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viernes, 11 de diciembre de 2015

El padre

                               de Alberto Julián Pérez ©

            Marcelo Casares era profesor de Historia en el Colegio Nacional No. 2 de Avellaneda y tenía horas en dos colegios más de Capital. Había enseñado Historia Argentina en el Profesorado de La Plata, pero, después de varios años, lo dejó. Era demasiado viaje. Tenía que ir tres veces por semana hasta La Plata y el salario no lo justificaba. Entre Avellaneda y Capital tenía más de cuarenta horas de cátedra y ganaba un sueldo respetable. Estaba separado de su mujer y tenía una sola hija. Evangelina había nacido en 1955, después de la caída de Perón.
              El Peronismo había marcado a toda su generación. Cuando cayó Perón él ya era profesor y los militares lo suspendieron en varias de sus cátedras. No le explicaron por qué. Un colega le sugirió que estaban averiguando antecedentes. Querían saber si había apoyado al régimen. En el Nacional de Capital, fue el portero quien le avisó que ya no podía dar clases. Por suerte, un mes después el interventor le devolvió sus horas de trabajo. Marcelo no militaba en ningún partido, aunque le interesaba la política. Todos sus amigos y compañeros de trabajo eran antiperonistas. El no. Se había dado cuenta que el Peronismo era un fenómeno complejo, y sus colegas no lo entendían. Sostenían que Perón era fascista y él creía que no lo era. Era populista, y no todo populismo era de derecha, como el fascismo. Podía haber un populismo de izquierda, como era, por ejemplo, el populismo del General de Gaulle en Francia. Sus colegas no se horrorizaron cuando la aviación bombardeó la Plaza de Mayo en junio del 55. El dijo que había sido una masacre. Una masacre de civiles, del pueblo, a plena luz del día. Marcelo no desfiló por el centro de Buenos Aires, dando vivas, como muchos de sus amigos cuando tomó el poder la Libertadora. Tampoco justificó que condenaran y prohibieran al Peronismo. El Ejército estaba dispuesto a todo. Habían pasado tantas cosas en Argentina.
            Marcelo Casares era un individuo talentoso y de carácter contradictorio. Tenía grandes ideas, pero no era un hombre de acción. Era tímido y depresivo. Se había casado en 1953, al año siguiente de la muerte de Evita. Su mujer era una chica vecina de su barrio. Marcelo se había criado en Barracas, en un ambiente obrero y militante. Alquilaron una casa en Avenida Montes de Oca y Brandsen. Estaban cerca de la estación Constitución y, tomando un colectivo, se llegaba al centro en minutos. También podía ir con rapidez a su trabajo en Avellaneda.
            A su mujer se la había elegido un poco su mamá. Sus amigos decían que él tenía poca personalidad, se dejaba dominar. Lo que pasaba era que su madre era especial. Había sido maestra y era una gran lectora. Ella hubiera querido que él estudiara letras y fuera escritor. Pero a él le gustaba la historia y la política. El confiaba en su madre. Amalia, su novia y después su esposa, conoció a su mamá antes que a él. Al tiempo su madre le empezó a decir que Amalia era una chica inteligente, que era poeta, que por qué no la invitaba a salir para hablar de literatura. Para no contrariarla aceptó su sugerencia y al tiempo se hicieron novios. Ella estudiaba letras, pero luego dejó y empezó a trabajar de Secretaria Ejecutiva en el Banco Provincia. Era un buen trabajo, con horario corrido y excelentes beneficios. Cuando quedó embarazada, a principios de 1955, ya la relación no andaba bien. El sentía que ella quería controlar todo y a él no le gustaba que lo dominaran. Amalia era manipuladora y usaba a su mamá para lograr lo que quería. Su papá se lo había advertido. Le había dicho que era acomplejada y difícil. Pero él fue débil. Debería haberse impuesto. Lo mató su pasividad, a todo le decía que sí.
         Su timidez le traía problemas. En su trabajo sus colegas se aprovechaban de él. Se la pasaban intrigando para hacerlo quedar mal con el director del Colegio. El se sentía criticado y rechazado y se aislaba más. La situación fue empeorando con los años.
