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martes, 20 de septiembre de 2016

Las peripecias del gaucho en la literatura

                                                                   Alberto Julián Pérez ©



            El Martín Fierro (El gaucho Martín Fierro, 1872; La vuelta de Martín Fierro, 1879) de José Hernández (1834-1886) cerró el ciclo de la poesía gauchesca que iniciara Bartolomé Hidalgo (1788-1822) con sus diálogos patrióticos y cielitos cincuenta años antes (Ludmer, El género gauchesco 17-33). José Hernández tomó al personaje serio-cómico del género, el gaucho de los diálogos patrióticos de Bartolomé Hidalgo y de los diálogos gauchi-políticos de Hilario Ascasubi (1807-1875), e hizo de él un héroe trágico. Antes que Hernández se decidiera a escribir sobre la triste vida de un gaucho perseguido, y como lo reconoció en su prólogo a El gaucho Martín Fierro, los escritores habían buscado hacer reir a su público a costa del personaje (105). El personaje, en las composiciones de Ascasubi, es casi siempre un sujeto cómico que participa de la vida política. Política pública. Con sus personajes los escritores del género o exaltan la política libertaria y patriótica del gobierno, como Hidalgo, o critican la tiranía de Juan Manuel de Rosas, o la política desacertada del General Justo José de Urquiza, como Ascasubi. Sátira política. El otro desarrollo del personaje, hacia la vida privada, cultiva lo costumbrista, como en el Santos Vega (1851 y 1872) de Ascasubi, y lo cómico-costumbrista, en Fausto, 1866, la parodia de la ópera de Gounod que concibiera Estanislao del Campo. Una voz diferente y excepcional, que Hernández reconoció de inmediato, fue la de Antonio Lussich en Los tres gauchos orientales, 1872, publicada poco antes que El gaucho Martín Fierro. En carta del 20 de junio de 1872, fechada precisamente en el Hotel Argentino de Buenos Aires, donde escribiría en esos meses su Martín Fierro, le dice:”En versos llenos de fluidez y de energía, describe Ud. con admirable propiedad al inculto habitante de nuestras campañas; pinta con viveza de colorido los sinsabores y sufrimientos del gaucho convertido en soldado, sus hechos heroicos, los estragos de la guerra fratricida, y la esterilidad de una paz que no salva los derechos de las diversas fracciones políticas, cimentando el orden y la tranquilidad general sobre la sólida base de la justicia, del derecho y de las garantías para todos los ciudadanos” (Borges y Bioy Casares, editores, Poesía gauchesca II: 349). Hernández entiende que Lussich en su obra ha considerado al gaucho en la realidad de su sufrimiento, de su tragedia personal y política. Ha simpatizado con el gaucho, ha sentido compasión y simpatía hacia él, como lo haría el mismo Hernández en su obra. Este hecho contribuyó poderosamente a cambiar el género.
            El escritor de la gauchesca trató de entender desde su perspectiva de individuo educado el mundo único del gaucho. Conocieron al personaje histórico íntimamente, ya que compartieron con él esperanzas y penurias, en los trabajos de estancia y en las guerras (Borges, El Martín Fierro 516-17). Tomaron estos escritores diferentes actitudes frente a lo que experimentaban como diferencia: diferencia objetiva, social, de clase, y diferencia subjetiva, espiritual. Pero sólo Hernández va a tratar de entrar en la conciencia del gaucho, en un proceso de total empatía con éste.
            Cuando Ascasubi publicó sus poemas gauchescos en Montevideo, vivía en una ciudad sitiada por el ejército de Rosas, comandado por el General Oribe. Sin embargo, había conocido la vida libre del gaucho y había sido él mismo un aventurero cuando muchacho (Sosa de Newton 22-3). También Hernández, criado en estancia, y Estanislao de Campo, oficial del ejército, estaban bien familiarizados con su forma de ser. Lussich había militado en la Revolución de las Lanzas, liderada por el caudillo oriental Timoteo Aparicio, poco antes de escribir Los tres gauchos orientales (Rama, Los gauchipolíticos rioplatenses 114-119). Eduardo Gutiérrez (1851-1889), hermano de Ricardo, el poeta autor de “Lázaro”, continuará dándole vida al gaucho, con quien conviviera durante sus años como oficial de la Guardia Nacional, en sus folletines, a partir de la publicación de Juan Moreira, 1880 (Prieto, El discurso criollista 101). Gutiérrez traspone el personaje a la narrativa. Cerrado curiosamente por Hernández el ciclo de la poesía gauchesca, cuya interpretación del gaucho sella el destino del género, Gutiérrez iniciará el ciclo de la novela. El folletín popular recoge las peripecias del héroe gaucho, tal como las presentara Hernández en su Martín Fierro. El héroe gaucho anima los folletines de Gutiérrez y otros contemporáneos, y se extiende a la literatura popular y a la literatura culta con Las divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira, 1910 de Roberto J. Payró, Los gauchos judíos, 1910, de Alberto Gerchunoff, El inglés de los huesos, 1924 de Benito Lynch, y Raucho, 1917, y Don Segundo Sombra, 1926, de Ricardo Güiraldes. Después de la públicación de Don Segundo Sombra el género narrativo gauchesco conserva por algún tiempo su vigencia, Benito Lynch publica El romance de un gaucho, 1933, y el uruguayo Enrique Amorim El paisano Aguilar, 1934 y El caballo y su sombra, 1941, pero la obra de Güiraldes marca el apogeo de la novela gauchesca.
            En Don Segundo Sombra Ricardo Güiraldes (1886-1927) nos presenta un gaucho transformado por el “progreso”, que justifica su existencia de una manera nueva. Es un “tropero” que vive en una argentina modernizada, que hereda el espíritu (eterno) del gaucho. El ciclo narrativo no tiene un cierre o clausura comparable al de la poesía gauchesca, como tampoco lo tiene el ciclo teatral, en constante evolución y transformación (se inicia con el mimodrama de José Podestá, basado en la obra del mismo Gutiérrez, Juan Moreira, 1886 y lo continúan las obras criollas de Martiniano Leguizamón y Florencio Sánchez). Don Segundo Sombra canoniza al héroe en la literatura culta de una manera inesperada y con un éxito que traspone las barreras nacionales. Su libro pasa a integrar ese ciclo de la narrativa hispanoamericana denominado por los críticos “novelas de la Tierra”. Estos reconocen a Don Segundo Sombra, 1926, como una de sus obras maestras, junto a Doña Bárbara, 1929, del venezolano Rómulo Gallegos y La vorágine, 1925, del colombiano Eustaquio Rivera (Alonso 38-78).
            José Hernández en El gaucho Martín Fierro, 1872, había logrado una transformación radical del héroe de la poesía gauchesca, dotando al personaje de un nuevo sentido social, humano y político. Hernández tomó al personaje del gaucho, que había sido, en las obras de los poetas que lo precedieron, caricatura política y personaje cómico, e hizo de él un personaje trágico, provisto de una sicología individual, verosímil y poseedor de un pathos que refleja sus circunstancias y  su historia (Halperín Donghi, José Hernández y sus mundos 281-344). Así lo anunció en su carta a José Z. Miguens, de diciembre de 1872, que prologó El gaucho Martín Fierro: “Me he esforzado, sin presumir haberlo conseguido, en presentar un tipo que personificara el carácter de nuestros gauchos,  concentrando el modo de ser, de sentir, de pensar y de expresarse que les es peculiar, dotándolos con todos los juegos de su imaginación llena de imágenes y de un colorido, con todos los arranques de altivez inmoderados hasta el crimen, y con todos los impulsos y arrebatos, hijos de una naturaleza que la educación no ha pulido y suavizado” (105).
            Hernández se propuso retratar un personaje creíble, y distanciarse del tipo cómico que había predominado en el género (“...si sólo me hubiera propuesto hacer reír a costa de su ignorancia, como se halla autorizado por el uso de este género de composiciones...”, dice [105]). Su objeto ha sido: “...dibujar a grandes rasgos, aunque fielmente, sus costumbres, sus trabajos, sus hábitos de vida, su índole, sus vicios y sus virtudes...” (105). Asegura que ha tratado de “copiar” del original, de “imitar” (106). Su concepción es realista, entiende que su objetivo es captar al gaucho y su mundo tal como éstos son, aún con sus limitaciones e imperfecciones; retratar un tipo humano único, tanto en su forma de hablar como de pensar, en sus creencias como en su manera de ser. A su voluntad realista se le suma un deseo de fidelidad costumbrista, pero desdeña hacer de las costumbres y hábitos de un pueblo el foco de la narración: el centro es el hombre, el individuo, y su drama social y personal. Su costumbrismo no es exteriorista, colorista, sino espiritual (la lengua, las creencias). Quiere presentar al gaucho íntimamente, mostrar su mundo, su cosmovisión (dice con respecto al lenguaje empleado, que busca imitar “...ese estilo abundante en metáforas, que el gaucho usa sin conocer y sin valorar, y su empleo constante de comparaciones tan extrañas como frecuentes; en copiar sus reflexiones con el sello de originalidad que las distingue y el tinte sombrío de que jamás carecen, revelándose en ellas esa especie de filosofía propia que, sin estudiar, aprende en la misma naturaleza...” [106]).
             Hernández sentía necesidad de ser fiel a la naturaleza del gaucho en cuanto “tipo original de nuestras pampas” (106). Su respeto naturalista, su realismo, su conciencia costumbrista, no trataban de satisfacer los intereses de las corrientes literarias en boga en su tiempo. Curiosamente Hernández no parece haber ensayado trabajos literarios de envergadura antes del Martín Fierro, su experiencia se reducía a su práctica del periodismo, particularmente la nota editorial y el artículo o ensayo político (Pagés Larraya, Prosas del Martín Fierro 11-25). Pero Hernández tuvo cuidado en no subordinar su poema al género ensayístico: incorporó sutilmente sus ideas al discurso del personaje principal, sin dejar ver en su expresión esa transición que va de la descripción existencial al lenguaje analítico y crítico, favorecido por los ensayos periodísticos que se nutren de las ciencias sociales.
