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sábado, 17 de febrero de 2024

Lavardén y el neoclasicismo

                                                                Alberto Julián Pérez 

En 1801, el poeta rioplatense Manuel José de Lavardén (1754-1809) publicó su celebrada oda “Al Paraná” en el primer número del periódico Telégrafo Mercantil, en Buenos Aires(Molina 159-186).

El poeta era hijo de Juan Manuel de Lavardén, un abogado al servicio de la administración colonial (Arismendi, “Manuel José de Lavardén”). La reciente creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, con capital en Buenos Aires, había posibilitado el desarrollo de un nuevo sector social. A diferencia de los antiguos criollos, que habían hecho fortuna como hacendados y propietarios feudatarios de grandes campos, en una economía basada en el trabajo servil indígena semi-esclavo y en el trabajo de esclavos negros, durante los largos siglos que ya duraba la colonización en la región, este nuevo sector criollo se ocupó principalmente de la administración colonial y el comercio (Maggio Ramírez, “El Comercio como signo de civilidad...”, 87-104).

Las élites criollas tenían acceso, gracias a su fortuna, a la educación universitaria. En el extenso nuevo Virreinato del Río de la Plata, que comprendía los territorios que hoy integran Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia, solo había dos universidades, en Chuquisaca (hoy Sucre) y en Córdoba. El poeta Manuel de Lavardén estudió abogacía en Chuquisaca y continuó su preparación universitaria en Granada, Toledo y Madrid, en la península ibérica. Ya de regreso al Río de la Plata, trabajó como abogado. Fue socio comercial de Tomás Romero, un poderoso empresario ganadero y traficantes de esclavos. Durante las invasiones inglesas, fue designado auditor de guerra.

La segunda mitad del siglo XVIII había traído numerosos cambios en la vida de la región. En 1750 España firmó con Portugal un tratado de límites en Madrid. Según este tratado, los territorios que en esos momentos ocupaban las misiones jesuíticas en el Río de la Plata quedaban en manos de Portugal, y Colonia del Sacramento pasaba a poder de España.

Las misiones se habían establecido en la zona a principios del siglo XVII. Los padres jesuitas habían realizado un importante proceso de conocimiento e integración étnica y lingüística entre la cultura española y la cultura nativa de los indios guaraníes en sus misiones. Convivían con los indígenas y conducían su vida diaria en idioma guaraní. Inauguraron escuelas, les enseñaron oficios, introdujeron herramientas de trabajo para el cultivo de los campos, fundaron iglesias. Los indígenas de las misiones se autogobernaban (Quarleri 89-114).

En cada misión habitaban unos 5000 guaraníes. El Rey les permitió a los padres tener su propio arsenal de guerra para que los indígenas pudieran defenderse de los ataques de las bandas mercenarias de Bandeirantes, que llegaban del Brasil. Estas atacaban las misiones y se llevaban a los nativos prisioneros, para venderlos como esclavos a los terratenientes de San Pablo. En Brasil, la monarquía autorizaba esclavizar tanto a los negros africanos como a los indígenas. En los territorios españoles, teóricamente, los indios guaraníes no podían ser esclavizados. La corona los entregaba a encomenderos y terratenientes españoles y criollos para el servicio personal, que era en la práctica una forma disimulada de esclavitud, pero no poseían la propiedad del indígena, ni podían venderlo legalmente. Los indígenas eran obligados a trabajar para ellos sin compensación alguna el tiempo que estos decidieran.

La cesión del gobierno de España de esa zona, ocupada por las misiones, a los portugueses, implicaba una amenaza evidente a la libertad y autonomía de los nativos. Les informaron que los territorios pasarían a manos portuguesas y podían permanecer allí y aceptar a los nuevos amos, o dejar sus ciudades, que habían habitado durante 150 años, e irse a otra región. Los guaraníes se negaron a obedecer. El gobierno de la Corona española envió un ejército e intentó ocupar el lugar por la fuerza. Los indígenas resistieron. En 1754 la situación degeneró en una guerra abierta entre los indios guaraníes y el gobierno colonial. Los guaraníes se apropiaron del arsenal de guerra de las misiones y lucharon con valentía. Los españoles retrocedieron y tuvieron que pedir ayuda a sus rivales políticos, los brasileños, para poder derrotarlos. Los atacaron con un ejército combinado español-portugués. En 1756, luego de una masacre de indios, la guerra terminó. Los españoles entregaron las misiones a los portugueses y los indígenas sobrevivientes escaparon a la selva.

Los padres jesuitas habían salido de las misiones antes del comienzo de la guerra, por orden de su superior, pero las autoridades españolas consideraron a la orden responsable de la resistencia indígena. No era la primera vez que los jesuitas se enfrentaban con la administración colonial. Habían establecido las misiones en el interior de la selva, lejos de los centros del poder colonial, como entes relativamente autónomos. El poder civil y militar los había visto siempre como una amenaza y una competencia. Los terratenientes criollos feudatarios, que se beneficiaban del trabajo servil indígena, resentían su poder sobre los nativos. Los ataques de los Bandeirantes contra las misiones en busca de esclavos habían sido promovidos por los terratenientes de San Pablo, con un acuerdo tácito de los propietarios criollos paraguayos, que rehusaron defenderlas.

La guerra de la Corona contra los indígenas, y la posterior persecución a la orden jesuítica, que fue finalmente expulsada de los territorios españoles en 1767, trajo consecuencias imprevistas, desde una perspectiva cultural, para el Río de la Plata. Los jesuitas se habían transformado, en su larga convivencia con los guaraníes, en notables lingüistas, antropólogos, etnólogos, naturalistas e historiadores. La orden les exigía a los padres anualmente completar informes y estudios sobre su labor, las Cartas anuas, que varios de ellos emplearon como base para escribir textos más extensos y ambiciosos. La orden creó en las misiones sus propias imprentas y publicaron en ellas todo tipo de documentos y libros, en español y en guaraní.

La experiencia de convivencia de los padres con los indígenas los llevó a mantener una posición crítica sobre la violencia de la conquista militar y la agresión contra la cultura y las costumbres indígenas. Sus obras son un discurso crítico, un contradiscurso, a los textos de la conquista que escribían los militares y civiles residentes en las ciudades del Río de la Plata para celebrar el poder español. Este contrapunto de voces había creado un saludable discurso crítico y enfrentamiento dialéctico a favor y en contra de la conquista militar, en obras como La Argentina manuscrita, 1612, de Ruy Díaz de Guzmán, apologética de la conquista, y Conquista espiritual, 1639, del padre Antonio Ruiz de Montoya, que contraponía el modelo cristiano de convivencia de los religiosos y los indígenas en las misiones, a la forma violenta y represiva de dominación y control que empleaba el ejército contra los pueblos nativos, denunciando el genocidio español de las culturas nativas (Pérez, La literatura de la conquista... 17-66; 179-230).