            El 20 de noviembre de 1955 nació su hija. Estaba feliz. Se parecía a él. La relación con su mujer, después del nacimiento de la nena, no mejoró. Les resultaba muy difícil gozar juntos en la cama. El procuraba estar fuera de la casa todo lo posible. Los fines de semana se iba a estudiar a la Biblioteca Nacional en la calle México. Cuando regresaba a casa se ponía a jugar con su hija. La levantaba en brazos, la acunaba y le hablaba como si él también fuera un bebé. Evangelina se reía y celebraba todas sus monadas. La casa donde vivían era grande y estaban cómodos. Tenía dos dormitorios y una sala grande. Su mujer pasaba mucho tiempo en la cocina, y él se ponía a leer o a corregir tareas en la sala. Cada tanto iba al dormitorio de su hija para tenerla en brazos y ver si estaba bien.
            Con su esposa conversaban muy poco. Marcelo no tenía personas de confianza en su trabajo. Sus colegas eran muy chismosos. Sus padres vivían cerca de ellos y venían seguido a visitar a su nieta. Su madre era una mujer inteligente. No le interesaba la política, sólo hablaba de novelas y de poesía. Su padre era empleado de comercio y discutía con él sobre cuestiones sindicales. Era tímido también y las conversaciones terminaban pronto. El silencio y el aburrimiento los iba ganando. La ciudad, la vida en Buenos Aires, tenía en esos momentos un tono menor, apagado y  monótono.
            Los obreros de las fábricas de Barracas y Avellaneda resistían. Los pobres eran peronistas. Conspiraban y se reunían en secreto, ponían “caños”. En el Colegio la mayoría de los profesores simpatizaba con la política del gobierno militar. Casi todos eran  “gorilas”. Marcelo hablaba poco con ellos. Vivía en su propio mundo, en sus fantasías. Era excelente lector. Le gustaba la historia argentina del siglo XIX. Sus autores favoritos eran Sarmiento y Mansilla. Investigaba sobre las guerras civiles. Admiraba el Martín Fierro y celebraba el coraje de Hernández, que había denunciado al Ejército por los atropellos que cometía contra los gauchos. El problema no había desaparecido. El autoritarismo se veía dondequiera. Los militares trataban a la población civil como a delincuentes. Los mismos profesores se contagiaban y muchos humillaban a los estudiantes.
            Cuando su hija cumplió tres años, él y su mujer se separaron. En Argentina no había divorcio, así que tenían que quedarse en esa condición indefinidamente. Le pidió ayuda a su mamá para que arreglara con Amalia el tema de las visitas a la nena. El le pasaba a Amalia una cantidad generosa de dinero todos los meses. Trabajaba mucho y no tenía demasiado en qué gastar. Prefería que su hija estuviera bien. Se fue a vivir a una pensión en Constitución, en calle Brasil. Le quedaba cerca de la casa de su ex-mujer, estaba bien conectado con el sur y el centro de la ciudad. Además, le gustaba el color local del barrio. Había mucha gente del interior que vivía en el “hotel”, como le llamaba la dueña. Obreros peronistas. Le gustaba el mundo popular, lo idealizaba. Había leído mucho de marxismo y pensaba que en unos pocos años la Argentina estaría lista para una revolución. Ya los peronistas habían logrado muchas cosas. Cuando triunfó la revolución cubana, en 1959, y el Che empezó a aparecer en las tapas de los diarios, pensó que se venían grandes épocas de cambio en Hispanoamérica. No sabía si la Argentina iba a estar preparada para esos cambios.
            Llevaba a pasear a su hija todos los sábados y domingos. Su interés en la nena fue en aumento. Todo el amor que no sentía por la madre, a quien no aguantaba, lo sentía por la hija. Sus “diálogos” infantiles con Evangelina eran tiernos y poéticos. Podía estar horas jugando con ella. La llevaba con frecuencia a la casa de la abuela. Evangelina se entendía muy bien con ella. Había sido maestra muchos años y sabía cómo tratar a las niñas. Le leía poemas, que Evangelina parecía disfrutar inmensamente.
            Pasó el tiempo y Evangelina aprendió a leer. Le encantaba la escuela. Era una niña despierta y coqueta. El padre sentía que su hija lo quería mucho. Esperaba que llegara el fin de semana para salir a pasear con ella. La llevaba al cine con frecuencia. Se tenía que quedar a ver la misma película dos o tres veces, porque Evangelina no se conformaba con verla una sola vez. “¡Otra, otra!”, le decía, y él se resignaba a repetir las películas de Walt Disney hasta el cansancio. Al tiempo la madre se puso de novio, y aceptó que la nena se quedara a dormir con él los sábados en la pensión. La dueña agregó un catre en su habitación, para que cada uno tuviera su cama. Pasar la noche en compañía de Evangelina era de lo más divertido. Ella no paraba de hablar y de reírse. Se la pasaba saltando en la cama y haciendo monadas.