            Su literatura es literatura de ideas que critica seriamente al sistema político vigente. Hernández critica al sistema presentando una historia trágica, llena de situaciones límites, introduciendo un héroe que vive épocas de crisis, y no mediante explicaciones directas o intromisiones del narrador, como lo observamos en la historia de Echeverría, “El matadero”, cerca de 1839 y en la novela de Mármol, Amalia, 1851 y 1855. El gaucho Fierro comunica sus ideas en su propio lenguaje. Para crear esta voz Hernández recurre a la emulación del canto del payador gaucho. El canto con guitarra y la payada eran prácticas comunes en la campaña, y los gauchos tenían sus formas tradicionales de cantar (Lugones, El payador 64-98). El cantor cuenta cantando una historia gaucha, que suele ser la historia  de su vida.
            Hernández no adecuó la escritura de su obra a los cánones de las corrientes literarias cultas vigentes en su tiempo (romanticismo tardío, realismo, costumbrismo). En El gaucho Martín Fierro, 1872, reelaboró los recursos de composición que le ofrecía el género gauchesco, y en la segunda parte, La vuelta de Martín Fierro, recurrió a fuentes literarias tradicionales de la literatura española, particularmente la narrativa picaresca, como lo estudió Ezequiel Martínez Estrada (Muerte y transfiguración de Martín Fierro II: 249-278). En su creación domina el interés político y social extraliterarios. El autor no se puede ajustar al uso del género gauchesco tal como existía en ese momento, ni tampoco a los usos de la poesía culta, como lo habían hecho algunos años antes Echeverría en “La cautiva” y Obligado en “Santos Vega”. El Martín Fierro, considerado una obra épica por Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas, y novela por Jorge Luis Borges, tiene innegables elementos épicos en su composición (el comienzo de la Ida... y la invocación del cantor “a los santos del cielo”, entre otros) y novelísticos (personajes de definido perfil sicológico, como Fierro, sus hijos y el Sargento Cruz) (Borges 559-64). El poema se centra en  el mundo privado (y novelado) de los personajes, pero el mundo público, “la civilización” deshumanizante (la autoridad corrupta, los jueces arbitrarios, los funcionarios ladrones), determinan los acontecimientos de la vida privada de los gauchos. Los personajes sufren un progresivo proceso de marginación, hasta que tienen que escapar del territorio nacional, cruzan la frontera y se van a vivir con los indios. Hernández cambia el sentido ideológico del argumento en la segunda parte de la obra, en que Martín Fierro regresa del territorio indio y cuenta cómo los personajes se han asimilado progresivamente al estado de cosas existente. Si bien Hernández se enfoca en la vida individual del personaje y su familia, la política del estado condiciona la relación de los personajes con su sociedad. El estado nacional es el culpable de la situación del gaucho, y su mano armada: su policía, sus soldados, así como sus jueces y sus legisladores, son el coro, el personaje colectivo contra el cual se recorta el destino y la suerte del gaucho. La aproximación al tema de Hernández es heterógenea, porque la situación del gaucho es única y no admite una sola solución. Es una situación humana conflictiva y crítica, y el proceso de escritura acusa esa crisis.
            Hernández busca, como periodista militante, una solución a los males de su sociedad. Su cura, sin embargo, es literaria. En Martín Fierro, Hernández apuesta a la gran literatura popular. Se demuestra a sí mismo, y a su público, que es un notable poeta. Su poesía no deja de sorprender al lector. Uno se pregunta sobre su aprendizaje como escritor. Es difícil aceptar el hecho que el periodista Hernández fuera capaz de escribir el poema sin aprendizaje poético previo (Leumann 135-143). O que su oído fuera tan perfecto como para reproducir el lenguaje gaucho en verso con originalidad sin par. Su creación de mundo es suya, aunque haya recurrido a la descripción de un tipo humano rural histórico. El personaje principal del Martín Fierro comparte con el autor su altura moral.
            Hernández, tal como Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios Ranqueles, 1870, y luego Eduardo Gutiérrez en sus novelas, defiende la personalidad del gaucho, presentándolo como un tipo de grandes cualidades humanas, que ama su propiedad y su familia.[1] Hernández, Mansilla y Gutiérrez se habían familiarizado con la personalidad del gaucho durante sus campañas militares. El gaucho protagonista de Martín Fierro es un individuo valiente y peleador, cantor y matrero. Se transforma en el epítome de la voluntad de lucha y defensa de la libertad. Don Segundo Sombra,1926 le va a dar una nueva versión al tipo: el gaucho de Guiraldes es trabajador, pacífico, prudente (Blasi 131-155). Es paternal. Ni Martín Fierro, ni Cruz, ni Juan Moreira pudieron cuidar de sus hijos. Los abandonaron contra su voluntad: fueron víctimas de las leyes injustas del estado. Don Segundo Sombra cambia esto: quien abandona a Favio es su progenitor natural, un rico estanciero que no lo reconoce como hijo sino en su lecho de muerte, declarándolo heredero de sus bienes. Favio es un hijo bastardo, y es el gaucho, su “padrino”, Don Segundo Sombra, quien lo adopta y legitima, lo hace gaucho. Favio pasa de ser hijo de nadie, un pícaro pueblerino criado por sus tías, a ser hijo de gaucho. Gracias a este padrinazgo, Favio se vuelve gaucho.
            El ser gaucho ya no se da naturalmente: uno nace pueblerino y pícaro, y se hace gaucho, trabajador y “argentino”. Lo gaucho ha pasado de ser una condición social trágica e irreversible, en Fierro y en Moreira, a una condición nacional esencial, voluntariamente elegida y asumida por el personaje. El gaucho de Güiraldes es un ser simbólico y mítico: su condición está arraigada en su naturaleza “profunda”, en el “ser” del personaje (Alonso 79-91). Es un bautismo gaucho que se transfiere a todo el ser nacional. Don Segundo es el padrino simbólico de Güiraldes, el escritor, y, de alguna manera, el padrino gaucho de todos los argentinos modernos, que nacieron una vez cerrado el ciclo de vida histórica del personaje. El gaucho se ha vuelto una parte esencial del ser nacional. Sus cualidad ideales ilustran lo que los argentinos quisieran ser: valientes, libres, determinados, independientes.
            José Hernández considera que el gaucho es portador de una filosofía de la vida, una “filosofia propia que, sin estudiar, aprende en la misma naturaleza...” (Martín Fierro 106). Don Segundo, para Ricardo Güiraldes, es pura filosofía y sabiduría gaucha: es un sabio, un maestro, un filósofo de las cosas de la tierra que enseña con su ejemplo. Enseña a los argentinos la filosofia de la tierra que los argentinos urbanos y modernos, inmigrantes y desarraigados, “guachos”, habían perdido; les enseña a encontrarse consigo mismos y reconocer su propia identidad en el gaucho. No en el gaucho histórico sino el gaucho esencial.
            Juan Moreira es el gaucho (pobres son las pretenciones de su autor, Eduardo Gutiérrez, que casi se avergüenza de su gaucho de folletín) que mejor encarna el sentido de lo popular (Ludmer, El cuerpo del delito 227-30). Moreira no es reproducción natural del tipo humano, como Martín Fierro, ni expresión idealizada del ser gaucho, como el personaje de Güiraldes; tampoco es un personaje cómico (Gutiérrez ha aprendido su lección de José Hernández). Moreira es un bandido y un bravucón, un héroe de la literatura popular de entretenimiento, un hombre de la masa, un paisano, que crece en el imaginario social a medida que aumenta el entusiasmo de su público lector. Gutiérrez hace entrar a su héroe en el mundo de la novela en su condición más humilde posible: como héroe de folletín (Rivera I-V). Más que una novela, es un novelón. Juan Moreira es un bandido y el narrador un periodista que cuenta una historia policial, pero el personaje tiene una dimensión heroica especial. Su lucha a muerte, sin concesiones, contra el sistema, es un estímulo para el humillado y el vencido.
            Güiraldes elevó las condiciones de su héroe: maestro, hombre de autoridad, padre nuestro. El narrador y personaje Favio es un niño pícaro huérfano que, después de conocer por azar a Don Segundo, lo sigue e inicia con éste un proceso de aprendizaje, gracias al cual asciende a la condición esencial de gaucho y luego, en la conclusión de la novela, después de recibir una herencia de su padre natural, se transforma en estanciero y escritor. Con Güiraldes el gaucho se hace estanciero y escritor. En esta relación Güiraldes aporta su propia experiencia vital: él es un rico estanciero que desea ser gaucho, que idealiza al gaucho, y se hace escritor. Don Segundo Sombra es una alegoría, invertida, de su propio destino. Güiraldes proyecta en el personaje su amor por el tipo nativo del país, el gaucho, y proyecta el deseo de todo un movimiento del pensamiento nacionalista finisecular (del que son epítome Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas), de transformar al gaucho en el asiento, en la base simbólica de la nacionalidad (Sorensen Goodrich 147-166). Al mismo tiempo Güiraldes eleva el género literario: sale de lo popular e ingresa en la alta literatura, al asociar su novela con la novela de aprendizaje europea y con los procedimientos de la narrativa simbolista de fin del siglo XIX y principios del XX (Ara 25-49). La novela gauchesca ingresa en el circuito de la literatura internacional y da a su autor inmediata fama en todo el mundo literario. 
