a uno de los chicos, Rodrigo, que parecía ser el más ágil (el otro era bastante gordito), que subiera y tratara de abrir la trampa. El pibe le hizo caso. Trepó por la escalera de hierro y corrió el pasador de la puerta, que se abrió sin dificultad. Don Carlos y el gordito Víctor le preguntaron qué se veía. Dijo que parecían las gradas del estadio de Boca, vistas desde abajo. 
Don Carlos y Víctor subieron y los tres se metieron en el recinto. Había bastante luz natural. Se filtraba por unas aberturas muy angostas, alargadas, que había en la parte superior de los muros. Era un sitio grande. El techo de gradas invertidas descendía lentamente hasta tocar el suelo. Tenía el ancho de la tribuna. Caminaron a lo largo de las tres paredes rectas a ver si descubrían una puerta para salir al exterior. Nada. La luz que se filtraba por las aberturas del muro, que seguramente daba a la calle, fue disminuyendo de intensidad. Estaba atardeciendo. No sabían cuánto tiempo había pasado desde el derrumbe, ninguno de los tres tenía reloj. En esa época no anochecía hasta después de las ocho de la noche. El piso interior tenía que estar al mismo nivel de la vereda. Se pusieron a gritar y a pedir ayuda. Nadie pareció escucharlos. Ellos tampoco podían oír ruidos de afuera. El grosor de los muros y el ancho mínimo de las aberturas verticales los aislaba del exterior.
Don Carlos volvió a observar el sitio en donde estaban. Debía tener unos quince metros de ancho por veinte de largo. Le extrañó que no lo usaran como depósito o para alguna actividad deportiva. No tenía ninguna puerta visible al exterior. Pensó que allí se podía hacer una buena cancha para practicar básquetbol. Quizá el club no estuviera al tanto de la existencia de ese espacio o prefiriera no utilizarlo por alguna razón. Iban a tener que pasar la noche allí. Don Carlos pensó en su mujer, que lo estaría buscando. Los chicos dijeron que sus mamás estarían preocupadas. Estaba cada vez más oscuro.
El gordito Víctor dijo que tenía hambre. Don Carlos se acordó de las facturas. Las sacó de la mochila. Estaban aplastadas. Le dio una medialuna de grasa a Rodrigo, una de crema pastelera a Víctor y se comió la otra. Luego repartió la medialuna que quedaba entre los tres. Comieron con ganas. No tenían nada para beber. Don Carlos pensó, al ver la mochila vacía, que no había hecho la compra. Imaginó lo asustada que estaría Olga, él nunca pasaba tanto tiempo fuera sin avisarle dónde se encontraba. Lo estaría esperando en la puerta del conventillo. ¿Habría preparado la salsa para el tuco? Quizá alguna vecina le hubiera prestado una lata de tomate. Se tanteó el bolsillo derecho del pantalón. Allí tenía el dinero que le había dado su mujer para ir al mercado. En esos momentos, pensó, el dinero le servía de muy poco.
Víctor dijo que su mamá debía estar esperándolo para comer. Él siempre regresaba a la hora de la cena. Hacía un poco de frío. Rodrigo se quejó. El piso era de cemento y estaba húmedo. Parecía que estaban metidos dentro de una tumba. Don Carlos se dijo que a lo mejor todo eso estaba ocurriendo dentro de una pesadilla y en la realidad estaban muertos. La única salida de ese sitio parecía ser la puerta-trampa que daba al túnel. Lo mejor sería volver allí a ver si encontraban alguna manera de escapar. Don Carlos tanteó en la oscuridad hasta que tocó la puerta-trampa en el piso. La abrió. Vio que abajo estaba totalmente oscuro. El foco de luz no estaba encendido. Se había quemado o lo habían apagado. Cerró la puerta-trampa. No tenían más remedio que pasar allí la noche. Se tendieron en el suelo frío. Se acurrucaron unos contra otros. Había bajado la temperatura. Temblaban un poco. Don Carlos les preguntó donde vivían. Le dijeron que en la villa nueva de Pedro de Mendoza, cerca de la plaza Solís. Era una villa miseria en formación. Sus habitantes habían ocupado casas abandonadas y algunos terrenos baldíos. Don Carlos les contó que él vivía en un conventillo en Pinzón y Necochea. Dijo que su mujer no tenía trabajo y se quejó de su situación. Sus hijos eran grandes y ya estaban casados. No les hacían caso. Les costaba sobrevivir. Se quedaron callados y al rato se durmieron.