La orden jesuita, además de esto, se había hecho cargo de la educación media y universitaria en el virreinato. Fundaron colegios en varias ciudades y dos universidades, las únicas que existían en Río de la Plata, en Chuquisaca y en Córdoba. Se habían comportado durante dos siglos como educadores eficientes, con una posición intelectual abierta a las nuevas corrientes del saber. Su expulsión significó la pérdida de todo este enorme aporte y bagaje intelectual y educativo.

El virrey ordenó a la Orden Franciscana hacerse cargo de los establecimientos dejados por la orden, pero es evidente que un personal educativo ya formado y de excelencia no podía ser reemplazado fácilmente. La destrucción de todo ese capital cultural, en una sociedad estamental como la del Río de la Plata, implicaba un gran retroceso. La monarquía absoluta trataba de mantener un control total sobre la población civil. La organización social de los grupos criollos y el pueblo bajo reproducía la situación de injusticia social y abuso reinante en todo el imperio. Era una sociedad autoritaria y racista, gobernada a través de órdenes estrictas y edictos policiales.

Buenos Aires no tenía imprenta y, poco después de la creación del nuevo Virreinato, en 1780, las autoridades se apropiaron de las prensas dejada por los jesuitas en Córdoba e inauguraron la Real Imprenta de los Niños Expósitos, su primera imprenta.

A pesar de sus privilegios y fortuna, y de su posición social sólida, los criollos debían rendir cuenta a las autoridades de todas sus actividades y pedir permiso y obtener su autorización para publicar. El gobierno de la Corona vigilaba sus actividades. Esta fue seguramente la causa principal que demoró el inicio del periodismo en el Río de la Plata. Su primer periódico, el Telégrafo Mercantil, apareció recién en 1801 y se imprimió en los Niños Expósitos de Buenos Aires. (Maggio Ramírez, “El Telégrafo Mercantil y el fomento de la civilidad...”, 31-44).

La guerra contra los indios guaraníes y la destrucción de las misiones no fue el único acontecimiento interno en la región que afectó profundamente su política. En 1780 explotó nuevamente la cuestión indígena: se rebeló Tupac Amaru en Cusco, en el virreinato del Perú. La insurrección se extendió a otras zonas y llegó a Chuquisaca, que dependía del Río de la Plata. Fue un conflicto de mayor envergadura social y militar que la guerra contra los guaraníes. Buenos Aires envió tropas para reprimirla. La guerra duró tres años e implicó la participación de miles de combatientes por ambos bandos. Terminó en una cruel matanza. El gobierno colonial se ensañó contra el vencido Tupac Amaru y lo ejecutó en 1783 con un castigo brutal y ejemplar, descuartizándolo (Walker 145-83)).

Mientras los mencionados sucesos agitaban el mundo virreinal en Sud América, otros muy importantes transformaron la vida política del hemisferio norte. Las Colonias Inglesas se rebelaron contra la Monarquía Británica y declararon su independencia de esta en 1776. Nacían los Estados Unidos de Norteamérica. Después de una enconada guerra de varios años los norteamericanos derrotaron al Imperio Británico y, en 1789, aprobaron una constitución republicana (Nash 1-19). Esto cambió la historia política del continente. Era un experimento político nuevo. Los revolucionarios, inspirados en las antiguas formas republicanas de gobierno del pasado greco-romano y en las nuevas ideas de la filosofía política de Locke y Montesquieu, fundaron una democracia representativa. Implementaron la división de poderes. Era un golpe mortal contra la monarquía, particularmente la monarquía absoluta no constitucional, tal como la practicaban Francia y España.

La Revolución Norteamericana fue la antesala de la más radical Revolución Francesa, de 1789, esta vez en suelo europeo, y en el corazón de una de las mayores monarquías absolutas borbónicas, la misma casa real que gobernaba en España. El carácter radical de la revolución, su declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, y su posición ante la monarquía, que concluyó con la decapitación del rey y la reina en 1793, la crisis de la Convención, el ascenso al poder de Napoleón y las consiguientes guerras con las monarquías europeas, tuvieron una gran repercusión en el mundo colonial español americano (Hunt 20-36).

En el Río de la Plata el nuevo sector criollo, las elites profesionales e intelectuales, al servicio del aparato burocrático administrativo colonial, se encontraron con una realidad política cambiante. La Revolución Francesa había sido precedida por un vigoroso movimiento filosófico, la Enciclopedia, que cuestionó los fundamentos políticos de las monarquías y propuso una extensa revisión de las teorías del gobierno y el poder desde una perspectiva histórica. La invasión de la historia agitó las certidumbres intelectuales de los virreinatos hispanoamericanos.

El nuevo sector criollo era un grupo clientelar, mucho menos poderoso que el de los criollos terratenientes, ya establecidos. Los criollos nuevos dependían del apoyo económico de los terratenientes ricos, y de las prebendas y puestos que consiguieran en la burocracia virreinal. Eran socios menores y agentes de los intereses de los terratenientes y comerciantes. Esta era la situación de Manuel de Lavardén, que se había asociado al empresario y traficantes de esclavos Tomás Romero, como administrador de sus estancias en Colonia del Sacramento. Lavardén era abogado y se había educado en varias universidades de España. Su padre, Juan Manuel de Lavardén, había hecho carrera en la administración colonial y del poeta se sabe que fue Auditor de Guerra, al servicio del ejército de Liniers, durante las invasiones inglesas (Arismendi, “Manuel José de Lavardén”, R.A.H.).

Los sectores letrados necesitaban el apoyo de las autoridades virreinales. Dependían de ellas. La publicación de cualquier libro o periódico requería la autorización del gobierno. Se debía enviar al censor cada número de periódico para solicitar su aprobación previo a la publicación. El Virrey controlaba igualmente todas las publicaciones que llegaban del exterior al Río de la Plata, y estaba al tanto de lo que se leía o no leía, sobre todo en momentos en que había gran agitación social en Europa, y las doctrinas revolucionarias circulaban en los libros. La literatura y la prensa eran potencialmente subversivas. La filosofía política adquirió un nuevo poder ante los acontecimientos de las revoluciones de Estados Unidos y Francia.

Los primeros periódicos rioplatenses aparecieron en un momento de gran tensión política. Sus contribuyentes y periodistas eran funcionarios de la administración colonial, en su mayoría abogados. Entre sus primeros impulsores encontramos a Belgrano, Vieytes y Moreno. Casi todos ellos participaron activamente, pocos años después, en la revolución de 1810, que acabó con el régimen virreinal.