            El héroe de Eduardo Gutiérrez, Juan Moreira, pertenece a otro espacio, a otro mundo narrativo(Rojas II: 587-600). El de la literatura de entretenimiento, que hace poco caso tanto al modelo natural, que quería imitar Hernández, como al modelo cultural, del que se ocuparía Güiraldes. La literatura popular, remedio para el pobre, puede (cuando el escritor tiene la suerte de encontrar un héroe representativo de su espíritu de lucha) curar los sentimientos de inferioridad social del proletario, su humillación de clase, su impotencia, elevar su espíritu sojuzgado, prestarle la independiencia y libertad que no tiene. Comunicarle su deseo vital de luchar y defender su identidad a cualquier costo. Ser testimonio compasivo de su sufrimiento y darle a éste valor y significado, trascendencia. El gaucho se transforma, en el folletín de Gutiérrez, en un individuo hermoso, temerario, sentimental, espectacular (ama pelear para su público), buen padre, buen amigo. Es una especie de actor ambulante que, llevado por su sino trágico, va de pueblo en pueblo, peleando en duelos, que tienen, a medida que se acrecienta su fama y progresa la narración, una asistencia más concurrida. Moreira, el gaucho Moreira, es un héroe heterogéno y múltiple. Es un héroe sentimental que llora cada vez que se enternece, cuando tiene frente a él a su hijo, cuando encuentra un amigo querido, o extraña a su mujer y a Juancito. Un héroe familiar que no se va muy lejos del pago, aunque peligre y finalmente le cueste la vida, para estar cerca de su familia. Un héroe justiciero que condena a muerte  inapelable a todo aquel que lo ofende o abusa de sus derechos. Un héroe trágico, que acepta su sino: la muerte inevitable, y la llama en lugar de temerle. Siente pesar por su vida, vive sufriendo y espera que la muerte lo libere de su pesar.
            Gutiérrez no crea un personaje realista: crea un personaje superreal. El héroe popular hereda la fuerza, el vigor, la valentía del héroe épico. Es casi invencible. Pelea en nombre de su pueblo y de su grupo: los desheredados. Es un héroe público. Moreira (y no Fabio, el personaje de Güiraldes, que encuentra a lo largo de la novela varios padres: el padre simbólico Don Segundo, el padre natural, y el padre ancestral de todos los argentinos, con quien se identifica: el gaucho) es, simbólicamente, un huérfano, un gaucho sin padre. Los únicos personajes que tratan de ayudarlo son aquellos que le deben favores, como Valentín Alsina, de quien era guardaespaldas, y Marañón, a quien salva la vida. En su peor momento tiene sólo dos compañías posibles: su perro Cacique (su “policía”) y su caballo, regalo del caudillo y político liberal Valentín Alsina. Llama a éstos “mi familia”.
            Moreira es un héroe que sufre, que tiene necesidades físicas: casi no duerme (solo a la hora de la siesta, unas pocas horas, bajo el calor del sol) y se acerca, cuando puede, a las pulperías para comprar comida para “su gente” (su perro y su caballo) y para sí. Le gustan (como a todos los gauchos) los bailes, el juego de cartas, las carreras, la riña de gallos, las apuestas de todo tipo. La ambición de los poderosos (como le ocurre también a Martín Fierro) lo perjudica y lo condena. La suerte muchas veces no le ayuda. Su destino es azaroso. Vive rodeado de peligros.  El resiste con valentía. Es la lucha de uno contra todos. Su única defensa es la compasión y amistad de los lectores, los espectadores de su drama.
            La novela reelabora el argumento de El gaucho Martín Fierro: Moreira es un gaucho bueno, cantor, pequeño propietario, muy querido en el pago, muy valiente. Jamás provoca a nadie. El juez empieza a castigarlo injustamente, le pone multas, lo manda al cepo, porque desea apoderarse de su novia, luego su esposa. Moreira resiste pasivamente, hasta que algo le colma la paciencia. Un italiano, Sardetti, niega ante el Comandante que debe dinero a Moreira, y éste lo castiga. Moreira jura vengarse. Este hecho cambiará totalmente su vida. Moreira resiste y finalmente mata a Sardetti. De ahí en más su vida será una constante lucha a muerte contra las partidas policiales que lo persiguen para castigarlo y los gauchos que lo desafían para probar que son mejores que él: las circunstancias, las injusticias, el abuso han hecho que se transforme en un gaucho malo. 
            Luego de vivir como gaucho matrero, resistiendo y peleando, se escapa a una toldería india para evitar la persecución armada. Su relación con los indios es distinta a la que mantuviera Martín Fierro: el gaucho malevo compite con ellos en astucia. Es aceptado entre los indios como el mejor. El cacique Coliqueo quiere hacerlo “capitanejo” y casarlo dentro de la tribu (136). Este es un grupo de indios “amigos” del gobierno, que reciben raciones. En Martín Fierro, cuando Fierro y Cruz cruzan la frontera se van a vivir con indios hostiles al gobierno, que salen en malón para robar y saquear las poblaciones. Fierro vive junto a ellos por varios años. El viaje de Moreira, en cambio, es para encontrar “refugio” en los toldos por unos pocos meses.
            Moreira demuestra ser mejor jinete que ellos y el cacique indio le envidia su caballo y quiere comprárselo. Moreira les hace trampas a las cartas, les roba en el juego (roba a los ladrones). Finalmente los engaña, pelea con ellos, hiere a varios y escapa. Triunfa por encima de ellos y demuestra ser más salvaje (y mejor) que ellos. Ese es el único momento durante la novela en que Moreira roba; en las pulperías siempre tiene buen cuidado de pagar lo que consume. Es a él  a quien tratan de engañar y de robar. Así ocurrió con Sardetti, el gringo a quien había prestado dinero de buena fe y quiso estafarlo. La venganza contra Sardetti marca el inicio de su vida de gaucho errante, de matrero, de hombre fuera de la ley. Se “desgracia” al matar a Sardetti. Le impone su propia ley: una puñalada por cada mil pesos robados. Es la ley popular. El gaucho Moreira se hace justicia vengándose. Jamás el gaucho provoca gratuitamente: él es el provocado, el humillado, el traicionado. Sólo después se venga. Su venganza es infalible (excepto al final de la novela, cuando se le escapa su compadre Gutiérrez, quien, con engaños, se había apropiado de su mujer y su hijo). Su justicia es una “justicia poética”: el folletín compone lo que la práctica social ha destruido. Moreira siempre es el más fuerte. Durante la novela sus enemigos son cada vez más y vienen mejor armados, el gaucho crece ante las circunstancias adversas. Su personalidad fiera y combativa “remedia” los conflictos, propone una solución y una “cura” a los males que sufren los paisanos: Moreira los compensa por todos los daños materiales y morales recibidos de su sociedad injusta. El objetivo de Gutiérrez no es estético, su objetivo literario no es elevado: es una obra de literatura popular, su interés es ético.
            La literatura popular es un remedio para los males del pueblo. El lector sin cultura literaria, que es su público natural, busca remedios morales en sus páginas: ilusiones que compensen su agudo sentimiento de inferioridad, venganza justiciera que los consuele de las injusticias que sufren y de la impotencia que sienten ante una ley que no los proteje, sino que los ignora y los victimiza; afirmación de sus valores grupales: los hijos, la familia; catársis compasiva ante el destino del héroe, que no puede vivir en esa sociedad después de haberse hecho justicia, porque no hay lugar para él. Juan Moreira satisface con generosidad estas expectativas del lector de las clases populares.
            Martín Fierro, en cambio, mantiene una relación conflictiva y violenta con las otras subculturas que conviven con la cultura dominante en el territorio de la nación: provoca y mata a un negro y aprende en las tolderías de los indios lo inhumano de su forma de vida, su crueldad, su salvajismo. Fierro no puede ponerse por encima de sus circunstancias, Juan Moreira sí. Fierro vive defendiéndose, pero por lo general resulta víctima. Moreira triunfa por encima de sus circunstancias y jamás abandona su dominio, ni aún a cambio de su vida. Fierro tiene que exiliarse para sobrevivir, su vida es una vida de renuncias. La más grande y cruel es la renuncia a su nombre, a su identidad: su asimilación a la misma sociedad que lo había victimizado. Fierro se da por vencido, Moreira jamás. Prefiere morir y así lo dice, corteja y busca la muerte, y no le teme (162). Cuando Marañón le pide que escape a otros pagos, para salvar su vida, responde Moreira: “No puedo, mi patrón...Ya la vida me pesa y el día en que me maten, será el único día alegre que habré tenido. Si peleo no es ya para defender el cuero, como en tiempos en que podía vengarme. Ahora peleo sólo porque no digan que me han matado como un carnero; tengo que morir según mi crédito y ésta es la razón porque no me he dejado matar con las últimas partidas que me han venido a prender” (173).
            A pesar de los juicios de Lugones, recorre más el espíritu de lo épico el Juan Moreira que el Martín Fierro. Moreira lucha por algo más allá de él: su mujer y sus hijos; y por sus amigos-patrones: el Sr. Marañón, y el Dr. Alsina, por quienes se haría matar.[2] Moreira se hace justicia, compone el mundo a su manera. Crea su propia ley, domina su territorio. Es sentimental y bello: constantemente el autor lo describe reflexionando, meditando y llorando, lamentándose de su suerte y del abandono en que vive, de la separación de sus seres queridos, particularmente su hijo Juancito, que es el centro principal de sus preocupaciones. Dice el narrador: “Moreira solía tener sus horas de melancolía profunda. Pensaba en su mujer y su hijo y solía pasarse encerrado varios días en una pieza, donde se le sentía llorar. En esa situación, nadie se hubiera atrevido a dirigirle la palabra, temiendo su enojo. Entregado a sus tristes meditaciones, Moreira no se mostraba hasta que su melancolía había pasado por completo” (84).