Marcelo se había hecho amigo de una vecina, Graciela, una señora relativamente joven, que lo pretendía. En la pensión Marcelo era “el profesor” y lo respetaban. Para los pensionistas, entre los que había estudiantes universitarios venidos del interior y trabajadores pobres con familia, el de profesor era un título importante. Admiraban a las personas que sabían, y algunos lo consultaban y le pedían consejos.
Graciela trabajaba en una fábrica de plásticos en Parque Patricios y se había encariñado con él. Lo invitaba con platos de comida y a veces le lavaba la ropa. Cuando traía a Evangelina los fines de semana, lo ayudaba. Ella no tenía hijos. Le compraba muñecas y juguetes. Lo que Graciela se proponía era acostarse con Marcelo, pero el profesor no era fácil. Prefería las mujeres cultas de clase media. Como era depresivo, Marcelo hacía muy poco por salir de su soltería. No trataba de buscar amigas ni de conocer mujeres de su edad. Terminó aceptando la relación con Graciela. Esta le preparaba empanadas, pastel de papa y otras comidas criollas, a las que les llamaba sus “comidas peronistas” (Graciela era peronista y se la pasaba hablando de Perón, decía que iba a volver pronto), y después se le metía en la cama. Una vez allí era bastante buena. Era una mujer tierna y tenía sentido de lo erótico. El no estaba enamorado, pero le gustaba dormir en compañía.
La relación de su ex-mujer con su novio se hizo más formal. Quería casarse con él, pero en Argentina, en esa época, no había divorcio. Una posibilidad era divorciarse y volver a casarse en Paraguay, aunque en Argentina no tuviera valor. Se quedaba en casa de su pareja los fines de semana y se acostumbró a que Marcelo se llevara la nena. Evangelina se hizo amiga de Graciela, que le enseñaba a cocinar. Ya sabía hacerle el repulgue a las empanadas. Entre los poemas que le leía la abuela y las empanadas que hacía con Graciela, Evangelina se estaba transformando en una argentinita modelo. Cuando cumplió nueve años el padre se la llevó a veranear a Río Ceballos. Fueron los dos solos. Se bañaban en un arroyito de agua fría y la llevaba a caminar y a andar a caballo. Al principio le tenía miedo al animal, pero cuando vio que era manso se encariñó con él y le hablaba. El caballo parecía escucharla.
Fueron pasando los años y llegó la adolescencia. Evangelina se preparaba para entrar a la Escuela Normal. Era el año mágico de 1968. Marcelo ya no vivía en la pensión ni seguía su relación con Graciela. Se había ido a vivir a un departamento alquilado de dos ambientes en el centro, en Charcas y Cangallo. Le encantaba caminar por las calles del centro: Florida, Corrientes. Se había hecho aficionado al teatro. Estaba bien establecido en su trabajo y vivía cómodamente. La relación con su hija se había ido afianzando con los años. Evangelina y su papá hablaban mucho. Eran dos charlatanes interminables. Llevaba a su hija con frecuencia al teatro, especialmente al San Martín y al Cervantes. Veían todo tipo de obras. Ibsen, Shakespeare, Brecht y las creaciones de los jóvenes directores argentinos: Talesnik, Gorostiza, Dragún y Cossa. En 1969 Marcelo vio una película que lo impactó profundamente: La hora de los hornos. La proyectaron en una fábrica de Barracas y duraba nueve horas. Era una película documental clandestina. La había recomendado un compañero de trabajo. En la puerta había unos obreros de custodia, por si venía la policía. La película demostraba la importancia que habían tenido los años de la Resistencia peronista en la política nacional. El mundo estaba en esos momentos en convulsión. Rosario y Córdoba se rebelaron. La insurrección estaba en el aire.