Lavardén intervino en la prensa en una polémica en defensa de España. Usó como pseudónimo, “Juan Anselmo de Velarde”. Publicó varias cartas en el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, en las que criticó a escritores franceses, ingleses e italianos que atacaban la “cultura” colonial española sin tener verdadero conocimiento de ella. Trató de mostrarse como un buen súbdito colonial, fiel a la corona, que menospreciaba a los intelectuales ilustrados (Maggio Ramírez, “Un lector beligerante...” 229-230). Dada la situación política del momento, seguramente su posición ideológica pública no fuera sincera, sino una estrategia para no atraer sobre sí sospechas de ningún tipo que lo pudieran poner en conflicto con las autoridades. Mostraba estar bien informado y ser un lector ávido de las nuevas ideas.

Su obra de teatro Siripo, basada en un episodio extraído de La Argentina manuscrita, de Ruy Díaz de Guzmán, tomó como tema la cuestión indígena, y el único acto que conocemos de la misma, el segundo, ponía en primer plano la discusión entre cristianismo y barbarie, antecedente de la más moderna teoría colonialista de la civilización y la barbarie, que usarían de rasero los intelectuales de la generación independentista de 1837 para excluir de la nación a los sectores sociales “indeseables”, como los paisanos pobres y los gauchos, negándoles el derecho al voto (Pérez, Los dilemas políticos de la cultura letrada... 5-60).

En su celebrada oda “Al Paraná”, que abría el Telégrafo Mercantil, el periódico dirigido por el español Cabello y Mesa, en su primer número de 1801, idealizó el potencial comercial de la naturaleza americana, procurando mostrarse como sincero servidor de la corona. Buscaba obtener, al mismo tiempo, el beneplácito de la administración virreinal y el apoyo de los sectores avanzados de la intelectualidad local.

El sector social que él representaba, y era el principal lector del periódico, cambiaría en unos pocos años. Era un grupo criollo ambicioso, que buscaba mayor protagonismo y participaría, durante esa década, en los sucesos vertiginosos que llevaron a la Revolución de 1810 y la lucha por la independencia. Si bien Lavardén, en persona, no llegó a contribuir con la revolución, porque falleció en 1809, sí ayudó en el combate contra las tropas inglesas que invadieron el puerto en 1806 y 1807. En 1801 era imposible prever que ocurrirían todos estos eventos, que cambiaron rápidamente la relación de fuerzas en el Río de la Plata. La actitud de los escritores en ese momento era muy cautelosa y defensiva frente al poder colonial.

Su sector social se mostraba prejuicioso sobre la cuestión racial. Lavardén era irrespetuoso con los grupos raciales que considera inferiores. En su conocida “Sátira” se burló de un rival del Perú, con quien polemizaba, por su “color bruno”, llamándolo “mulato” (Maggio Ramírez, “El color de la palabra...” 231-235). Los novo-criollos respetaban la “limpieza de sangre”. Integraban la élite escogida, por su nacimiento, su refinamiento y color de piel. Defendían estos privilegios y creían en su superioridad (Lagmanovich 101-109). La diferenciación racial había sido esencial en la conformación del virreinato. Veían como racialmente inferiores a aquellos que estaban al servicio de su clase: los negros esclavos, los indígenas y los mestizos. Su cultura era selecta y señorial, tal como lo muestra el poeta en su lograda oda neoclásica “Al Paraná”.

El modelo poético neoclásico era complejo, intelectual, difícil. Requería que el poeta manejara un extenso marco de referencias y citas de la antigua cultura clásica. Tejía sus imágenes y metáforas tomando como base de comparación a dioses y héroes de la mitología politeísta greco-romana. Esta mitología era tan diversa y rica en sucesos, que sus motivos podían prestarse tanto para una poesía conservadora, superficial y preciosista, como para una poesía conceptualmente profunda, innovadora y revolucionaria. Los acontecimientos históricos recientes que habían ocurrido en las revoluciones de Estados Unidos y Francia habían alterado substancialmente la relación política con el mundo clásico. La nueva filosofía había tomado como modelo las antiguas obras filosóficas de la cultura griega. El mundo clásico contenía un potencial transformador y revolucionario. La poesía y el arte contemporáneo francés tomaron el arte clásico como modelo. La poesía y la pintura neoclásica reinterpretaban situaciones históricas de la antigüedad. El pasado greco-romano se transformó en una extraordinaria fuente de inspiración histórica, filosófica, política, como lo vemos en la pintura de Jacques-Louis David, el gran pintor francés de la Revolución.

La poesía neoclásica de Lavardén, tal como lo indicó Juan María Gutiérrez en su estudio pionero del poeta, inició un ciclo de arte neoclásico en la poesía y el teatro en el Río de la Plata (Gutiérrez 90-92). Si bien su poema era una oda celebratoria de ocasión, escrita para el primer número de un periódico editado por un español, ante la mirada vigilante y desconfiada de la

celosa autoridad virreinal, pudo mostrar el potencial expresivo de su poética y su calidad literaria. Fue un valioso aporte para la poesía y el arte de esos años. Los más importantes poetas y dramaturgos del período revolucionario posterior a 1810 tomaron sus ideas y escribieron sus obras siguiendo las reglas del arte neoclásico. El trabajo de Lavardén fue pionero, un movimiento inicial que derivó en una serie de obras de poesía y drama que él mismo, muerto en 1809, no pudo conocer. Durante los años siguientes los poetas neoclásicos Vicente López y Planes, Esteban de Luca, Eusebio Valdenegro y Leal, Juan Ramón Rojas y el poeta y dramaturgo Juan Cruz Varela renovaron la escena literaria rioplatense (Puig IX-LXIV).

El arte romántico, que se estaba desarrollando en el norte de Europa en la última parte del siglo XVIII, era una propuesta artística más subjetiva e individualista, y no ingresaría al Río de la Plata hasta varios años después. Los intelectuales y escritores rioplatenses leían e idealizaban la filosofía y la literatura de Francia y seguían sus modelos. Alemania e Inglaterra eran países monárquicos enemigos de los galos y los revolucionarios franceses vieron al primer romanticismo como un movimiento potencialmente reaccionario. En Francia y el Río de la Plata el romanticismo no sería aceptado hasta más tarde, cuando Víctor Hugo propuso una revisión revolucionaria de sus ideas y fundó una nueva corriente romántica: el Romanticismo Social. En Argentina fue Echeverría quien trajo al país el romanticismo social en 1830, luego de una residencia de varios años en Paris, en que fue testigo de la revolución literaria de Víctor Hugo (Pérez, Los dilemas políticos de la cultura letrada...79-104).

En el Río de la Plata el arte de principios de siglo diecinueve era neoclásico, y Lavardén tuvo el mérito de ser su introductor y poeta. La oda “Al Paraná”, de 1801, era una poesía preciosista escrita por un gran lector hiperculto. Esto fue lo que más notaron sus lectores contemporáneos: cómo Lavardén había asimilado sus lecturas, cómo las había reinterpretado y el valor que adquiría la herencia intelectual para los lectores de América (Martínez Gramuglia 58).