            Su fuerza es sobrehumana: es un ser superior. La narración de Gutiérrez se concentra en la epopeya del héroe, en sus peripecias. Si bien la novela está basada en un drama policial real, y el narrador procede en un principio como un informante privilegiado, un buen periodista que cuenta la vida de un bandido, a medida que transcurre el folletín el personaje logra seducir cada vez más al lector por su fuerza melodramática. Gutiérrez crea una novela de personajes, y éstos son el centro de la trama y abarcan la totalidad del mundo representado. La vida del héroe tiene por objetivo colmar todas las expectativas del lector: sentimentales, heroicas, cognoscitivas. Todas, excepto las estéticas, puesto que no entran en el interés del público lector de folletines, ni parecen haber formado parte de las preocupaciones de su autor, Eduardo Gutiérrez.
            Hernández, en El gaucho Martín Fierro, se concentra fundamentalmente en el destino de Fierro, si bien el Sargento Cruz comparte por momentos el protagonismo de la narración. Hernández innova en el género gauchesco, que había sido hasta ese momento un género dramático, en el que prevalecían los diálogos cómicos, o relaciones cómicas de personajes gauchos. El destino de Fierro es trágico y el autor ahonda en las características psicológicas del personaje (Martínez Estrada II: 157-63). En La vuelta de Martín Fierro esto cambia y Hernández hace participar a todo un grupo de personajes, además de Fierro y Cruz: los hijos de Fierro, el viejo Vizcacha, Picardía, el hermano del Moreno. Transforma la narración del personaje Fierro, que sostenía casi toda la primera parte de la obra, en un cuadro dramático. Su descripción del mundo de los indígenas es devastadora: son crueles, brutales, inhumanos. Sus cuadros compiten con los de “La cautiva” de Esteban Echeverría en la presentación de la barbarie indígena (Echeverría 135-144). No ha aceptado en absoluto la lección antropológica humanitaria y polémica de Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios Ranqueles, 1870. Fierro no encontró alivio para sus males viviendo entre los indios, como uno podría haber supuesto, al terminar la primera parte de la obra. En La vuelta... descubrimos que cometió un gran error: allí, en los toldos de los salvajes, perdió a su amigo Cruz y observó los cuadros más brutales de crueldad humana posible, particularmente el mal trato a las mujeres y el asesinato del hijito de la cautiva. Al salir de las tolderías indígenas, después de cinco años, Fierro regresa a una sociedad parcialmente reformada. Visita sus pagos y allí se encuentra a un amigo que le dijo “...que anduviera sin recelo,/ que todo estaba tranquilo,/ que no perseguía el Gobierno,/ que ya nadie se acordaba/ de la muerte del moreno...” (248) Se entera que su mujer ha muerto en un hospital y se encuentra con dos de sus hijos, que le contarán sus vidas.
            Para Juan Moreira no hay cambio posible. Está dominado por sus instintos destructivos, y su destino es seguir peleando y matando. En los encuentros se comporta, más que como un gaucho acorralado, como un soldado valiente (como lo había sido el autor, Eduardo Gutiérrez), pelea contra grupos de policías armados o en duelos singulares. En Moreira sobrevive, por momentos, el espíritu guerrero caballeresco, como lo indica el narrador, después que el gaucho perdonara la vida al capitán de una partida: “La acción de Moreira, la serenidad que había demostrado durante la lucha y su acto generoso al darle fin, habían dominado, cautivado a los paisanos, cuya influencia cede a la del valor y mucho más si tal valor va aparejado a sentimientos nobles y humanitarios. Muchos de aquellos paisanos se hubieran sentido capaces de pelear como Moreira, pues aquel hombre no era una excepción de su hermosa raza. Pero tal vez ninguno de ellos hubiera encontrado en su corazón tanta grandeza para no matar al mozo, y tanto dominio para despedirse de él con un ponchazo”(119).
            Moreira es un valiente, y no teme al sacrificio, ni al dolor. Se sacrifica por algo más importante que su vida: su justicia, su venganza, su familia, su honor. Fierro, en cambio, se lamenta de su destino y desea sobrevivir. Se adapta a las circunstancias políticas del país para salvarse y cambia. Esto muestra la evolución literaria del héroe, su transformación sicológica. Fierro es un héroe de dimensión novelesca. Reconoce su realidad social, se autoanaliza con criterio realista. Moreira no: no cambia, sino que afirma su ser contra el devenir social. Nada hace vacilar su sentido de lo heroico. Poco significa para él perder la vida. Su vida, como la de tantos pobres, es un constante sufrimiento, un martirio, ve la muerte como una liberación. Moreira no cuida sus interes materiales, excepto su perro y su caballo extraordinario, envidiado por todos; no le importa demasiado su vida. Para Fierro, en cambio, es muy importante defender su vida. Al final de la segunda parte no trata siquiera de retener y defender a sus hijos. Lo único que puede ofrecerles son sus consejos, basados en sus propias experiencias de vida.
            Moreira se queda en su territorio, y sabe que eso a la larga le llevará a la muerte (escapar a Santa Fe o Córdoba, protegido por un caudillo político, era la vida). Lo hace para estar cerca de su hijo Juancito, y que los demás no le hicieran daño, temiendo su venganza. Moreira es temido. Es, en la acepción de la palabra, un caudillo territorial que lucha, de igual a igual, con la policía y el ejército, despreciando siempre cualquier ayuda: su individualismo es extremo, quiere ser hijo de sus propias obras. Fierro, si bien es propenso a bravuconear, y sabe defenderse, reconoce que no está bien pelear: provoca llevado por el alcohol y comete una gran injusticia al matar al negro.[3] Moreira jamás provoca porque sí: provoca para hacerse justicia o contra un enemigo superior, entrenado para pelear, como el cuerpo de  policía o el ejército. Siempre está en control de sí mismo, de sus fuerzas. Acepta su destino. Fierro, en cambio, busca cambiar, se autocritica (ante el hermano del negro, con quien paya de contrapunto) y reconoce que tiene crímenes que ocultar al cambiar de nombre. Dice el narrador en el final de la segunda parte de la obra: “Después a los cuatro vientos/ los cuatro se dirigieron./ ...convinieron entre todos/ en mudar allí de nombre./ Sin ninguna intención mala/ lo hicieron, no tengo duda;/ pero es la verdá desnuda,/ siempre suele suceder:/ aquel que su nombre muda/ tiene culpas que esconder” (348-9). Hernández dispensa de sus culpas a la sociedad (el sospechoso de culpas es el gaucho), reconoce que la política liberal lo eximirá de sus yerros del pasado, y su personaje comparte esta visión reformista con él. Debe el gaucho tener educación, trabajo, propiedad, derechos, dice (350). Ese será el fin del gaucho y de su cultura. Hernández le da su ultimatum.
            Pocos meses después, Gutiérrez lo resucita para la novela. Moreira es un gaucho de novela. De novela popular. Y Gutiérrez no le quitará al pueblo lo que le ha dado. No se arrepentirá de su personaje. Es más: colaborará con José Podestá, ayudando a fundar, de esta manera, el teatro criollo (Rojas II: 605-609). De ahí en adelante el gaucho mitificado admitirá dos destinos: el destino de claudicación, de asimilación, el destino liberal que le dió Hernández en La vuelta de Martín Fierro, y continuó Güiraldes en Don Segundo Sombra; o el destino inmortal de héroe impecable, hecho de la rabia de la voluntad popular, del espíritu de reivindicación y lucha del proletariado. Este último es el héroe de los ciclos populares que muere y renace, el héroe que sigue luchando, tal como lo presentó Gutiérrez en su Juan Moreira, y en las novelas que le siguieron: Juan Cuello, Hormiga Negra, El tigre de Quequén y Santos Vegas, entre las más exitosas (Prieto 59).
            Juan Moreira es un héroe paternal y paternalista, que se asocia a los caudillos y, como ellos, entiende que el orden social debe girar alrededor del poder del hombre fuerte. En la trama de la novela Moreira es siempre el personaje central. Las peripecias y aventuras de Moreira son una entretenida sucesión de desafios y luchas. Hernández, en la segunda parte de su obra, hacía a su personaje principal compartir su protagonismo con sus hijos y otros personajes, transformando la autobiografía del gaucho Fierro en la biografía de varios gauchos, en un gradual proceso de disminución de la significación y el valor del héroe individual en la obra. Si en la primera parte del poema Fierro se enfrentaba con su sociedad, en la segunda se rinde y se somete a ésta, aunque no deja de abogar por los derechos del gaucho, solicitando para él el lugar que le corresponde en la nación moderna, como hijo a quien también debe abrazar el estado liberal.
            Distinta será la visión del gaucho que nos dará Güiraldes, ya en los finales de ese ciclo narrativo de interés popular en el gaucho que se desarrolló en el siglo XIX, a partir de la publicación de las novelas de Eduardo Gutiérrez, y continuó en el XX. Con Güiraldes, la literatura culta y moderna, experimental, se apropia de su figura para legitimarla. En la versión del mundo rural de Güiraldes ya no aparecen indios, aunque el mismo Don Segundo es un hombre de piel oscura, y en la vida real, el gaucho que inspirara a Güiraldes, Don Segundo Ramírez, descendía directamente de antepasados indios por parte de madre (Previtali 21). La cuestión india ya no existía en 1926: en 1880 el General Julio A. Roca había tomado posesión en nombre del gobierno nacional del enorme territorio que ocupaban los indios: las famosas 15.000 leguas (Saldías III:131-138). En 1879 y 1880, fecha de publicación de La vuelta de Martín Fierro y de Juan Moreira, la lucha contra el indio formaba parte del imaginario de los gauchos y paisanos argentinos. En Don Segundo Sombra, en cambio, el campo es un lugar de trabajo pacífico (Ghiano 139-167). Se han perdido en él las condiciones originales que habían hecho posible la existencia del gaucho: la pampa libre, ilimitada, el rodeo de hacienda innumerable. La pampa, a principios del siglo XX, era un territorio cercado, dividido, alambrado, lo cual limitaba enormemente la libertad de movimiento. Había que utilizar caminos públicos o senderos internos, atravesando propiedades. En ese campo había estancias, establecimientos rurales donde se respetaba la ley (como se pone en evidencia cuando Fabio tiene una pelea a cuchillo en una estancia, y después de herir a su contrincante se va de la casa por haber ofendido a sus ocupantes [130-131]).