En el colegio los estudiantes le empezaron a pedir nuevos contenidos. Hicieron huelga y no querían entrar a clase. Un día, en su curso de Historia les habló de un libro de Perón, La hora de los pueblos, y los muchachos dijeron que querían leerlo. El libro estaba prohibido, les explicó, no podía llevárselo a la clase. Desde ese momento le hicieron fama de “profesor peronista”. Por la noche, a veces, iba a tomar café al bar “La Paz”, que era un refugio de artistas e intelectuales. Muchos eran guevaristas, se dejaban crecer la barba y soñaban con ir a pelear en la guerrilla. Otros eran hippies. La vida en Buenos Aires estaba transformada. Llevó varias veces a su hija al bar “La Paz”.
Evangelina se acercaba a los 15 años, tenía muchas amigas en su escuela y ya miraba a los muchachos. Los adolescentes hacían reuniones y fiestas, y con frecuencia le decía a su padre que no podía verlo porque tenía que salir con sus amigas. Marcelo lo aceptaba, pero presentaba sus quejas. Le decía que nada debía romper el vínculo entre ellos, era probable que en el futuro se vieran menos, pero el diálogo no debía interrumpirse. Evangelina era una chica inquieta, estaba bastante bien informada, pero a su edad lo más importante eran las reuniones con sus amigas. Se había hecho compinche de su mamá, que seguía con la rutina de su trabajo en el Banco. Su novio, que era abogado, pasaba mucho tiempo en su casa. Evangelina simpatizaba con él, aunque le parecía demasiado serio.
Marcelo se iba quedando más solo, y sabía que tenía que aceptarlo. Había pasado los cuarenta años y le era difícil acercarse a la gente. Ya encontraría en qué ocuparse. Pensó en militar en política. La actividad política era clandestina y, por lo tanto, heroica. Su personalidad, sin embargo, no servía para eso. Era una lástima, porque ésa era una época apasionada y se hablaba de grandes cambios en el mundo. Había vivido gran parte de su vida bajo gobiernos militares, dictaduras. Era importante resistir y luchar. Decía que él era un rebelde de café y de escritorio. La rebelión pasaba por su fantasía. Su realidad era de rutina y trabajo. Salía poco por las noches. Si no veía a su hija, o no hacía algo con ella, se quedaba a estudiar. Se puso a escribir un ensayo sobre Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon. No era habitual para él escribir. Prefería leer y estudiar.
Quien realmente se aficionó a la escritura fue su hija. A los quince años le dijo que estaba escribiendo poemas y le mostró algunos. Le parecieron buenos, tenía talento para la literatura. Era 1970, el año en que aparecieron los Montoneros y asesinaron a Aramburu. En el café La Paz tuvo largas discusiones con amigos, sobre si un ejército del pueblo tenía derecho a hacer un juicio y condenar a alguien a muerte. El estuvo de acuerdo en que Aramburu era el militar más odiado. Había fusilado a trabajadores en La Plata. Era responsable por el desastre político de los últimos quince años. Estaba bien que el pueblo lo juzgara. Pocos meses después, la mayor parte de los responsables del secuestro habían muerto. Se desató la lucha armada. La Federal se metía a cada rato en el La Paz a amenazar e insultar a la gente. A veces se llevaban detenido a alguno. La ciudad se fue poniendo peligrosa.
Mientras tanto Evangelina se estaba volviendo una adolescente hermosa. Era muy sociable y tenía muchos amigos. Marcelo notó un cambio en los estudiantes del colegio. Hablaban en voz alta de política. La dictadura ya no los amedrentaba. Evangelina evitaba salir con él, decía que ninguna de sus amigas hacía planes con el papá. Marcelo trataba de explicarle que su situación era distinta, ellos siempre habían sido amigos, y un padre y una hija tenían que hablar. La verdad era que Marcelo estaba muy apegado a su hija. Se apoyaba en ella, su vida personal no era buena. Fracasaba en sus relaciones afectivas. Vivía solo. Su hija era para él un gran consuelo. Era un cable a tierra. No sabía qué sería de su vida sin ella.
Evangelina había sacado muchas cosas de él. Le interesaba la política. Su carácter era más dado que el de su padre. Era popular en la escuela con sus amigas, tenía liderazgo. Esos fueron años muy importantes para ella. Cuando tenía dieciséis años empezó a militar en un movimiento estudiantil clandestino. En esa época las reuniones políticas estaban prohibidas. No se lo contó a su padre, pero él sospechaba. Evangelina había madurado, hablaba del país, le preguntaba sobre los años del peronismo y le pidió que le explicara qué era el marxismo y el guevarismo. El le dijo que tuviera cuidado, que no se metiera en problemas. Pero las adolescentes no escuchan. El a veces iba a verla a la salida de la escuela. Si ella estaba con sus amigas no se acercaba. No quería inmiscuirse en su vida o que pensara que la vigilaba. Sólo quería verla. Siempre había chicos que iban a buscar a las chicas a la Escuela Normal. Pronto descubrió que ella también tenía un amigo que la esperaba. Era bastante alto, hacían buena pareja. Al principio sintió un poco de rechazo, pero después pensó que era propio de la edad.