Varias horas más tarde un fuerte ruido metálico los despertó. En el techo apareció un haz de luz. Tenía que ser una linterna. Seguramente había, oculta en las gradas del estadio, una puerta-trampa que daba al recinto donde estaban ellos, y no la habían visto. Escucharon voces. El haz de luz iluminaba el centro del lugar, como buscando algo. Se quedaron quietos, no sabían quiénes podían ser. Víctor iba a hablar y Don Carlos le tapó la boca. El techo era muy alto, nadie podía bajar de allí, a menos que introdujera una escalera, o se descolgara en una cuerda. De pronto la linterna iluminó una soga que bajaba desde la altura, con un bulto. Era como un gran bolso. Cuando tocó el piso largaron la soga adentro del recinto. Don Carlos pensó que eran ladrones y dejaban algo allí con la intención de ocultarlo. No sabía qué podía ser. Se dio cuenta del peligro. Creían que no había nadie y, si los veían, les podía costar caro.
La puerta-trampa del techo se cerró. Todo quedó en silencio. Los chicos estaban temblando. Pasaron varios minutos. Los ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y empezaron a distinguir los contornos de las cosas. Los tres se levantaron y caminaron hacia la bolsa. Era pesada y parecía llena de objetos. Don Carlos la abrió. Tocó algo frío adentro, lo tomó y lo sacó. Era una pistola. Los chicos la palparon. Después Don Carlos sacó un objeto más grande y pesado. Era una ametralladora. Palpó más pistolas. Buscó a ver si había dinero. No, sólo armas. Regresaron adonde estaban. Se tendieron en el suelo y se acurrucaron todos juntos otra vez. Tenían frío. Les dijo a los chicos que se durmieran. Cuando amaneciera verían qué hacer.
El viejo no podía dormir. Pensaba en su esposa. ¿Le habría avisado a la policía? Si no lo había hecho ella, seguro que las madres de los chicos habrían ido a la comisaría. Los estarían buscando. Pero… ¿cómo podían saber que se encontraban bajo el mismísimo estadio de Boca?
Amaneció. Don Carlos ya no podía dormir más. Se puso a pensar en todo lo que había vivido. Después despertó a los chicos y les dijo que tenían que salir de allí pronto, antes que los que escondieron las armas regresaran. No tenían idea de quiénes eran ni qué podían hacerles si los veían. Víctor supuso que podían ser los de la barra brava de Boca, que eran todos chorros. Rodrigo dijo que los de la barra eran unos turros, unos pobres tipos, y los que bajaron las armas tenían que ser delincuentes de más categoría, narcotraficantes, o ladrones de autos. En la villa él tenía un vecino narco. Llevaba drogas en una avioneta a Paraguay. Don Carlos dijo que los paraguayos contrabandeaban drogas a Europa, era un secreto a voces. Rodrigo le aconsejó a Don Carlos que se llevara algún fierro, esas armas valían mucha plata. El gordo Víctor estuvo de acuerdo. Don Carlos le contestó que él prefería no tener armas, no quería ir preso. Rodrigo aseguró que en la villa él podía esconder fácilmente una pistola y, si hacía falta, la podía vender. Fue a la bolsa y agarro una 38. Dijo que con una estaba bien, no quería llevar más.
- Si tenemos algún problema, yo los defiendo - se jactó.
            Abrieron la trampa del piso y bajaron al túnel. Ahora la luz estaba encendida. No había nadie. Buscaron a ver si encontraban un pasadizo o puerta disimulada en alguna de las paredes. Nada. Se acercaron al sitio del derrumbe. Casi no llegaba luz desde el exterior. Alguien debía haber cubierto el agujero del techo del túnel con ramas y hojas.