Lavardén observaba su entorno con inteligencia y sentido de la realidad, y demostraba que había leído con pasión las corrientes literarias líderes en Europa. Era la literatura de un lector voraz y aquellos seguidores suyos contemporáneos, que se identificaban con su manera de vivir lo literario como hecho a un tiempo estético e intelectual, sintieron que su obra les decía algo valioso e importante. La posición que había asumido era una manera de situarse frente a su historia artística, coherente con su situación vital: habitaba un territorio que emergía de un largo proceso colonial. Estaba al tanto de las últimas ideas europeas y las “procesaba” de modo personal, “a la americana”: en forma inquisitiva, obsesiva, lúcida. Sería de allí en más una de las principales cualidades de la naciente literatura del Río de la Plata. De la poesía de Lavardén a la de Lugones, pasando por la obra de Borges, el arte literario rioplatense fue y sigue siendo ante todo un arte de la lectura. Exhibe cómo sus escritores y artistas reinterpretan la rica tradición literaria de siglos en una nueva modulación y sensibilidad, que le aporta al hecho literario, dada la experiencia americana, un punto de vista y una subjetividad diversa, que lo renueva y la vuelve visible. La literatura rioplatense es una literatura que le habla a la literatura de igual a igual. Se instala como interlocutora de una nueva forma de ser. Es una manera de encontrarle a la herencia literaria una nueva función, con un criterio de libertad revolucionario que no nos desmerece en la historia de las artes.

En el comienzo de la oda “Al Paraná”, Lavardén introduce a su principal personaje: el río, al que llama “augusto Paraná” y “sagrado río”, primogénito del Océano y, por lo tanto, principal heredero de su poder (164). El río viaja “en un carro de nácar refulgente”, tirado por grandes caimanes recamados de oro. Es un río noble, pacífico, que se desplaza atravesando grandesdistancias,“declimaenclima”(164).Marte,eldiosdelaguerra,ylosenemigosingleses, lo asedian. Los españoles y los portugueses lo aman y lo comparten. El río benéfico y generoso se siente intimidado por la amenaza de guerra entre España e Inglaterra. La ambiciosa Inglaterra solo quiere aumentar su poder en la región. La naturaleza le teme.

En los últimos cinco años el volumen de agua del Paraná había disminuido. Esto había perjudicado la agricultura. El río había guardado sus aguas. Buscaba protegerse de una amenaza. Se guareció en una gruta de perlas “nevadas” y topacios “ígneos” (165). Guardó allí sus ondas de plata en una urna de oro.

Las ninfas argentinas, espíritus divinos que animan la naturaleza, escaparon “temerosas” con él. Las divinas doncellas ocultaron en la gruta “el peine de carey” (165). Tocaban con él dulces sones en sus liras de cristal de cuerdas de oro. Las musas, las diosas del monte Parnaso que inspiraban las artes y la poesía, envidiaban su bella música.

El poeta le ruega al río que libere sus aguas, que deje que fluyan y desciendan por la llanura. Le dice que guarde en la gruta aquellos atributos que lo identifican: su corona de “juncos retorcidos” y su banda de “silvestre camalote” (166). No iba a necesitarlos. El “heroico español”, que había cambiado el rico “oro por el bronce marcial”, estaba listo para defenderlo si hacía falta (166). El rey Carlos IV, precedido por los rayos de Júpiter, el dios de la guerra, “prestaría” su valor si llegaba el momento del combate.

El poeta le pide al río que venga en su hermoso carro, con su frente coronada de blancos lirios, acompañado de las ninfas. Estas, adornadas con guirnaldas de rojo amaranto, llegarán cantando a su paso bellos himnos, que informarán a los “dioses tributarios”, el río Paraguay y el río Uruguay, el pronto arribo de sus aguas. Los ríos tributarios iban a ayudar a calmar su fuerza. Saldrían a su paso, con sus fuertes y veloces caballos venidos del “mar patagónico”. Traerían “céfiros”, vientos suaves y apacibles, “enfrenados”, para aminorar su marcha (167).

Podía el río bajar majestuoso, imperial. Reconocer sus posesiones, sus playas, sus bosques, y extenderse, socorriendo a los “sedientos campos” con sus vertientes. A su paso brotaría la vida. El Paraná bienhechor suavizaba “el árido terrón”, derretía “las sales” del suelo y aumentaba “los extractos de fecundos aceites” de las plantas (167). Ceres, la diosa romana de la agricultura, era deudora de su grandeza. Debían anunciar la “llegada feliz” de sus aguas soplando la cornucopia, el cuerno de la abundancia (168). Sus hijos lo aguardaban en Buenos Aires. Habían dispuesto “céfiros halagüeños” para recibirlo y preparado “perfumados altares” en su honor (168).

La marcha del río, al acercarse a su desembocadura, se haría más lenta. Sus hijos habían organizado una gran celebración. La “industria popular” había levantado arcos triunfales, en los que se destacaban los símbolos de las artes liberales: la literatura, la historia, las ciencias. Un “enjambre vistosísimo” de naves, con banderolas de colores, lo aguardaba en su estuario. El Paraná llegaría “dispersando” las arenas del lecho del río con su “pala de plata” (169). Una “gran corte” de “sabios” y de poetas estaba lista para recibirlo. Sus sabios prometían “conocimientos más exactos/ de la...historia de sus reinos”, y los poetas jóvenes laureados, a los que sus ninfas “melifluas” habían enseñado a cantar, querían grabar su nombre en el monte Pindo (169).

Le pide al río que inspire a sus poetas. Deseaban premiarlo. Iban a entregarle de regalo, al llegar a su destino, dos magníficos retratos, “guarnecidos de diamantes/ y de rojos rubíes”: uno del Rey Carlos IV y el otro de su esposa, la reina consorte Luisa. El río podrá colocarlos en su palacio, convertido en templo, para que las ninfas argentinas honren allí la grandeza de los reyes y les canten “asuntos gratos” a sus intereses (169).

El poema es una oda, un canto celebratorio de la pródiga naturaleza americana, dedicado a la monarquía absolutista borbónica, que pone en primer lugar el talento y la creatividad de sus obedientes súbditos americanos, y su amor al trabajo. Es un poema cortesano, que sirve de pórtico y presentación a ese primer número del Telégrafo Mercantil, el primer periódico publicado en Buenos Aires. El criollo Manuel Belgrano, secretario del Consulado de Comercio, había apoyado el proyecto y lo recomendó al Virrey Avilés. Este aprobó su publicación. Cada número debía pasar la revisión de la censura, que vigilaba su contenido y debía aprobarlo para que pudiera salir. Lo imprimieron en la Real Imprenta de los Niños Expósitos.