En 1972 los militares convocaron a elecciones. 1973 fue un año muy agitado. Perón regresó al país y el Presidente Cámpora ordenó que se abrieran las cárceles. Los prisioneros políticos recuperaron su libertad. Luego renunció para que hubiera elecciones con Perón: no se podía excluir del proceso político al líder más popular de la Argentina. En los colegios los jóvenes se rebelaron contra el gobierno y hubo una toma general. En el suyo él apoyó a los estudiantes. Le preguntaron si quería asumir algún cargo directivo. Los jóvenes lo querían. Dijo que no, pero recomendó a un colega, que era progresista y tenía talento administrativo.
Su hija, pudo comprobarlo, estaba militando. Finalmente era legal pertenecer a un partido político. El le habló directamente del asunto. “Soy peronista”, le dijo Evangelina, “de la J. P.” Cuando regresó Perón al país su hija fue a Ezeiza a recibirlo con un grupo de jóvenes del partido. Marcelo escuchó que había habido un tiroteo en las inmediaciones del aeropuerto y temblaba de miedo. Temía que le pasara algo a su hija. En el año 74 Evangelina tenía 18 años y empezó la universidad. Decidió estudiar Abogacía. También le interesaba Letras, pero prefirió seguir Derecho. Le dijo que quería tener una carrera que la pusiera en contacto con la realidad del país y le permitiera hacer cosas, cambiar el mundo. Deseaba involucrarse en la vida política.
Marcelo pensó que su hija era todo lo que él había querido ser y no había podido. Su timidez, su falta de decisión, habían sido sus enemigos. Le había costado tanto vivir. Pasaba tan pocos momentos buenos. Tenía sus libros, eso sí, la historia, pero la soledad le provocaba sufrimientos. La vida no había sido demasiado generosa con él. Estaba feliz de tener una hija como Evangelina. Ella continuaría su sueño: era inteligente, decidida, arriesgada. Tenía ideales. Se sentía justificado como padre.
En el 74 murió Perón, y la situación política se precipitó. Marcelo, preocupado, habló con su hija. Le preguntó si era Montonera. Su hija se lo admitió. Dijo que el peronismo era el futuro del país. No creía en el ERP. Los marxistas se equivocaban. Había que luchar por los pobres, pero todos unidos como país, en una comunidad nacional organizada. Perón había dejado un gran legado. Estaba en el Centro de Estudiantes de su Universidad. Tenía un gran liderazgo. Marcelo le preguntó si seguía escribiendo poesía. Reconoció que no mucho. Más importante que escribir, era hacer la revolución. Era lo que el pueblo esperaba de ellos.
Durante el 75 Marcelo la veía poco. Se había hecho novia de un muchacho de su misma tendencia política. La Triple AAA mataba cada vez más militantes. Marcelo sufría por su hija. Se preguntó que iba a hacer él si la llevaban presa. ¿Qué tenía en su vida además de su hija? Muy poco, se dijo. Ella le daba sentido. Sus cosas habían fracasado. Quizá fuese un buen momento para escribir un ensayo. Estaba siendo testigo de un momento histórico importante. Había nacido en 1928, como el Che, y llevaba una chispa rebelde oculta dentro suyo. Sus clases de historia argentina eran muy populares. Sus estudiantes celebraban sus ideas.