            Fabio quiere ser resero y dominar los oficios de la vida campestre: arrear ganado, domar, curar animales, hacer riendas (Previtali 158-169). Todo lo aprende de Don Segundo, el gaucho que le enseña a trabajar. Fabio ve a Don Segundo, que es un paisano trabajador y pacífico, como un ser ideal. Don Segundo es muy independiente, osco, solitario, fiel a la amistad de Fabio. Este último idealiza a su padrino y lo eleva a un nivel simbólico. Don Segundo representa al gaucho y su herencia, sus valores, que son la base profunda del ser nacional argentino. Don Segundo confiesa que en el pasado había tenido sus pendencias, pero que nunca había matado a un hombre (163). Esto lo pone a gran distancia de los otros héroes del ciclo gauchesco, particularmente Martín Fierro y los héroes de las novelas de Gutiérrez, para los que la lucha a muerte es la base de su sobrevivencia, el principal acto de defensa del yo y de resistencia frente al sistema injusto en el que viven. Don Segundo vive en una sociedad justa, en un campo pacificado, en una sociedad de trabajo en la que impera la ley, por lo tanto, el pelear no es necesario (excepto la lucha por la vida, por ganar el sustento) y el matar es un crimen. Tampoco Fabio mata, excepto al toro bravo que cornea a su alazán (117-119). La lucha contra el toro es un desafío individual, que se transforma en una versión bastante grotesca de un duelo a muerte. Fabio vence a la bestia, pero en la contienda se fractura un brazo. Está en constante proceso de aprendizaje y de cada experiencia saca lecciones afirmativas. Con su padrino aprende a domar, a arrear ganado, a “hacerse duro” (56). A diferencia de Martín Fierro y Juan Moreira, que viven en constantes situaciones de desilución y desengaño, Fabio es un personaje que crece, que progresa (en el buen sentido “nacional” del término: renuncia a ser pícaro pueblerino para ser un gaucho sacrificado primero y un estanciero próspero después): es el epítome de la nueva Argentina, pocos años después del Centenario, permeada aún por el espíritu de progreso liberal que la domina, confiada en su prosperidad, orgullosa de sus logros.
            El ambiente de trabajo permea obsesivamente el mundo de la novela. Güiraldes se detiene en la descripción del trabajo rural, duro, exigente, con morosidades de hablante lírico. Vierte en las descripciones su espíritu de poeta. Cincela la frase, seleccionando prolijamente las palabras. Cultiva originales metáforas e imágenes que dan a su narración una calidad literaria inusual. Güiraldes escribe en prosa artística, y elabora con cuidado los símbolos que sostienen el interés y la tensión de la narración: la lucha del gaucho contra la naturaleza, la personalidad emblemática de Don Segundo Sombra, la voluntad del muchacho de hacerse gaucho...Lo gaucho engloba todas las virtudes. Ser gaucho en 1926 ya no es una maldición, como lo era en 1872. El gaucho no tiene que sufrir los abusos y las injusticias. Es el asiento de la tradición y de todas las buenas virtudes nacionales. Es quien establece la continuidad del presente con un pasado heroico que modeló la personalidad de los argentinos.
            La novela es tanto un homenaje lírico al espíritu (ideal) del gaucho, como un canto liberal al trabajo. El campo argentino ha progresado, es un campo rico, aunque el criollo no ambiciona bienes materiales. Güiraldes separa aquí la personalidad noble, desinteresada, del criollo, de la personalidad adquisitiva, posesiva del inmigrante, del extranjero. Homenajea y exalta en el criollo las virtudes de la patria: Don  Segundo Sombra es un libro patriótico. El mundo del inmigrante, que aparecía en buena parte de la producción narrativa y teatral escrita durante los más de cincuenta años transcurridos entre la aparición de El gaucho Martín Fierro, 1872 y la novela de Güiraldes en 1926 (las novelas naturalistas de Eugenio Cambaceres, el teatro del uruguayo Florencio Sánchez, entre otros) y que tanto peso social y económico tenía en esos años de activa transformación nacional, queda excluido de Don Segundo Sombra. La novela es la otra versión de la patria, a contrapelo de la realidad social urbana que se vivía en Buenos Aires y en las grandes ciudades del litoral, transformadas por el influjo inmigratorio. Es la visión (oculta para el lector urbano) de la patria criolla, del mundo rural donde imperan el gaucho y sus valores.
            Al final de la novela el pueblero que se hiciera gaucho, Fabio Cáceres, se vuelve rico hacendado y escritor. La oligarquía criolla, en la persona de Güiraldes, sella su alianza con el criollo, con el gaucho, que se vuelve la base de sostén de la esencia nacional: la argentinidad, y se señala a sí misma como la representante autorizada y auténtica del sentir nacional y de los valores de la patria. Se da a sí misma un lugar en la nueva argentina, donde se modela una patria inmigrante, europea, como defensora de la patria criolla, de las tradiciones nacionales. Fabio Cáceres, el niño pueblero pícaro que había “descubierto” a Don Segundo y había elegido hacerse gaucho con él, entendiendo que lo gaucho valía más que la vida pueblera, al saber que ha heredado la estancia, a la muerte de su padre natural, se siente un traidor, cree haber traicionado el destino de tropero que había elegido. Don Segundo lo saca de su error: un estanciero rico no es alguien malo ni distinto a ellos, simplemente es rico, le dice (173). Explicación simple y contundente, por la cual el paisano acepta su condición de clase ante el señor.
            Hasta ese momento la vida en común de Don Segundo y de Fabio había sido movimiento: siempre estaban viajando, desplazándose de trabajo en trabajo. Seguían al ganado, eran ambulantes. Su única propiedad eran sus caballos y el dinero que ganaban con su trabajo o en las apuestas. Disfrutaban de su libertad y de su vida de reseros, nunca habían tenido problemas con la ley, siempre encontraban trabajo, y eran apreciados por su oficio. Fabio tenía educación letrada: había asistido varios años a la escuela del pueblo, antes de conocer a Don Segundo y decidirse a seguirlo. Una vez revelada su verdadera identidad de estanciero tiene que aceptar quedarse en la estancia de su tutor, hacerse sedentario. Como un gran sacrificio, también en esta etapa de su vida Don Segundo, su padre espiritual, lo acompaña. Fabio, el gaucho argentino, se hace amigo de Raucho, el hijo de su tutor, que era “un cajetilla agauchao”, un joven lector y culto. Raucho lo introducirá a la lectura de la gran literatura moderna europea.
            A diferencia de lo que observamos en Martín Fierro y Juan Moreira, la mujer está practicamente ausente del mundo de Don Segundo Sombra. Omisión muy especial, puesto que al ser la novela una idealización del mundo rural en su momento de desarrollo y de trabajo, cuando el gaucho argentino finalmente parece haber logrado un lugar en esa sociedad (y es probable que Güiraldes quiera probarnos eso), no encontramos al gaucho viviendo en familia. Muy distinto era el argumento del Martín Fierro, que Eduardo Gutiérrez sigue de cerca en su Juan Moreira, en que el gaucho era, en un principio, un ser sedentario, establecido en su rancho con su mujer e hijos. Esos gauchos tenían que hacerse matreros para defenderse de la justicia abusiva, que quería quitarles su propiedad y su familia. Efectivamente, Martín Fierro y Juan Moreira pierden a sus esposas que aman mucho, y a sus hijos. Lo mismo le ocurre al Sargento Cruz. Siempre aparece un Comandante que quiere quitarles lo que aman: su seguridad, su propiedad, su familia. El único recurso es la rebelión y la venganza, puesto que ellos son impotentes para cambiar las leyes injustas. Y a su vez la justicia se venga de su rebelión, persiguiéndolos y tratando de apresarlos o matarlos. Sin embargo, Martín Fierro encuentró su camino de regreso a una sociedad que lo rechazaba. No así Juan Moreira, que es por eso el epítome del gaucho rebelde y representa mejor el espíritu gaucho, en ese sentido, que Martín Fierro. Y, varias décadas después, cuando la pampa está pacificada, sin indios en pie de guerra, dividida en prósperas estancias, el gaucho no se interesa en formar familia. Tampoco tiene buena relación con las mujeres. Güiraldes indica la incomodidad de los gauchos, seres solitarios, oscos, ante el sexo opuesto, en bailes y en reuniones (67).
            Don Segundo no tiene familia estable, y el narrador, que cuenta o sabe muy poco del pasado del personaje, no dice que hubiera tenido mujer e hijos. Las mujeres que aparecen en la obra son seductoras, poco sinceras, y causan conflictos y peleas. Fabio tiene una pelea a cuchillo con el paisano Numan, que por suerte no termina en una muerte, por culpa de las coqueterías de Paula. Al final, Paula lo “traiciona”, desairándolo, por haber herido a su rival. Su amigo, Antenor, tiene un duelo con un forastero, por culpa de una mujer. Antenor lo mata, y es la única muerte que ocurre en la novela. Uno de los testigos del duelo aclara lo poco que valía la mujer; dice que pelearon: “...por una hembra que yo he conocido y que era una perra...” (164). Güiraldes nos presenta un mundo regido por valores y trabajos masculinos, en el que literalmente no hay lugar para las mujeres, excepto cuando Fabio se accidenta, y son las mujeres la que lo cuidan. Mujeres de servicio. Cuando las mujeres detentan autoridad, como sus tías, que lo tuvieron a cargo por varios años, la vida de familia se le antoja una prisión al personaje: las mujeres son beatas y no aportan nada a su vida. La mujer es vista como un peligroy una amenaza. Es quien puede privarlos de la libertad de movimiento del resero. No hay en la obra hombres que abusen de las mujeres, como lo hacían los Comandantes en las otras obras, ni indios brutales que las golpeen y las maltraten o les maten los hijos. Tampoco aparece en Don Segundo Sombra la mirada compasiva del personaje-narrador frente al destino sufrido de las mujeres.