Empezaron a gritar y dar voces a ver si alguien de afuera los escuchaba. Nadie respondió. El tiempo fue pasando. Tenían miedo de que llegaran los de la banda a buscar las armas. El viejo pensaba en su mujer. Se sentía culpable. No quería quedarse otra noche allí. Se empezaron a desesperar. Tenían hambre y sed. Don Carlos volvió a recorrer el túnel. Encontró tirado en un costado un palo largo. Tuvo una idea. Lo levantó, fue hacia el sitio donde habían caído e introdujo el extremo del palo en el agujero del techo. Llegaba bien. Con cuidado hizo caer parte de la tierra y las ramas que impedían que entrara la luz de afuera. Los chicos, entusiasmados, lo alentaban y le ayudaron a sostener el palo, que era algo pesado. Dirigió luego la punta a los bordes del orificio, a ver si podía agrandarlo. La tierra fue cediendo. Empezaron a percibir ruidos, voces lejanas, bocinas de autos. Eso los llenó de esperanzas. Se pusieron a gritar y a pedir auxilio. De pronto oyeron una voz que les hablaba desde arriba. Había alguien. Gritaron que habían caído al pozo y no podían salir. El hombre les respondió que aguantaran, les iba a tirar una soga. Cayó una soga con una piedra atada a la punta. Les avisó que los iba sacar de a uno. Tenían que poner los dos pies sobre la piedra y agarrarse a la soga. Primero salió Rodrigo, después Víctor y por último el viejo, que se esperó hasta el final, como un capitán de barco.
Los había salvado un ciruja, que pasaba con su carro por allí. Llevaba chapas y cartones que había encontrado y recogido en las calles de La Boca. Se detuvo un momento en el campito para que descansara su caballo y los escuchó. Tuvo la idea de arrojar la soga con la piedra y tiró con el carro hasta sacarlos del túnel a todos. Unos chicos del barrio, que estaban jugando al fútbol en el campito vecino, curiosos, se acercaron a ver qué pasaba. Cuando ellos fueron saliendo a la superficie y los vieron todos sucios se extrañaron. Les preguntaron qué les había ocurrido. Los tres se miraron y se dieron cuenta que no les convenía decir la verdad. Les explicaron que se habían acercado al pozo y la tierra cedió. No podían salir y ese señor por suerte los ayudó. Les preguntaron cuánto hacía que se habían caído. Les respondieron que no estaban seguros, probablemente una hora. El ciruja les dijo que no los molestaran y siguieran jugando al fútbol. Le dieron las gracias al hombre y se fueron caminando los tres juntos.
Habían estado todo el segundo día encerrados en el túnel. Faltaba poco para que oscureciera. Don Carlos se dio cuenta que se había dejado la mochila abajo. Dejaron atrás el estadio de Boca. El viejo le dio una última mirada admirativa a la Bombonera. Quién hubiera dicho que había estado en su mismo vientre, que ahora conocía sus secretos. Juró que nunca se los iba a revelar a nadie.
Les dijo a los chicos que era tarde y se iba a su casa a ver a su mujer. Rodrigo, muy serio, le avisó que no se podía ir todavía. Le hizo una historia que Don Carlos no supo si debía creer. Le pareció exagerada. Ellos, dijo Rodrigo, no habían ido a los potreros realmente para jugar a la pelota. Lo habían engañado. Esa tarde habían salido a robar. Tenían que volver a la casilla donde vivían con plata, sí o sí. Eran medio hermanos y su madre les pegaba si no traían dinero. Se drogaba y si no conseguía nada para tomar o inyectarse le daba un ataque de furia, se ponía como loca.
Ellos pasaban por allí y vieron el pozo. Les llamó la atención y se acercaron. Sentían curiosidad. Cuando llegó él, pocos momentos después, decidieron robarle e inventaron lo de la pelota. Le dijeron que se les había caído adentro y le pidieron ayuda. Él les creyó y se distrajo. Miró dentro del pozo. Lo habían tomado ya de los dos brazos para inmovilizarlo y meterle la mano en los bolsillos y pasó lo que pasó, un accidente. Terminaron los tres dentro del túnel. Don Carlos quiso tranquilizarlos y les dijo que le daba lástima que estuvieran en esa, él los comprendía, también era pobre, pero tenía algo de plata y se las daba. Como un amigo. Lo que quería era irse y ver a su esposa. Necesitaba abrazarla. Había estado mucho tiempo fuera, ella se preocupaba. Seguro que estaba mal. Sacó el dinero de su bolsillo y se lo entregó a Rodrigo.
