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jueves, 7 de septiembre de 2017

La Difunta Correa


                                                    de   Alberto Julián Pérez ©
                                            
            
            Deolinda Correa nació el 6 de enero de 1819 en el poblado de La Majadita, en el Departamento de Valle Fértil, de la provincia de San Juan. Tenía dos hermanos y tres hermanas. Deolinda se destacaba por su belleza. Sus ojos eran azules como el cielo, y su cabello renegrido. Sus padres la cuidaban mucho. No era fácil proteger a una jovencita del deseo de los hombres en aquellos tiempos violentos.
Ya adolescente, se acercaban al rancho los muchachos de los alrededores con cualquier pretexto para verla. Un día un señor algo mayor se prendó de ella. Vino a ver a sus padres y se presentó. Se llamaba Rudecindo Alvarado. Les dijo que tenía tierras en la zona y amigos en el gobierno, y pronto sería jefe de la policía de Caucete. Los padres le agradecieron la visita. Las hijas le cebaron mate y lo invitaron con tortas fritas. Él no dejaba de mirar a Deolinda, a la que llamaba “Señorita  Linda”. Sus ojos azules lo habían cautivado. La muchacha exhalaba ternura.
Al tiempo Don Rudecindo volvió a hablar con los padres. Les dijo que estaba pensando casarse pronto y podría considerar a alguna de sus hijas. Ellos, que lo veían muy mayor, argumentaron que eran demasiado jóvenes para casarse. Allí ayudaban en la casa y se quedarían hasta que se hicieran más grandes. Don Rudecindo se creía un hombre agraciado e insistió. Dijo que estaba emparentado con los Albarracín y un día mandaría en esa región. Los padres, algo intimidados, le respondieron que el rancho era humilde y podía visitarlos cuando quisiera. El hombre, sin embargo, no era de los que les gustaba rogar. Se fue ofendido y no volvió por allí.
            Deolinda era una muchacha dócil pero de carácter firme. Era alegre y buena compañera de sus hermanas. Mantenía a sus pretendientes a distancia y no se dejaba avasallar. Esperaba al hombre que un día pudiera hacerla feliz. Se preguntaba cómo sería. Seguramente se iba a dar cuenta cuando lo viera. Y así sucedió. Un día conoció a quien iba a ser su esposo, Clemente Bustos. Fue un amor mutuo, un encuentro de almas.

Quién era Clemente Bustos

Clemente Bustos era un gaucho orgulloso y valiente. Había nacido con la patria, en 1810, en Portezuelo, La Rioja. Cuando conoció a Deolinda,  en la  primavera de 1835, tenía veinticinco años. Deolinda tenía dieciséis y su cuerpo estaba en flor. Nunca, hasta ese momento, había aceptado a un pretendiente, y su madre se preocupaba por su futuro. Cuando vio a Clemente se llenó toda de dulzura. Era alto, fuerte, un verdadero gaucho federal. Desde adolescente había trabajado como arriero, junto a su padre y sus hermanos. Se había criado en Portezuelo, en La Rioja. Había sido soldado de Quiroga y luchado con él contra los unitarios.
 Clemente era, como todos los muchachos gauchos, gran jinete. Excelente domador, amansaba sus caballos con devoción. Había seguido a las montoneras de Facundo a los diecisiete años. Era un mocetón aguerrido y parecía mayor. Luchó con Quiroga en Rincón. Antes de la batalla, Facundo cruzó lanzas con él para entusiasmar a la tropa. Los dos lanzaron sus cabalgaduras hasta casi pecharse, tiraron de las riendas, clavaron las espuelas y los caballos se levantaron sobre sus patas traseras, mientras los jinetes chocaban sus largas lanzas. Los soldados prorrumpieron en alaridos y en vivas y eso fue como el comienzo de la fiesta. El Tigre ordenó cargar contra el ejército de La Madrid. Los unitarios, a pesar de doblarlos en número, poco pudieron hacer. Quiroga arrolló a La Madrid y quedó dueño del campo de batalla.  
Después de Rincón, Quiroga mandó un destacamento, al mando del Chacho Peñaloza, a los llanos de La Rioja, para proteger su retaguardia. Clemente fue con el grupo. Peñaloza los dejó en el cuartel de la capital y regresó a unirse con las tropas de Quiroga, que se disponían a atacar a los unitarios en Córdoba. Allí el Manco Paz derrotó a Facundo en La Tablada. Facundo volvió a La Rioja para formar otro ejército. Clemente marchó con él al encuentro de las tropas de Paz. Lo enfrentaron en Oncativo. Facundo no pudo contra Paz, que volvió a derrotarlo. El ejército se desbandó y emprendieron la huida. Clemente regresó a La Rioja, y no vio a Quiroga hasta el año siguiente.
Quiroga, incansable, restableció su autoridad. Al poco tiempo le llegó la noticia de que Paz había caído prisionero de López en Santa Fe. La Madrid quedó como jefe de las tropas unitarias y Facundo se preparó para atacarlo. Clemente fue con él. Cabalgó con la vanguardia hasta Tucumán, donde se enfrentaron con La Madrid en La Ciudadela. La batalla fue difícil, y luego de dos horas de lucha, parecía que iba a decidirse a favor de los unitarios. Quiroga cargaba al frente de sus hombres y los reunía personalmente después de cada carga para volver a atacar. Clemente iba a su lado. Su lanza hizo estragos entre los unitarios. Finalmente las tropas de La Madrid cedieron y empezó la desbandada. Quiroga y sus gauchos quedaron dueños del campo. Era la tercera vez que el Tigre de los Llanos derrotaba al General La Madrid. Quiroga regresó con su ejército a La Rioja y poco después la guerra civil llegó a su fin.
Los federales quedaron dueños de la política. Facundo licenció a sus tropas y la vida volvió a la normalidad en los Llanos. Clemente decidió que era momento de cumplir con su sueño. Formó una pequeña compañía de arrias con unos amigos de su pueblo. Se repartieron entre ellos las responsabilidades del negocio. Tomás Romero y Rosauro Ávila se encargarían de domesticar las mulas. Jesús Orihuela prepararía tropillas de caballos. Clemente estaría a cargo de la seguridad. Era el que tenía más experiencia militar, y los caminos en esa época eran solitarios y peligrosos. De todos los socios el único que sabía leer era Jesús Orihuela.
La pequeña compañía de transporte empezó bien. Fueron apareciendo los clientes. Llevaban cargas de paños tejidos, telares, herramientas para el cultivo, minerales, sal, granos para la siembra y, en algunas ocasiones, documentos y otros encargos del gobierno. Facundo, que tenía confianza en su lancero, intervino, garantizando su honestidad. La provincia era un apretado tejido social solidario de familias que se conocían de antaño. Clemente ansiaba progresar. El negocio de arrias prometía. El transporte de cargas era indispensable para la región.
En 1835 les llegó una noticia terrible: habían asesinado a Facundo. La noticia afectó mucho a Clemente. Admiraba a Facundo, se sentía su soldado. Comprendió que se avecinaban malos tiempos. Los paisanos confiaban en que López y Rosas sostuvieran la situación nacional. Hablaban mucho de política, como buenos argentinos y se preguntaban qué pasaría en el futuro cercano. La Confederación tenía muchos enemigos, dentro y fuera del país.