            La sociedad de Don Segundo Sombra es una sociedad patriarcal, en que las tareas agrícolas se han transformado en un ritual de superioridad masculina, de prueba de resistencia, de destreza, de coraje pacífico. De proezas de a caballo. No hay en la obra conflictos políticos, como en Martín Fierro y en Juan Moreira, en que el problema del gaucho es un problema de mala política nacional, de arbitrariedad de la ley. Los accidentes que ocurren...son accidentes de trabajo, como el que sufre Fabio. Quien se resiste al triunfo completo del gaucho es la naturaleza y el ganado; el enemigo es el toro bravo que le hiere el caballo. El gaucho legendario Don Segundo Sombra se alía en el comienzo de la novela al pícaro adolescente pueblerino Fabio. Don Segundo, sin embargo, es sólo un resero. Es, en cierta forma, el “hijo” de Fierro, que se ha integrado a la propuesta de vida y de trabajo de la sociedad liberal, que le ha dado un lugar (especial) en su seno. Estos reseros son parte de un país rico, próspero y organizado. Don Segundo se ve a sí mismo como un ser folklórico: no es poeta como los gauchos de Hernández y de Gutiérrez, sino que cuenta cuentos gauchos y leyendas tradicionales, que se apoyan en mitos guaraníes y en la Biblia. Los personajes de estos cuentos maravillosos populares son gauchitos, paisanos, seres fantásticos. Güiraldes sitúa lo popular en un momento del pasado, con nostalgia. Don Segundo y Fabio, como Fierro y Moreira, gustan de reflexionar y meditar. La pampa los ha transformado en seres meditabundos. Es la madre de sus actitudes filosóficas. Porque el ser gaucho encierra una filosofía. Don Segundo es un filósofo solitario. Por eso no tiene familia. No la necesita. Ni la extraña. Para él lo importante es la reflexión y el soliloquio. Es parco, introvertido. No regala su saber. Tiene un solo discípulo al que se dedica: Fabio. A él le comunica el valor y el sentido de ser gaucho. Lo convierte a las cosas trascendentales de la patria.
            Don Segundo Sombra es un libro poético. Su narrador emplea una prosa poética en muchas ocasiones en que quiere comunicar estados emocionales intensos. Güiraldes fue poeta y prefirió el poema en prosa al poema en verso, como lo testimonia su libro El cencerro de cristal, 1915. Volcó su experiencia literaria en el Don Segundo Sombra. Las descripciones de la pampa y del trabajo ayudan al lector a formarse una imagen idealizada de ese mundo. La descripción lírica crea un halo de nostalgia y lejanía. El narrador-personaje, Fabio, idealiza la vida cotidiana, dotándola de un valor sublime. Güiraldes es un escritor consciente del valor de la palabra, busca la palabra justa.
            Eduardo Gutiérrez escribía de una manera muy distinta a la Güiraldes: a vuelo de pluma. En 1880, año en que apareció Juan Moreira, completó cuatro novelas. Sin embargo, Gutiérrez estaba muy lejos de ser un narrador desprolijo o descuidado. El ritmo de su prosa es ágil y ameno. El lector sigue su relato con interés y emoción. No trabaja la expresión como lo haría Güiraldes, educado en la escuela Simbolista, porque la efectividad de su modo de novelar no depende de la frase elaborada sino del interés de los hechos narrados. Sus maestros son los grandes escritores de folletines del siglo XIX: Sue, Dumas, Ponson du Terrail, quienes a su vez aprendieron su oficio de los grandes escritores románticos y realistas franceses (Rivera I). El narrador dirige la atención del lector hacia las escenas culminantes, que demuestran el valor del héroe, en particular los desafíos, las peleas contra las partidas, las escenas familiares, los soliloquios en los que el héroe se lamenta de sus desventuras. Gutiérrez no se detiene demasiado en la descripción de los paisajes. Su narración es de ritmo ágil, el transcurso temporal es flúido y se va acelerando a medida que se aproxima el desenlace, manteniendo el interés del lector. Crea constantemente situaciones de suspenso, en que si bien el lector sabe que el héroe saldrá vencedor, aguarda con interés el resultado del conflicto. La relación entre el drama de su mundo familiar (la separación de su mujer e hijo y el peligro que éstos corren) y su decisión de vengarse por las injusticias sufridas y luchar hasta la muerte, crean un contrapunto entre la suerte del héroe, en constante deterioro, y el crescendo de la lucha, cada vez más encarnizada.
            Moreira progresa hacia su sacrificio, y él lo sabe, dotando a la trama de fuerza patética y trágica. El héroe asume su sentido melodramático, entregándose a sus lamentos y quejándose de su destino, sin renunciar a su derecho a luchar. El héroe llora, se refugia en el cariño y la compañía de sus animales: el caballo y su perro “Cacique”, trata de acercarse, con poco éxito, a su mujer y su hijo. El héroe resiste y lucha, las fuerzas que van a destruirlo se multiplican. Finalmente, cuando cae, en el prostíbulo “La Estrella”, donde ha ido a pasar unos días de placer acompañado de su fiel amigo Julián Andrade, el sacrificio de Juan Moreira tiene fuerza existencial: se ha defendido denodadamente, luchando para vengarse y hacerse justicia, sin importarle el riesgo de su vida. Muere peleando, en su ley. El solo contra la fuerza pública. En el momento en que lucha el personaje deja de ser un héroe de la vida privada: se transforma en un representante de todos aquellos que sueñan defenderse de las injusticias y castigar a sus ofensores. Moreira no es un defensor de pobres, no es un paladín de la justicia: es un vengador y un luchador incansable. Lucha contra la ley injusta y contra la fuerza del estado opresor. Pero comete excesos, tiene instintos asesinos. No es un héroe ejemplar porque es un gaucho matrero. Pero cuando cae nos conmovemos, porque nos sentimos ante él como ante la figura del condenado a muerte que retrataba la literatura romántica: su vida es un canto a la libertad (Espronceda, “El reo de muerte” 28-30). El héroe se compromete consigo mismo y asume su diferencia hasta el final. El no es como los otros seres humanos corrientes: es más hermoso, más valiente, más diestro.
            Gutiérrez no necesitaba, para desarrollar con éxito esta trama, utilizar otra prosa que la prosa comunicativa y llana de los narradores de novelas populares, de melodramas y folletines. Su arte depende de la concepción del personaje, de la manera como presenta a éste al público lector, del armado de la trama, del tiempo narrativo y del desenlace. Su éxito se debió a que había creado un héroe verdaderamente popular. Por eso, literalmente, el lector del pueblo siguió a los héroes novelescos de Eduardo Gutiérrez, haciendo posible numerosas ediciones de sus obras, en particular Juan Moreira. Gutiérrez supo crear una nueva relación entre el escritor de novelas y el público lector del país. Cuando ya Hernández había sacado al héroe de su ciclo de enfrentamiento y rebeldía para hacerlo regresar al seno de la sociedad liberal, Gutiérrez lo restituye al imaginario popular, y lo proyecta al mundo familiar de la novela y al teatro criollo (Prieto 56-63).
            La trama de Don Segundo Sombra, de lento desarrollo, necesitaba en cambio de su lirismo, pues en el libro las aventuras del personaje se reducen a los episodios de su vida de resero, en la que predominan los intereses del trabajo, sin faltar momentos de recreación. Pocas cosas extraordinarias ocurren y no todas afectan a Fabio o a Don Segundo. El duelo a muerte entre Antenor y el forastero, por ejemplo, no los involucra, Don Segundo y Fabio sólo son espectadores y testigos. Güiraldes quiere atraer al lector culto, que es su público natural; no dirige el libro al lector del pueblo, ni mucho menos a los habitantes del campo, a quienes seguramente no parecerían interesantes los trabajos sufridos del tropero, que conocían tan bien. En su libro no hay héroes que personifiquen los anhelos populares de venganza y justicia. El narrador de Juan Moreira era un periodista de crónicas policiales, advertido del gusto del pueblo; en Don Segundo Sombra el narrador es Fabio, un pícaro pueblerino que después de hacerse gaucho junto a Don Segundo, se hace escritor junto a Raucho. Escritor y estanciero, miembro de la oligarquía terrateniente argentina. Es éste el que narra: un narrador interesado en el valor que el gaucho esencial tiene para la argentinidad, para el sentido de lo nacional, por el que su clase se preocupa. Fabio, también, aprende de Raucho, el “cajetilla agauchado”, a amar la literatura. Escribe su visión del gaucho desde la literatura y para la literatura. Para los lectores interesados en la literatura, que sienten nostalgia por el gaucho, que buscan asentar el sentido de lo nacional en un símbolo, en un mito perdurable, que refiera la patria al origen perdido.