El poema de Lavardén mostraba la vocación de protagonismo de toda una generación de jóvenes criollos, hijos de funcionarios y comerciantes, y funcionarios muchos de ellos. Integraban la pequeña elite culta de la colonia. Eran representantes de un sector económico comercial y burocrático nuevo, que había crecido a partir de la creación del Virreinato del Río de la Plata, del que Buenos Aires era su ciudad capital. Los miembros de este grupo no desdeñaban participar, como socios y aliados, en los negocios de la más rica y poderosa antigua clase criolla de terratenientes y hacendados. Lavardén trabajaba con el rico hacendado y traficante de esclavos Tomás Romero (Arismendi, “Manuel José de Lavardén”). Administraba sus estancias y dirigía un saladero de carnes, un importante emprendimiento industrial, en Colonia del Sacramento. Los saladeros exportaban tasajo al exterior, sobre todo a las plantaciones de Brasil y Cuba, para suplementar la dieta proteínica de los esclavos y mejorar su rendimiento.

Era una nueva élite, ambiciosa y oportunista, de un talento inusual. El poema de Lavardén presenta a la corona española un mundo prometedor, sumiso, lleno de riquezas. Es atractivo, brillante, luminoso. Una digna joya de la corona imperial. Brilla también en el poema la inteligencia y la erudición del poeta. Sin dejar de ser una composición de ocasión, celebratoria y cortesana, mostraba la autonomía intelectual y el espíritu moderno de Lavardén, favorable a la expansión del comercio. El poeta formaba parte de una clase “pequeño criolla” que, sin tener el poder y la fortuna de los antiguos criollos propietarios, la vieja clase feudataria que se había desarrollado a partir de la conquista de los territorios habitados por los indígenas, había logrado ascender rápidamente, gracias a los servicios que daba en el nuevo virreinato a la corona.

Esta nueva clase criolla burocrática y pequeño-empresaria no podía, en 1801, imaginar los sucesos que sobrevendrían en el Río de la Plata y en la península Ibérica durante esa década: las invasiones inglesas y la invasión de Napoleón, que pusieron en crisis el imperio español.

Esto daría a los rioplatenses la oportunidad de asumir su propio gobierno e instalaría como una prioridad la lucha por la independencia.

Los criollos ricos, en particular los hacendados, conformarían la oligarquía burguesa de las repúblicas independientes y los novo-criollos constituirían su pequeña burguesía profesional y comerciante, su clase media urbana, que sería la base económica y política de las nuevas naciones que se formarían en lo que fue el territorio del Virreinato. De estos sectores, en particular de la pequeña burguesía, saldrían sus artistas e intelectuales, sus escritores, sus abogados y funcionarios. Mantuvieron entre ellos una estrecha alianza y asociación de favores e intereses. Se quitaron el peso de la tutela monárquica. Fueron arrastrados por los vientos de la revolución y las guerras independentistas, que trajeron a la escena a un sector social hasta el momento despreciado por los sectores criollos, que habían usufructuado los privilegios de sangre de una sociedad estamental, cerrada y racista: los sectores populares, incluidos los artesanos pobres, los peones y campesinos, los gauchos, los esclavos, los indígenas sometidos, los mestizos y mulatos, de los que necesitarían y a los que tendrían que reconocer, aceptar y hacer concesiones políticas en el futuro, para poder gobernar.

El camino no sería fácil, y la conflictiva diferencia política entre sectores económicos y sociales de fines del virreinato daría lugar, luego de declarada la independencia, a un largo periodo de enfrentamiento y guerras civiles entre grupos y facciones, antes de llegar a un acuerdo de clases, varias décadas después, que hiciera posible organizar una nación en forma relativamente pacífica, con vencedores y vencidos (Halperín Donghi 76-167).

Los poetas, funcionarios y periodistas tuvieron un protagonismo extraordinario en los acontecimientos que se desarrollaron durante los años siguientes a la publicación de este poema. Esos sucesos fueron un parte-aguas ideológico, que derivó en una lucha prolongada de intereses encontrados.

Integraron este sector novo- criollo, además del poeta Lavardén, escritores e intelectuales como Vieytes, López y Planes, Belgrano, Moreno, Rivadavia, y tantos otros que se comprometieron con su realidad, multiplicaron su capacidad creativa para enfrentar los sucesos, defendieron su visión de mundo y sus intereses, y lucharon para lograr un lugar en una sociedad revolucionaria republicana, bajo una nueva forma de gobierno, como ciudadanos con plenos derechos.


Bibliografía citada


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Publicado en Revista Renacentista, Febrero 2024. 

miércoles, 3 de enero de 2024

Las "Soledades" de Luis de Tejeda


                            Alberto Julián Pérez 


El poeta Luis de Tejeda (Córdoba 1604-1680) fue el primer escritor criollo educado y formado en el Río de la Plata del que tenemos registro. Era descendiente de una de las familias fundadoras de la ciudad de Córdoba. Estudió en su universidad jesuita. Como su abuelo y su padre, fue militar. Ocupó diversos cargos públicos: fue procurador general, alcalde, juez de apelaciones, capitán a guerra y teniente de gobernador (Santiago 49). Los Tejeda tuvieron influencia en la vida religiosa de la ciudad (Martínez Paz 108). Su padre donó la casa familiar para construir en ella un convento carmelita, y edificó la iglesia dedicada a Santa Teresa. Don Luis, hijo primogénito, a su muerte, heredó de este el patronato del convento, así como sus feudos y encomiendas (Furt XIV).

En 1661 fue acusado por sus enemigos políticos de abuso de poder. El tribunal de La Plata (actual Sucre) lo condenó y le confiscaron sus bienes. Procurando escapar de la ley civil, entró en la orden de los dominicos y vivió en su convento hasta su muerte. Fue allí donde compuso su obra, una colección miscelánea de prosa y verso, que permaneció sin publicar hasta 1916. El filólogo Jorge M. Furt realizó en 1947 una edición crítica de esta, respetando la escritura original. La tituló Libro de varios tratados y noticias (Santiago 71-3).

El “Romance autobiográfico” y las “Soledades” son los poemas más destacados de la colección. Para la composición de estos últimos utilizó como metro la silva, de versos endecasílabos y heptasílabos, con rima consonante o libre. Son cinco poemas extensos, cultos y elaborados. El autor se esmeró en su escritura, procurando mostrar su maestría en cada verso.

Las “Soledades” sintetizan la visión de mundo del Barroco americano: tienen una concepción dual, escindida, conflictiva, de la realidad y del mundo. Escuchamos en los poemas dos voces, enfrentadas y discordantes. Una voz que se eleva al cielo, y otra voz que se arrastra en la miseria humana (Maravall 131-74).