Evangelina dejó su casa. Ya no vivía con la madre. Se fue a vivir con varios amigos. Compartían una casa grande en Palermo. Finalmente llegó el golpe del 76. Los militantes entendieron que se venía la pesada. Los militares empezaron a secuestrar gente. Un día Marcelo fue a buscar a su hija a su casa en Palermo y ya no estaba. Un amigo de su novio le dijo que se habían ido, por cuestiones de seguridad. El Ejército los estaba persiguiendo. Le pidió por favor que le dijera a Evangelina que necesitaba verla. Que se pusiera en contacto con él. Un día salía de dar clase en el Colegio cuando vio al novio de su hija en la esquina. Le hizo señas. Marcelo se acercó. Le dijo que lo iba a llevar adonde estaba Evangelina para que la viera. Los esperaba un auto. Se subieron y anduvieron un buen rato. Llegaron a una casa en el sur de la ciudad. Era una calle arbolada. Su hija salió a recibirlo, se abrazaron largamente. Le dijo que no sabía cuántas veces iba a poder verlo en el futuro cercano. Era muy peligroso ver familiares. Quería decirle que lo quería mucho y había sido muy importante para ella. Le confesó que tenía confianza en la lucha, y que había heredado de él el temple y el amor a la verdad. Marcelo sintió que quería llorar, pero optó por apretarle la mano.
Después lo regresaron hasta la parada del ómnibus y se volvió solo. Pasaron meses sin que la volviera a ver. Un profesor amigo le dijo que la situación se estaba poniendo imposible para los militantes. El Ejército secuestraba, torturaba, asesinaba. No se sabía cuántos habían caído. Las organizaciones políticas luchaban a muerte.
Se planteó qué haría si le pasaba algo a su hija, si la encarcelaban, si la torturaban. ¿Y si la mataban? No estaba preparado para algo así. Se dijo que la vida de su hija valía mucho más que la suya. Tenía que defenderla. ¿Pero cómo? ¿Cómo? Como fuera, pensó. Quizá lo mejor sería dejarse llevar por la desesperación. Comprarse un arma. Prepararse para defender la vida. Pero no se sintió capaz. Era más fácil dejarse matar que herir a alguien. Era incapaz de ninguna violencia. Y el mundo en que vivía llamaba a la acción. El no estaba preparado. Si apresaban a su hija iría a rescatarla, a defenderla. Nadie podría hacerle mal.
El día tan temido llegó. Recibió una llamada telefónica de su ex-mujer. Le dijo que habían secuestrado a su hija. Trató de averiguar más. Su ex-mujer no sabía nada. Quiso volver a la casa donde se había encontrado con su hija, pero no pudo reconocerla. Finalmente recibió una llamada del novio de ella. Le dijo que la habían herido y se la habían llevado a la Escuela de Mecánica de la Armada. Temían por su vida. Pensó en el sufrimiento de Evangelina, ¿la torturarían aun estando herida?
Estuvo toda la noche pensando qué hacer. Llamó a uno de sus compañeros de trabajo. Le confirmó que en la Escuela de Mecánica de la Armada tenían a militantes presos. Había gran cantidad de desaparecidos. Era febrero de 1977. Le dijo que iba a ir allí a preguntar por su hija. El otro le advirtió que era demasiado arriesgado. Podía no salir. Torturaban y había familiares de los militantes que también habían desaparecido. Marcelo lo pensó. ¿Podía él aceptar que su hija no regresara, no verla más? ¿Qué era su vida sin ella? Tantos años de verla crecer. No sabía qué podía pasarle, pero decidió ir. Nunca había hecho nada que valiera la pena. Quizá esa fuera su única cuota de valor, pero lo justificaba. Se sintió fuerte. Sintió indignación. Sintió coraje. Sintió ganas de ir y enfrentar al Ejército, insultarlos, agarrar a algún oficial a trompadas.
Finalmente se tomó el 29 y fue hasta la Escuela de Mecánica de la Armada. Se presentó a la guardia.
-Soy el padre de Evangelina Casares – les anunció - Me dijeron que mi hija puede estar aquí.
Los dos soldados de guardia se miraron. Uno agarró el teléfono.
-Aquí hablan de la guardia. Un señor busca a una tal Evangelina Casares. Dice que es el padre.
Al rato aparecieron dos hombres de uniforme. Uno se presentó.
-Soy el Capitán Acosta. ¿Ud. busca a Evangelina Casares?
-Sí señor - le respondió con firmeza.
-Pase, pase, yo le voy a mostrar dónde está la señorita Evangelina Casares.

Caminaron hacia el edificio encolumnado de la Escuela. Contempló los pinos que flanqueaban el frente. Estaba oscureciendo. Respiró hondo, para darse valor. Sintió que en pocos momentos más se iba a encontrar con su hija. Sospechaba lo que podía pasarle. Se dijo que no tenía miedo.


Alberto Julián Pérez, Cuentos argentinos 
(Lubbock: Ed. Riseñor, 2015): 130-40.


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