Los muchachos lo contaron y le dijeron que eso era muy poco, necesitaban más dinero. Antes de separarse e irse a su casa, tenían que hacer un robo juntos. Él los tenía que ayudar. Don Carlos les dijo que no podía, nunca había robado. Él trabajaba. Era empleado de un depósito de galletitas. Los chicos le dijeron que era fácil, lo iban a hacer entre los tres. Y que después del robo necesitarse cuidarse. No podía decir nada. Si hablaba estaba frito. Rodrigo lo miró amenazante y le mostró el revólver. Don Carlos, intimidado, trató de calmarlos. Les dijo, con tono paternal, que eran muy chicos y no sabían lo que hacían. Rodrigo, enojado, le pegó con el costado del revólver un golpe en la cabeza. Don Carlos cayó al suelo. Lo levantaron entre los dos y siguieron caminando.
Llegaron a la calle Martín Rodríguez y doblaron. En la esquina de Suárez vieron un supermercado chino. Víctor lo observó con cuidado, como alguien que entendía. Dijo que era fácil de robar. Cerraba a las diez de la noche. La mejor hora para robar allí eran las nueve, cuando la caja tenía más plata. Preguntaron la hora a un señor que pasaba, eran las siete y media.
Tenían hambre y sed. Decidieron ir a comer algo. Víctor propuso la pizería Banchero. Pagarían con la plata de Don Carlos. El viejo sufría, era el dinero para las compras que le había dado su mujer.
Rodrigo se metió el revólver en el cinturón del pantalón, y lo cubrió bien con la camisa. Tenían la ropa sucia. En la pizería llamaron la atención. Los hicieron sentar. Era lunes y no había demasiados clientes. Los turistas, que siempre merodeaban por La Boca, ya se habían ido. En la calle no se veían policías. A esa hora la mayoría de los negocios ya habían cerrado, excepto los mercados, los cafés y los restaurantes.
Don Carlos trató de hablar con los pibes y convencerlos de que no hicieran un disparate. Le dijeron que era un cagón, y que si no se callaba la iba a ligar. Les preguntó a qué escuela iban y los pibes se le rieron. Don Carlos pensó en su esposa. Estaba muy ansioso. Les dijo que iba al teléfono público para llamarla y avisarle que estaba bien. Le ordenaron que se quedara sentado y no se hiciera el vivo. Don Carlos trató de calmarse y se dijo que esa noche iba a volver al conventillo e iba a poder estar tranquilo en su pieza, con su mujer. Le dijo a Víctor que él seguramente era más grande de lo que parecía. Le respondió que había cumplido trece años en diciembre. Le preguntaron su edad. Había cumplido sesenta en septiembre del año pasado.
Hacía calor. Al mes siguiente terminaría el verano y empezaría el otoño. El mozo trajo una piza de muzarela, que los chicos se dispusieron a devorar. Les sirvió Coca-cola. Don Carlos dijo que para él piza no. Tenía sed y necesitaba un vaso de vino. Volvió con una jarrita de tinto y dos empanadas de carne.  Se las veía riquísimas. Víctor le preguntó si conocía la villa que estaba en Pedro de Mendoza, debajo de la autopista a La Plata. Ellos vivían ahí. Don Carlos les respondió que había pasado cerca pero no había entrado. Los pibes se rieron.
- ¡Más te vale - le dijo Rodrigo - porque ahí te culean!
Los pibes le contaron que tenían amigos en el Dock Sud, frente a La Boca.
- El Doque está lleno de aguantaderos - dijo Víctor.
Don Carlos les preguntó qué les gustaría ser cuando fueran grandes. Se le burlaron.
- ¿Y a vos qué te gustaría ser? - le dijo Rodrigo.
Lo ofendía que esos mocosos se le rieran en la cara. Pero, a pesar que eran pequeños, les tenía miedo. Ya lo habían golpeado. Eran decididos. ¿Por qué querían que fuera con ellos? ¿Qué ganaban? Quizá pensaban que siendo él más grande podía intimidar al chino. O que lo podían usar de cabeza de turco si los buscaba la policía.