La “Soledad 4ta”, que me propongo analizar, es un poema dramático, en el que aparecen personajes del mundo sagrado cristiano, y personajes del mundo profano de la Córdoba de su tiempo. El personaje central del mundo contemporáneo es el “Peregrino”, un alter ego del poeta. Ambos mundos, el sagrado y el profano, se miran, se reflejan, en forma distorsionada. La vida, tanto en el tiempo de Cristo, como en el brutal y oprobioso mundo de la colonia, era violenta y terrible. La ambición humana, la maldad, el egoísmo, se muestran en ellos al desnudo. El autor describe una sociedad de “monstruos”: los sayones que golpeaban a un Cristo inocente con sus látigos lacerantes en el Pretorio, reflejaban al conquistador, atacando a los indígenas “bárbaros”, que rehusaban reconocer el poder del Emperador, y al encomendero, maltratando a sus indios y esclavos. Habían asignado a los nativos un lugar marginal e indigno en el nuevo orden americano: eran los sirvientes, los esclavos; no tenían derechos, ni libertad; les negaron su propia identidad.

El mundo Barroco no se compadecía de los indígenas: Tejeda los consideraba seres salvajes, que rehusaban aceptar su condición de vasallos y su inferioridad frente al europeo. Él se jactaba de la fuerza de sus armas, qué fácilmente les habían demostrado la superioridad de la monarquía absoluta española.

Luis de Tejeda era, paradójicamente, un militar y político que, en el momento que escribía este poema, había perdido su poder. Lo había tenido, y lo rememora. Fue víctima de las intrigas políticas de sus enemigos y competidores, que lo acorralaron.

En el poema, el poeta no podía hablar con entera libertad. Durante el Barroco, tanto en España como en América, no existía “libertad de expresión”: el escritor debía ajustarse a los parámetros que establecía la censura. La literatura era considerada potencialmente desestabilizante y “peligrosa”, y la corona la vigilaba celosamente. Aquellos que se “propasaban” eran castigados.

En ese mundo absolutista, dictatorial, monárquico, todos eran vasallos, debían someterse a la autoridad absoluta del rey. Entre pares, la competencia era tremenda: cada individuo luchaba por conquistar el primer puesto y recibir el favor del poderoso. Arriba, solo había lugar para uno. Pero mientras ese creía que disfrutaba del poder, otro estaba minándolo, para quitárselo. Era una sociedad hipócrita, donde el cortesano trabajaba en la sombra. Comunidad de vasallos, en la que los más hábiles e inescrupulosos se valían de la traición para sobrevivir.

La “Soledad 4ta” es un poema dramático, en la que el autor recurre a fuertes imágenes visuales para expresarse. Crea un texto barroco a dos voces. La más auténtica de las dos, es la enunciación sagrada. El escritor, que debía cuidarse de lo que decía sobre el mundo contemporáneo, ante la ferocidad de sus enemigos políticos, podía, en su texto dramático religioso, expresarse más auténticamente entre líneas. El tema religioso le permitía al escritor barroco americano mostrar más libremente sus emociones. Al escribir un texto profano debía contenerse, autocensurarse.

En la pasión de Cristo y en los personajes bíblicos representados en las obras de arte del renacimiento y el barroco podemos ver dibujados, en forma disimulada, los grandes dramas pasionales de los artistas (Maturo 118). El artista, reprimido y sufriente, se identificaba con los personajes sacros. En la “Soledad 4ta” la voluntad autoral se proyecta con autenticidad en los personajes dolientes de Cristo y de la Virgen. Su patetismo toca el corazón de los lectores. En contraste, uno siente que su voz está amordazada cuando habla de la sociedad de su tiempo, y solo dice lo que puede decir, y calla lo más. Da una imagen incompleta y engañosa de lo que pasaba.

El escritor perseguido y condenado que es Tejeda jamás se queja, ni nos cuenta su verdadero pesar, ni dice sinceramente qué le pasa en su poema. Había sido militar, e ingresó al convento como monje. No debía hablar. Vivía en una sociedad estamental, pertenecía a la elite criolla. Las cosas no eran lo que parecían ser.

El Barroco se caracterizaba por la duplicidad y el fingimiento. El escritor utilizaba el lenguaje para crear una red autónoma de sentido, ubicar a ciertos sujetos elegidos en el espacio conflictivo, mostrar alegóricamente su mundo, valiéndose de ricas metáforas y símbolos. No buscaba revelar su verdad. Era mejor ocultarla y ocultarse. Disfrazarse, travestirse. Si el tema lo permitía, jugar. Era una cultura criolla egoísta y narcisista, donde nadie quería perder. El objetivo de los señores era acumular más y más poder. Desconfiaban de todo.

En la “Soledad 4ta.”, Tejeda nos presenta un momento cruel y vertiginoso de la pasión de Cristo. Este estaba en el Pretorio, frente a sus jueces. La Justicia Divina observaba lo que sucedía. El “diáfano belo” del cielo no le impedía a esta ver la escena. Dice el poeta: “Miraba desde el solio sempiterno/ la Justicia Divina/ alto atributo de la esencia trina/...el diafano belo qe hasta el suelo/ inmenso espacio dista/ no le ocultaba a su profunda vista/ el no visto espectaculo, mas tierrno/ qe ha de historiar el tiempo en sus anales/ desse estupendo y memorable dia” (Tejeda 251). 1

El Barroco le daba todo el poder a la imagen: el poeta se concentraba en su composición. Buscaba en ella profundidad, explotaba sus matices y destacaba su sentido simbólico (Pino 121-7). Acompañaba esa imagen visual, en forma contrastante, con la explicación intelectual, creando un contrapunto entre imagen y comentario. Lo sensible y lo mental convivían en el espacio alegórico.

1 Los versos que trascribo en mi ensayo siguen la grafía del manuscrito de Jorge Furt, en su edición crítica de la obra de Tejeda.

 

La Justicia Divina vio en el pretorio a María, la madre de Cristo. Esta no lograba distinguir físicamente a su hijo, porque aquellos que lo acusaban y querían condenarlo ocupaban la puerta de ingreso y obstruían la visión. María lo buscaba, angustiada, y finalmente logró “verlo” con “la vista del alma” (251).

En ese mundo alegórico religioso, no realista, dios hace todo posible. Ante ese cuadro, la Justicia Divina comenta: “si assi ofendio la divina malicia/ del Ho a Dios, quien puede sino el Hijo/ qe es He y Dios tanbien satisfacella?” (251). El hijo se dispone a pagar por la “infinita culpa” del hombre.