Enamorados

La situación económica en La Rioja se mantuvo relativamente estable. El negocio de arrias de Clemente progresaba. Fue en esa época, a fines de 1835, que vio por primera vez a Deolinda. Él y Jesús pasaban con sus mulas por Valle Fértil rumbo a la capital, San Juan. Llevaban herramientas y semillas para los agricultores de la zona. Se detuvieron en San Agustín para dejar descansar los animales. Ese día Deolinda y su hermana Josefina habían ido al poblado a entregar potes de mermelada y un poncho tejido por su madre a una familia de allí. La madre de Deolinda era una excelente tejedora. Deolinda era buena repostera y tenía su propia receta para la mermelada. Clemente y Jesús dejaron sus animales en el corral del pueblo y les bajaron la carga. Se fueron al almacén para tomar una caña y comer empanadas. Vieron a las muchachas pasar por la calle. Clemente no pudo contenerse y salió para hablarles. Jesús, que era casado, se quedó en el almacén. Los ojos azules de Deolinda se clavaron en Clemente y sintió lo que siente un hombre cuando nace una pasión irremediable. Ansiedad, miedo, deseo.
Clemente les rogó que le dejaran acompañarlas. Finalmente, las chicas aceptaron. Llegaron a la casa donde iban, entregaron el pedido de dulce y el poncho. La dueña de casa extendió sobre una mesa el poncho rojo, con listones negros, que era bellísimo. Clemente pudo admirar el arte de quien sería su suegra. Después invitó a las chicas a ir a la capilla. Él era creyente. Aceptaron. La capillita no tenía cura, pero una señora beata abría sus puertas todas las tardes para que fueran los vecinos a rezar. Cada tanto venía un cura de un pueblo cercano para celebrar misa. Se arrodillaron todos frente al altar. A Deolinda le sorprendió que fuera tan religioso. Clemente le dijo que los riojanos tenían mucha fe. Rezó en voz alta y pidió por el alma de Quiroga. Ellas no sabían que había sido asesinado. Le preguntaron qué iba a pasar ahora. Clemente les dijo que habían encontrado a los culpables y los estaban juzgando. Había sido un complot del gobierno de Córdoba.
Cuando regresaron de San Juan, Clemente y Jesús volvieron a detenerse en el lugar. Esta vez llegaron directamente a La Majadita y Clemente preguntó por la familia de Deolinda. Llevaban fardos de lana de San Juan a La Rioja. Las mulas iban muy cargadas. Deolinda se alegró al verlo. Siguiendo las costumbres hospitalarias de la zona los hizo pasar a la casa. Su padre acababa de regresar del campo, y su madre estaba en el telar tejiendo. Iban a comer pronto. Todos sus hermanos y hermanas se habían sentado a la mesa y conversaban. Era la hora de la oración. Los invitaron a cenar con ellos. Ese día habían cocinado las hijas. Deolinda había preparado locro y su hermana Josefina había hecho el postre. El padre les sirvió vino casero. Simpatizaron rápidamente. Después de la comida Clemente pidió una guitarra. La madre le trajo una vieja vihuela que había sido de su abuelo. Clemente comenzó a cantar. Tenía una voz agradable, aunque no era perfectamente entonado. Era un joven bien parecido y se conducía con galantería. Cantó cuecas y zambas. Esas canciones iban y venían en Cuyo por el camino de los arrieros.
A las pocas semanas pasaron otra vez. Esta vez Deolinda lo estaba esperando. Clemente trajo regalos para la familia: le dio a Deolinda un collar de conchas de nácar que había comprado en La Rioja, le regaló a su madre un mantel de algodón bordado y a su padre una botella de cognac. Antes de seguir viaje con su carga hacia San Juan, Clemente le dijo que quería ser su novio.
Ese cortejo formal y respetuoso no era raro en la zona. Cuyo era tierra de labriegos. Los Correa eran muy religiosos. El padre le leía la Biblia a su familia todos los días. Le dijo a Clemente que había sido seminarista y que había dejado el seminario de los Dominicos para entrar en el Ejército de los Andes. Había hecho la campaña con San Martín. En el seminario había conocido al fraile Aldao, y se hicieron amigos. Se detenía en su casa cuando iba a La Rioja. Ellos eran federales. Lamentó que hubieran asesinado a Facundo.
Clemente no podía leer ni escribir. Jesús, en cambio, leía y escribía y era el que se encargaba de llevar las cuentas del negocio de arrias. Deolinda tampoco sabía leer ni escribir. Su madre se había opuesto a que aprendiera. Su padre le había enseñado a leer a su hijo mayor. La madre decía que para a cuidar la familia y honrar a Dios no hacía falta saber leer y escribir.
En 1837 se casaron en la capilla de San Agustín. Hicieron la boda en La Majadita. Allí llegaron los familiares y amigos de Clemente. El padre de Deolinda los bendijo y pronunció las oraciones antes de la cena. Comieron chivito y bebieron vino de la tierra. Su madre sirvió los postres y la torta de bodas, que ella misma había preparado. Deolinda dijo que seguiría llamándose Correa, en honor a su familia, aun estando casada. En esa época se aceptaba que la mujer retuviera su apellido paterno, si así lo deseaba. Clemente estuvo de acuerdo. Lo que importaba era el amor.