            Hernández, en las dos partes del Martín Fierro, leyó al género gauchesco desde una perspectiva muy distinta a la que asumiría Güiraldes varias décadas después. Hernández entendió que los escritores del género que lo habían antecedido, en particular Ascasubi y del Campo, había visto al gaucho desde una distancia crítica. Como personaje popular de clase baja, lo consideraban un individuo cómico. Los lectores de la gauchesca, hasta ese momento, eran individuos de las clases cultas de las ciudades, que disfrutaban las sátiras políticas con personajes gauchos (como las composiciones de Hilario Ascasubi) y las sátiras literarias ingeniosas (como el Fausto de Estanislao del Campo). Hernández, como lo demostró Prieto, cambió la intención del género: lo dirigió hacia el lector popular, hacia el campesino, hacia el gaucho (Prieto 87-90). Su deseo era que el campesino se reconociera a sí mismo en el personaje y eligió la primera persona para contar su vida. Así el personaje entra en la conciencia del gaucho. Descubre que la voz (literaria) del gaucho puede servir para alumbrar su conciencia (histórica), mostrar sus preocupaciones y su mundo mental (Dorra 95-105). Hernández busca fundirse en su personaje, como lo advierte en el prólogo a El gaucho Martín Fierro (105-107). Imita la forma de payar del gaucho, su lenguaje, aún su manera de pensar y de hilar las ideas, no siempre de forma lógica. Trata de hacer una copia “al natural” del tipo humano. Su sentido de observación fue más agudo que el de Hidalgo, Ascasubi, Lussich y del Campo. Necesitaba crear un personaje verosímil. El recurso a lo cómico había eximido a Ascasubi o a del Campo de esa necesidad. El éxito de la empresa de Hernández dependía de su habilidad para lograr un personaje gaucho creíble. Una vez alcanzado esto, el personaje tenía que entrar necesariamente en la trama novelesca. Y hacia allí lo dirigió Hernández. Entendió que el gaucho podía tener valor literario como personaje “serio” en la literatura, además de su sentido como personaje cómico, satírico, que habían desarrollado Hidalgo, Ascasubi y del Campo.
            Ascasubi había demostrado un talento singular para la sátira política. Con sus personajes gauchescos creó un tipo de sátira política “criolla”. Hernández le dio un sentido nuevo a lo político: se identificó con su personaje, el gaucho, y se “comprometió” con él. No se ocupó de la gran política nacional, tal como lo había hecho Ascasubi al presentar, en Paulino Lucero, en su modo crítico y burlesco, las luchas contra la dictatura rosista, sino que describió la manera en que la política nacional afectaba al ciudadano del campo, al gaucho, que era en la mayoría de los casos un miembro marginado de la sociedad civil, a quien la mala política del gobierno había transformado en un paria. Hernández nos cuenta las peripecias que sufre la vida del gaucho como consecuencia de su relación con la ley (injusta) y el estado (opresor). Martín Fierro es un gaucho perseguido y castigado. Mantiene una relación pasiva frente a la política: la sufre, es su víctima. Logra mostrar que la ley y la justicia no tienen sentido para el gaucho, que queda excluido de la sociedad. La sociedad lo usa (injustamente) y luego lo margina. No le da derechos, ni libertad, ni educación. El gaucho no puede guardar su propiedad porque se ve obligado a escapar de la persecución del ejército (es desertor), de la policía (ha matado a dos hombres), de los políticos y los jueces (codician su voto, su mujer y su propiedad). Hernández muestra las consecuencias negativas de la vida política nacional: su gaucho ya no puede identificarse con las grandes luchas de la patria (como la asumían los gauchos de Hidalgo), ni luchar por defender la patria de la tiranía (como los de Ascasubi).
            El gaucho, para Hernández, queda excluido de la patria: se ha abierto un abismo histórico y social entre el gaucho y la patria. El gaucho no forma parte de la nación, no puede vivir en paz con su familia: le roban su felicidad conyugal. Es un paria, uno de los excluidos de la sociedad liberal.Tiene que escapar y convivir con los indios del desierto, en la esperanza de que allá estará mejor que entre los “civilizados”. En la primera parte de la obra, El gaucho Martín Fierro, 1872, Hernández acusa al gobierno y defiende al criollo. En la segunda parte, La vuelta de Martín Fierro, 1879, modifica su postura ideológica: el gaucho regresa del desierto, su vida con los indios ha sido un horror, todos sus hijos han sufrido igual (mala) suerte, pero las cosas “han cambiado” y deciden todos confiar en la sociedad, que parece ahora lista para recibirlos en su seno, a condición de que cambien “el nombre”, su identidad, para ocultar “sus crímenes”. Se arrepienten los gauchos, la sociedad no. Del momento en que Fierro y Cruz escaparon al desierto al momento en que regresaron a la “civilización” algo había pasado en la sociedad argentina, que sin haber reconocido sus faltas era capaz de aceptar a sus hijos negados. O fue Hernández quien modificó su forma de pensar y creyó que los crímenes del estado liberal ya no eran tan graves.
            En 1872, cuando apareció El gaucho Martín Fierro, gobernaba el Presidente Sarmiento, su gran enemigo. Hernández había regresado a Buenos Aires después de haber participado el año anterior en la fallida revolución del General Ricardo López Jordán contra el gobierno de Sarmiento, y de haberse exiliado en la Banda Oriental del Uruguay luego de la derrota (Chávez 78-89). En 1879, cuando publicó La vuelta de Martín Fierro, gobernaba Avellaneda, asistido por su Ministro de Guerra, el General Roca. La situación política había cambiado hacia 1875: si bien las fuerzas políticas del antiguo federalismo, al que había apoyado Hernández, declinaban rápidamente, el Presidente Avellaneda mantuvo una política de conciliación nacional. En 1877 Hernández militaba en el Partido Autonomista; en 1879 el activo periodista militante compra la Librería del Plata y vive con su familia en su quinta de Belgrano, a las afueras de Buenos Aires; en 1879 es elegido diputado provincial en la legislatura bonaerense; sería reelegido en 1880; en 1881 es elegido senador provincial (Chávez 132-133). José Hernández ya podía participar abiertamente en la política institucional del país. En 1880 se resuelvió la difícil cuestión de la Capital de la nación, designándose a Buenos Aires como Capital y federalizándose una parte de su territorio. Hernández apoyó la capitalización de Buenos Aires, sumando su voz a la de muchos liberales, en contra de las aspiraciones de los federalistas.
            Si Hernández cambiaba sus ideas políticas, también cambiaba la política nacional. Ya habían sido superados los gobiernos del General Mitre y de Sarmiento, que habían combativo activamente las insurrecciones federales, en particular la del Chacho Peñaloza en La Rioja y la del General Ricardo López Jordán en Entre Ríos. En 1870 el General Urquiza había sido asesinado. El General Roca había dirigido en 1879 la Campaña del Desierto, destinada a tomar todos los territorios ocupados por los indios al sur del país; la exitosa campaña concluyó la cuestión indígena desde la perspectiva del gobierno nacional: los indios, que habían vivido en pie de guerra, tuvieron que someterse a la voluntad del gobierno, quien se apoderó de más de 15.000 leguas de terrenos que estos ocupaban. Al año siguiente el General Roca sería elegido Presidente de la Nación e iniciaría una nueva era político-administrativa de progreso concertado en la Argentina. El cambio de posición política de José Hernández, con respecto a la cuestión del gaucho, en la segunda parte del Martín Fierro fie el resultado de estos rápidos cambios ocurridos en la política nacional argentina y de los cambios ocurridos en la vida del poeta, quien pasaba a ocupar un papel activo en la política institucionalizada, y asumía una posición más liberal que la que había mantenido en 1872, después de haber militado en el levantamiento de López Jordán.
            Al final de la primera parte del Martín Fierro, los gauchos Fierro y Cruz habían tenido que adoptar una solución desesperada, escapando a territorio indio, huyendo de la “civilización”; en la segunda parte Hernández hizo que Martín Fierro regresara del desierto, demostrando que la solución había sido peor que el problema, y al final de la misma encuentra otra solución para sus gauchos: separarse e integrarse al seno de la sociedad con nuevas identidades. El personaje recorre alegóricamente una trayectoria paralela a la del poeta, que en su rebeldía antisarmientina escapó al Uruguay, para después regresar a Buenos Aires, y ante el clima conciliatorio de la política de Avellaneda, integrarse a la vida política nacional con una posición política más moderada. Hernández cuenta los males de su sociedad, y a pesar del cambio de sus “soluciones” políticas, establece un puente de comunicación con sus lectores. Logró conquistar, nada menos, que al público lector de las campañas: el libro se leía en las estancias y en los pueblos (Prieto 52-5). Un fenómeno inaudito. Los gauchos leyendo. O en todo caso: interesados en que les leyeran (casi todos eran analfabetos) la vida de Martín Fierro.
            Los campesinos se reconocieron en el personaje, lo encontraron verosímil, creíble. Se identificaron con el gaucho perseguido, valiente y cantor. Sintieron, seguramente, que les hablaba a ellos. Hernández logró captar efectivamente la manera de hablar, de sentir y de pensar del gaucho. Hecho extraordinario, pues aunque había vivido entre ellos en su niñez, era una periodista profesional y no un gaucho de la pampa. Su experiencia infantil tiene que haber sido decisiva para entender e interpretar el mundo espiritual del gaucho. Fue un apredizaje efectuado desde “adentro” del mundo rural, y no desde “fuera”, si no no habría resultado verosímil. Y luego, por supuesto, su don artístico Su don poético que le permite captar intuitivamente el mundo del campo y vertirlo en creativas y sentidas imágenes. Hernández logra una gran hazaña literaria: cantar y contar como los gauchos. Los gauchos no hablaban “en broma”, como los personajes de Ascasubi y del Campo. Tenían su sentido del humor, pero como cualquier grupo humano, se tomaban a sí mismos muy en serio. Vivían su vida y sufrían su destino. Hernández, en su trama, desenvuelve el drama de sus vidas. Encuentra, además, un argumento ideal: la historia del gaucho perseguido injustamente, contada por él mismo. Es la historia individual de Martín Fierro, pero refleja la suerte que sufrían muchos gauchos en la campaña. Demuestra el abuso de autoridad, al atacar la justicia a un ser desprovisto de poder, al que se le niegan sus derechos.