Comienzan a darle latigazos a Cristo. Ante eso, toda criatura “sensible, irracional, e intelectiva, / menos el hombre mismo”, quedan pasmados (251). El hombre, esclavo del pecado, muestra su crueldad. Pilatos, dice el poeta, hacía azotar a Cristo para aplacar la sed de sangre de “los escribas, Sacerdotes/ y gremio Pharisseo”, que querían matarlo. Pensaba que el castigo físico infamante aplacaría el odio de sus enemigos. Le arrancan su túnica. Cristo se deja atar mansamente a la columna. Continúan los azotes, que laceran su carne. Cristo sangra. Dice el poeta: “...los yerros y cadenas/ alanceteadas del azero agudo/ del sacro cuerpo candido y desnudo/ agotaban sus venas de corales/ de humor rubicundo/...qe vañaban corriendo el duro suelo/ a emulaciones del imperio cielo” (252).

En ese momento, interviene el sol, que participa en el drama sagrado. Indignado por lo que ve, detiene la luz y deja al mundo en sombras. Dice el poeta: “El sol unica luz y ojos del orbe/ quedo tan assombrado/ de ver a su criador, asi açotado/ qe desde el alto asiento/...Argos de tantos ojos/ lo troco todo en palidez sombria” (252). Esto, sin embargo, no impidió que los soldados continuaran castigándolo. Al ver lo que sucedía, con visión “intelectiva”, María decidió hablar con Dios. Quería pedirle algo especial, y necesitaba que intercediera en su favor. Comprendía que el sacrificio del hijo era necesario, porque Cristo venía a pagar por las culpas de la humanidad. Ese ser que ahora Dios entregaba en sacrificio, había estado antes en su cuerpo; ella, su madre, lo había dado a luz. Dice: “Del corazón desta tu indignada esclava/ la sangre fue la carne, a qe te uniste/ y un valor infinito assi le diste/ qe fue el remedio de la culpa brava” (253). Quería por eso ser también parte de ese sacrificio y ofrecerse junto a él. Le dice a Cristo: “y assi Hijo mio, en este Sacro Sto/ sacrificio tanbien la parte ofrezco/ qe me hiço tan dichosa entre mujeres/ en el ofreces tu lo mismo qe eres/ y yo lo qe me diste y no merezco” (253).

La virgen se identifica con su hijo y sufre todo el dolor de la pasión. Medita, lamentándose. Hubiera deseado que los “Mynistros tan crueles”, que se llevaron a Cristo, la hubieran llevado a ella en su lugar. Dice: “oxala verdad fuera/ qe yo amarrada al mármol estuviera/ como es verdad, qe alli el amor me tiene/ atada con cadenas y prisiones...” (254).

La madre insiste en que ella y el hijo son una sola carne. Le duele su martirio. Imagina que la tortura ya terminó y Cristo está buscando en el suelo sus vestiduras. Dice: “considero las busca mi hijo amado,/ hasta el suelo inclinado/...buscando la una y otra vestidura/...de aquellos sucios pies, atropellado/ de tanta gente vil, qe solo piensa/ su maior menosprecio ofenssa y daño” (254). Termina el poeta esta parte, con una muy bella imagen de la Virgen: “o como diera el cielo/ el claro resplandor de sus estrellas/ a tan ingrato suelo, / por el contacto de sus manos bellas.” (254)

Sigue a continuación en la “Soledad 4ta” la sección profana, que tiene como personaje protagónico al Peregrino. Después de concluir el episodio bíblico, el poeta introduce al lector en la realidad de la Córdoba del momento. Realiza una suave transición de una parte a la otra. Al mismo tiempo que la Virgen contaba los pasos que daba su hijo al salir del Pretorio, el Peregrino ejercitaba los suyos en su “Babylonia”. El poeta le pide a la virgen que ofrezca a su hijo sus lágrimas, junto a las de ella, y le solicite su protección. Dice: “Su poderosa intersession imploro/ porque estas tibias lagrimas qe lloro/ unidas con las suias y mescladas/ mediante su valor impetratorio/ la ofrezca a su hijo en el pretorio.” (255).

El poeta vuelve al tema de la mirada, central en su poética. Dice el Peregrino: “Tan cautivo en su ciega Monarquia/ con la concupicencia de mis ojos/ aquella Babylonia me tenia/ qe imperiosa y triunfante/ hacia ley en mi, de mis antojos” (255). Confiesa su apego a los placeres. Se dejaba guiar por sus “antojos”.

Don Luis era propietario rural, y formaba parte de la esfera del poder real en la ciudad. La “nación Carybe y Brava/ del calchaqui sacrílego indomable” se rebeló (256). Como militar y oficial se aprestó a cumplir con sus deberes de “encomendero feudattario”.

Los criollos debían participar en la defensa del territorio y en las guerras ofensivas ordenadas por la Corona. Los indígenas eran, para él, una gente “traydora, apostata, incostante”. Le negaban el “justo basallaxe” al Rey y, asegura, ultrajaban la religión. Los consideraba bárbaros, y étnicamente inferiores a españoles y criollos.

Tuvo que abandonar temporalmente sus tareas de encomendero y comerciante, y constituirse “en millitar centurio/ de feudataria y reformada gente/ de corazón intrepido y valiente “(256). Dejó a su familia y partió a la guerra, que se prolongó durante varios años. Primero luchó contra los indígenas rebeldes, y los derrotó. Dice: “en sus incultas sierras/ el barbaro gentio al blando yugo/ del español rindió la cerviz ruda”. Luego de vencerlos, las autoridades le pidieron, como comandante de la plaza de armas, que fuera al Río de la Plata, para defender el puerto del ataque de los piratas holandeses. Poco después, el Brasil amenazó a su vez invadir Buenos Aires. La guerra se prolongó. Finalmente, concluida esta, regresó a Córdoba. Allí, restableció su relación con su familia y volvió a su vida de encomendero y comerciante.

El poeta-peregrino le habla a Cristo. Se reconoce pecador y se confiesa. Lo que le ocurrió, dice, fue por su culpa, por su avaricia y falta de piedad, y agrega: “...si yo a los pobres diera/ lo qe os negué con condision avara/...y con un trapo me quedara apenas/ no me hallara

cercado de cadenas/ en este mi segundo cautiverio...” (259. Fue la “vil concupiscencia” de sus ojos la que lo esclavizó. Buscó vanamente los placeres. Quiere dejar todo eso en el pasado.

Ve a Cristo, humillado, rodeado de verdugos, que busca en el suelo sus vestiduras, luego de haber sido cruelmente azotado. Él sufre. Se pregunta por qué no lloró más antes, cuando estaba entregado al pecado. Quiere confesar todo y buscar el perdón de Dios.

Había sido prisionero de su “codicia y amor propio”. Fue egoísta, impiadoso. Cuenta que una vez, un pobre viejo sirviente enfermo, que vivía en su casa, le rogó que lo ayudase, y, si moría, tuviera a bien ocuparse de su entierro, lo que no hizo. Otra vez, una esclava suya, le pidió detenerse, durante una marcha. Se sentía mal, y creía que iba a morir. No accedió a su pedido. Con crueldad le contestó: “...tambien donde yo voy, ai gente y cura/ y no os faltara Iglecia y sepultura” (261). La obligó a continuar la marcha y la esclava falleció poco tiempo después de llegar a su casa.