A las nueve pagaron y se fueron. Caminaron hacia el súper chino. Miraron desde afuera. Ya todos los empleados aparentemente se habían ido. Había solo un chino como de cincuenta años en la caja, seguramente el dueño. En las góndolas vieron a dos mujeres mayores comprando. Rodrigo, sin dudar, entró, sacó el revólver y le apuntó en la cabeza al chino.
- ¡La plata! - le gritó.
El chino levantó las manos. Víctor se adelantó y abrió la caja. Agarró una bolsa de plástico y empezó a meter la plata, que era bastante, en la bolsa. El chino temblaba. Las dos mujeres miraban, sin decir nada. Don Carlos estaba junto a los chicos, aterrado. Nunca había hecho nada así. Rodrigo vio que el chino apretaba con la rodilla un botón rojo bajo la caja. Estaba avisando a la policía. Reaccionó con rabia y le dio un golpe en la cabeza con el revólver, y otro. El chino se fue inclinando y cayó al suelo.
- ¡Chino hijo de puta! - gritó Víctor.
Rodrigo le siguió pegando. El chino estaba tirado en el suelo, le sangraba la cabeza. La culata del revólver estaba llena de sangre.
- Vamos, vamos - dijo Don Carlos.
Salieron despacio los tres. Don Carlos creyó que lo habían matado. Se pararon en la puerta y miraron hacia los lados. Se fueron caminando por Suárez hacia Palos. A los pocos metros vieron a una señora que venía al supermercado. La mujer miró al viejo.
- Hola, Don Carlos, ¿cómo está? - lo saludó.
Don Carlos se quedó frío y no contestó. Siguió andando. La mujer llegó al supermercado y entró. Pocos segundos después se escucharon gritos. Los tres empezaron a correr. Los chicos doblaron en dirección al Riachuelo y se alejaron con rapidez. Víctor llevaba en la mano la bolsa con el dinero. Don Carlos no los siguió. No podía más. Dobló por Palos y se ocultó en un zaguán. Pocos minutos después pasó un patrullero a toda velocidad, con la sirena encendida. Don Carlos caminó en dirección opuesta, hasta Pinzón y dobló hacia Necochea. Había logrado escapar.
A medida que se iba acercando al conventillo se empezó a tranquilizar. Pensó en lo que le iba a decir a su mujer. Llegó y entró. Había varios vecinos en el patio y lo miraron. Se metió en su pieza. Su mujer estaba sentada frente al televisor. No sabía qué decirle.
- ¿Qué pasó? - le preguntó - ¿Y la mochila?
- La perdí - le respondió - Me robaron, me caí en un pozo - agregó.
- ¿Y en la cara qué te pasó?
- Me pegaron, tengo un poco hinchado - dijo.
Se tocó la cara.
- ¿No avisaste a la policía? - le preguntó a su mujer.
- No - respondió ella - pensé que me habías dejado, que te habías ido para siempre.
- ¿Por qué iba a hacerlo? - dijo Don Carlos.
- No sé – respondió ella.
Él le agarró las manos y luego la abrazó. Ella se puso a llorar. Se quedaron así en silencio, sin decir nada. Al viejo se le vencía el cuerpo por el cansancio.
Media hora después llegó la policía. Venían con la vecina que lo había visto frente al supermercado. Se los señaló.
- Acompáñenos - le dijo el Oficial.
Lo esposaron. Todos los vecinos se acercaron a ver qué pasaba.
- ¿Qué hiciste? - le dijo la mujer.
- Nada - respondió Don Carlos - Avisá en el depósito que no puedo ir a trabajar.
Lo metieron en el patrullero. Su esposa se quedó mirando como partía. La gente del conventillo estaba toda en el patio.
- Doña Olga - le dijo una señora - Ya va a volver, tómese un vasito de vino.
Doña Olga se sentó y se quedó mirando el piso, sin saber qué hacer. Y se bebió de a sorbitos el vaso de vino. 

       Publicado en Revista Carnicería. Agosto 2015. Web.       



            

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