            En Hernández, a pesar de su aparentemente escasa experiencia literaria antes de escribir El Gaucho Martín Fierro, se da un fenómeno especial: habiendo escuchado el habla de los gauchos y payadores, sus expresiones y sus metáforas, sus numerosas y originales comparaciones, y su “cantar” en verso, Hernández logra en el discurso poético una expresión sintética, conceptual, totalmente acomodada al asunto que trata. El empleo de la primera persona lo guió en la descripción mesurada y parca de ambientes y personajes, rasgo feliz del poema, que lo alejó del alegato costumbrista en que habían caído Ascasubi y del Campo. El criterio que rigió su decisión no fue estético, a pesar de haber logrado una gran obra literaria. Fue ético: la fidelidad al gaucho, en la cual insiste en su prólogo. Sin duda, que al serle fiel al gaucho histórico, también le fue fiel a su asunto poético.Esto último era algo secundario para el poeta, aunque no para nosotros, sus lectores. Hernández creyó haber logrado su éxito por el sincero compromiso moral que asumió frente al gaucho. El cantaba opinando, no cantaba por cantar, como los cantores letrados. Sin embargo, no deja de admirar a sus lectores  la delicada expresión en verso que logra el poeta, sus comparaciones felices. También nos conmueven los valores espirituales que demuestran los personajes: la compasión de Martín Fierro hacia su mujer y sus hijos, su sentido de la amistad, el diálogo del héroe consigo mismo, el compromiso que asume frente a su destino.
            El poema narrativo depende tanto de la felicidad de su trama, como de la fuerza de su lenguaje. Hernández empleó en su obra un lenguaje estilizado de acuerdo a los usos coloquiales gauchescos.[4] El verso estilizado de Hernández no respondía a las corrientes literarias más influyentes en 1872, no es ni romántico, ni realista, ni folklórico: estiliza su lenguaje imitando la manera de hablar de los gauchos, es una transposición del modo en que cantaban los payadores (Rama 200-21). Su método de trabajo se parece más al que emplearían los escritores naturalistas varios años después.
            Sabemos que los gauchos gustaban de contar y de cantar su vida, especialmente los gauchos malos, que mitificaban su persona; así lo testimonia Sarmiento en el Facundo, cuando habla del gaucho cantor (Facundo 92-93). El gaucho cantor no empleaba modelos cultos, era un cronista de sucesos de la campaña (Slatta 69-90). No es tan sorprendente entonces que Hernández, el periodista político, el cronista, haya sido capaz de este hallazgo: Martín Fierro hace una crónica de su vida, tal como lo hacían en la pulpería los gauchos cantores. Gran parte del encanto del poema surge de su carácter moderadamente testimonial; si el poema no hubiera sido una imitación bastante fiel de las narraciones de los “gauchos cantores”, no hubiera interesado al público de la campaña como lo hizo. Hoy en día, puesto que el gaucho ya no existe más como tipo social, tendemos a atribuirle todo el mérito a la invención de Hernández; él mismo no hubiera admitido esto, como lo advierte en su prólogo (Martín Fierro 105-7). No hay duda que Hernández tenía muy buen oído. Su compromiso de periodista lo llevó a mantener una fidelidad naturalista hacia la materia del poema. Y captó el habla y la agonía del gaucho en el momento justo, transformando su obra en el canto del cisne. El gaucho, en su obra, canta para morir. Al final del Martín Fierro el gaucho ya no existe: se ha integrado al seno de la sociedad nacional, aprenderá luego a leer y trabajar, ha dejado de pelear. Si reaparece, sólo será como una sombra, como un mito, como un ser sumergido en la conciencia histórica nacional. Así lo rescatará Güiraldes en su Don Segundo Sombra. Allí ya no es el gaucho el que canta, sino que es un canto al gaucho, un canto al trabajo rural y a la patria liberal, a la que aplaude la oligarquía argentina. Don Segundo no canta, cuenta cuentos folklóricos, es un ser del pasado que rescata el narrador, Fabio, que no era un gaucho en el comienzo de la obra: era un pícaro pueblerino que quería hacerse gaucho y lo logró.
            En Martín Fierro el gaucho canta por última vez: canta en la literatura. Al pasar a la literatura se pierde el canto que habrá animado la vida de los fogones. El Martín Fierro tiene la virtud -- gracias a la fidelidad naturalista de Hernández, fidelidad de periodista genuino, de individuo acostumbrado a transcribir los hechos y las voces (había sido taquígrafo del Congreso federal en Paraná) y de militante político valiente y apasionado -- de haber preservado, recreado por el autor, el espíritu de los singulares dones poéticos de los cantores gauchos. Muerto el canto del gaucho rebelde, nace la epopeya del héroe gaucho, tal como lo recoge Eduardo Gutiérrez para el pueblo y para la literatura popular. No para la gran literatura. Y con él se desarrolla el fenómeno de una literatura popular adaptada a los nuevos tiempos, de una literatura de masas para la nación moderna. Gutiérrez interpreta los anhelos de los nuevos argentinos: la nación de inmigrantes europeos que llegaban al suelo patrio y de hombres del campo que se desplazaban a las ciudades, para encontrar su lugar en un nuevo espacio aún por definirse: el conglomerado urbano latinoamericano, la ciudad en que conviven los barrios “bien” de las clases acomodadas y los inquilinatos, los “conventillos”, de los pobres. Y les da a estos nuevos lectores aventuras, aventuras de personajes criollos, argentinos, que, como ellos, luchaban. Sus folletines reflejan la lucha por la vida, la lucha a brazo partido por sobrevivir. Sus personajes contagian a sus lectores con su valentía y sus ganar de luchar, expresan ese espíritu invencible de las masas populares, que no se arredran ante los obstáculos ni las derrota el sufrimiento, que en cada empresa que inician muestran coraje y capacidad de sacrificio. El espíritu del pueblo vive en Juan Moreira.
            Juan Moreira abre un espectro nuevo de lectura: el de la novela nacional popular, la literatura criolla para masas. Nace separada de la otra gran vertiente, la literatura culta. Sólo el Martín Fierro, por las condiciones peculiares de su producción, había podido abarcar ambos campos, y se convierte en un fenómeno literario mayor, que ha transformado a su autor en el clásico preferido de la literatura argentina. Juan Moreira logró hablar al público no educado del país, al mismo público que asistiría poco después a las funciones del circo criollo de los hermanos Podestá, para presenciar la vida de Juan Moreira.
            Las aspiraciones de las masas y la búsqueda simultánea de lo nacional llevaría a la literatura y a la cultura política argentina por un nuevo camino, que captaron bien, aunque mostrando alarma y exhibiendo sus prejuicios, los ensayistas y pensadores de fin de siglo, como José María Ramos Mejía, Ricardo Rojas y José Ingenieros (Soler 41-66). Como ocurrió durante la época de la dictadura rosista, los intelectuales argentinos de fin de siglo sabrían interpretar el conflicto político nacional, si bien se encontraron con un presente intelectual muy conflictivo y diverso. Y a diferencia de los intelectuales de la Generación del 37, cuya obra precedió y anticipó la creación artística del estado liberal, durante el fin de siglo el arte nacional antecedió la interpretación intelectual, de tal manera que estos ensayistas se encontrarán con una nutrida obra cultural sobre la que meditar, mientras se aproximan los cien años de vida del estado argentino.
             
           

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[1]  Lucio V. Mansilla presenta en su libro la historia de Miguelito, el gaucho que, perseguido por la justicia, se fue a vivir entre los indios. Mansilla pone la historia en boca del mismo Miguelito, que se transforma en un narrador encuadrado dentro del relato, hablando de su propia vida en primera persona. Miguelito es un héroe serio y trágico en el relato de Mansilla, quien hace por medio del personaje una activa defensa de los derechos del gaucho (144-166).
[2] Moreira oficia de guardaespaldas del Dr. Alsina. Este pretende pagarle por su servicio y Moreira rechaza el dinero. El Dr. Alsina queda impresionado por este rasgo de nobleza y le regala el magnífico caballo que usa Moreira. Le dice el gaucho: “--Si alguna vez me cree útil, si mi cuerpo puede servirle alguna vez de defensa, mándeme avisar no más, patrón, que yo vendré, aunque sea del fin del mundo; disponga de mi vida sin embozo, porque desde hoy soy cautivo de sus prendas” (86).
[3]  Dice Fierro: “El hombre no mate al hombre/ ni pelee por fantasía./ Tiene en la desgracia mía/ un espejo en que mirarse./ Saber el hombre guardarse/ es la gran sabiduría.” (347) En cambio, afirma Juan Moreira: “Mi vida...es pelear siempre con todas las partidas y matar el mayor número de justicias que pueda, porque ellos me han hecho todo el mal que he recibido en la vida, y por la justicia me veo acosado como una fiera dondequiera que me dirijo.” (202)
[4] En la narrativa en prosa el uso del lenguaje estilizado no tiene el mismo peso que en la narrativa en verso. La prosa lírica que emplea en numerosas ocasiones el narrador de Don Segundo Sombra es una prosa experimental y vanguardista, escrita en un estilo bello y elevado, buscando adjetivos llamativos y metáforas originales. Gutiérrez en su Juan Moreira no necesita de una prosa artística y autoconciente para hacer vivir a su personaje.


Publicado en Alberto Julián Pérez. Los dilemas políticos de la cultura letrada. Buenos Aires: Corregidor, 2002: 205-238.

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