Nunca, reconoce, mostraba compasión, ni por el indio encomendado, ni por el negro esclavo. No los socorría cuando estos lo necesitaban. Tampoco asistía al hambriento. Se lamenta de lo ocurrido y se pregunta: “Hai qe será de mi qdo en la quenta/ de aquel juicio qe espero tan amargo/ me hagais Señor el concluyente cargo” (263). Negarle ayuda al pobre y al necesitado fue como negarle socorro a Cristo. Dice: “...viéndoos mendigo, lacio, hanbrinto/ ...de unas migaxas os negue avariento/ ni aplacar quisse con un xarro de agua/ la ardiente sed dessa amorosa fragua...” (263).

Confiesa que jamás daba limosnas al necesitado, aun sabiendo que el dinero que ganaba era fruto del trabajo forzado de los indígenas y esclavos en sus encomiendas y feudos. Ese dinero lo dilapidaba en “luzimientos” vanos (264). Gastaba para ostentar, por vanidad. Termina su confesión y su poema diciendo que, a pesar de todas sus faltas, confía en que dios todopoderoso podrá perdonarlo, “despues de haver llorado” su pecado.

La representación dolorosa de Cristo en el Pretorio y el sufrimiento de la Virgen, viendo el padecimiento de su hijo, cuando los azotes rompían su carne, bajo la mirada celestial asombrada de la Justicia Divina, de la primera parte del poema, tienen una enorme fuerza dramática. La historia de Cristo nos conmueve profundamente. Sentimos, “tocamos” su sufrimiento. Cuando, por otro lado, en la segunda parte, el cordobés feudatario confiesa sus “pecados” ante Dios, reconociendo su indiferencia ante la miseria de sus esclavos y sirvientes, no quedamos convencidos de que su arrepentimiento sea sincero. Nos resulta poco persuasivo.

El Tejeda de la década del sesenta era un viejo militar que había perdido su poder y no tenía libertad para ser realmente honesto. Vivía en el convento de Santo Domingo. Varias de sus propiedades le habían sido confiscadas.

Su familia, felizmente para él, tenía un vínculo excelente con la Iglesia (Caturelli 207). Su padre había construido y sostenido dos conventos en la ciudad de Córdoba, entre ellos el de la Carmelitas. Gracias a esto pudo salir de su situación haciéndose religioso. La ley civil no tenía jurisdicción en el convento donde estaba Don Luis. Allí pudo dedicar su tiempo al estudio y a la escritura.

Don Luis, como todos los miembros de su familia, era muy religioso y su fe era sincera. Córdoba era un gran centro católico. Él se había formado en las escuelas y en la universidad jesuita (Pérez 179-88).

Luis de Tejeda era un criollo sofisticado, rico, había ejercido múltiples cargos políticos y militares. Fue propietario de varias estancias de miles de hectáreas cada una. Las había heredado de su familia, que a su vez las había recibido de la Corona, en reconocimiento a sus servicios militares durante la Conquista. El poeta era parte de un nuevo esquema de poder dentro de su sociedad estamental. El estado autoritario colonial se afianzaba en la región.

Don Luis formaba parte de la sociedad criolla culta de la colonia. El orden virreinal era relativamente estable. Los nativos de la zona habían sido sometidos, y su antigua forma de vida había sido radicalmente alterada. Debían trabajar para sus señores en sus encomiendas, sin compensación alguna. Sufrían un ataque constante contra sus creencias y sus dioses, y el desprecio racista de sus señores. Estos debían alimentarlos y cuidar de la salud de los indígenas encomendados, pero el poeta reconoce en el poema que no lo hacían. La codicia incesante de los encomenderos fue destruyendo su vida grupal y su cultura.

El indio, en esas circunstancias terribles, tenía pocas opciones disponibles. Podía intentar escapar y esconderse en el monte, o debía someterse y tratar de adaptarse a la situación, que parecía no tener salida para él. Poco a poco aceptó la religión de la cultura invasora. El dios cristiano lo conmovió profundamente y su ejemplo se volvió parte necesaria de su experiencia.

Don Luis, en esos años difíciles para él, buscó consuelo en la religión. Profesó como fraile. En la “Soledad 4ta” el peregrino, su alter ego, igualmente se había vuelto hacia dios, y se había reconocido pecador y creyente.

Hay algo patético que nos conmueve en la historia intelectual de Luis de Tejeda. Habitaba en una sociedad estamental. La autoridad censuraba a los artistas y escritores. En las colonias ningún súbdito podía decir lo que pensaba. Era un estado policial represivo, controlado por el ejército. El escritor, en esas circunstancias, aprendió a expresarse indirectamente, creando en sus historias tramas simbólicas e introduciendo personajes alegóricos (Barcia 16). Sus obras testimonian su necesidad de una expresión más personal y también su impotencia ante el poder absoluto que gobierna.

El escritor barroco vivía en un mundo escindido, donde no era dueño de sí mismo (Devoto 95). Aún aquellos que disfrutaban del poder, podían a su vez, en circunstancias adversas, ser víctimas de la arbitrariedad de la “justicia”. Así le ocurrió a Don Luis. En el Río de la Plata no había verdadera justicia. Las luchas por el poder entre facciones dominaban la vida política. Los jueces no eran imparciales. La nueva sociedad colonial represiva nacía bajo el signo de la espada.

Luis de Tejeda en sus poesías testimonia la voluntad artística de creación de un sector criollo en el Río de la Plata. Vivía en una comunidad desintegrada, cruel, de amos y sirvientes, en la que unos mandaban arbitrariamente, y otros debían obedecer y guardar silencio, temerosos por su vida.

El mundo barroco no era un mundo ideal. Sociedad violenta, injusta, arbitraria, el hombre barroco se expresa en América en su arte alegórico. Disfraza y traviste su expresión. En la “Soledad 4ta” sentimos que el autor es más sincero cuando hace hablar a la virgen, que cuando personifica al peregrino, confesando sus abusos de poder en la Córdoba colonial. Ese peregrino, falsamente arrepentido, es el hombre nuevo de América: el representante de una clase criolla señorial, arrogante y racista, que irá tomando consciencia progresivamente de su papel único en la historia y se diferenciará de los señores venidos de España, hasta adquirir su propia identidad americana.


Bibliografía citada


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Caturelli, Alberto. “El neoplatonismo cristiano de Luis de Tejeda, primer filósofo argentino”. Sapientia No. 121 (1976): 207-216.

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Tejeda, Luis de. Libro de varios tratados y noticias. Buenos Aires: Coni, 1947. Lección y notas de Jorge M. Furt.