Recién casados

Los recién casados se fueron a vivir a Tama, cerca de Malanzán, en La Rioja. Clemente operaba desde allí su pequeña empresa. Prometió que llevaría a Deolinda seguido a visitar a su familia. Sus padres podían venir a Tama cuando quisieran. Clemente hizo ampliar la casa que tenía. Contrató a unos paisanos albañiles, que agregaron a la casa dos cuartos más.
Ese año pasó rápido. En La Rioja gobernaba el General Brizuela, federal y, en San Juan, Nazario Benavidez, federal también. La situación económica era buena. Cuyo era una región próspera. La empresa de arrias de Clemente y sus amigos progresaba rápidamente. Sus mulas y caballos iban y venían por los caminos de La Rioja y San Juan.
Clemente y Deolinda estaban felices. Ella quería tener muchos hijos. Le dijo a Clemente que una mujer se sentía vacía sin niños. Ese primer año Dios no los bendijo. Deolinda rezó mucho para que se hiciera pronto el milagro.
Cuando él y sus socios salían de viaje con las mulas cargadas, Clemente dejaba a Deolinda en Malanzán, con la familia de Tomás y de Jesús, que vivían allí. Un día Deolinda le dijo a Clemente que quería ir con él en su próximo viaje. Clemente aceptó contento. No le gustaba dejarla sola. Sería diferente cuando tuvieran hijos. Le preparó un caballo manso. Salieron para San Juan con un arria de veinte mulas. Sus socios no vinieron. En su lugar los acompañaron dos peones. La travesía era lenta, el clima seco. En esa época del año hacía calor por el día y la temperatura bajaba a la noche.
Se detuvieron en La Majadita para visitar a sus padres y hermanos. Al día siguiente continuaron viaje. Llevaban una carga para el gobierno de la provincia. Al llegar a Caucete, antes de entrar en la ciudad de San Juan, hicieron un alto para que se repusieran las mulas. Clemente llevó a Deolinda al mercado. Luego entraron en la pulpería. Siempre había noticias nuevas. Clemente pidió una caña y Deolinda una horchata. De pronto llegó una partida policial. El jefe de la partida, un comisario, miró a los forasteros y saludó. El jefe observaba con insistencia a Deolinda. A ella le pareció cara conocida. Pronto cayó en la cuenta: era el hombre mayor que tiempo atrás se había prendado de ella y la había cortejado. Siguieron viaje. Al rato vieron la polvareda de dos caballos que se acercaban al galope. Era el jefe de policía y un cabo. Los saludaron y les dijeron que iban a San Juan. Si les parecía bien, podían acompañarlos y les darían protección. Clemente les agradeció y les dijo que no era necesario. Los otros se despidieron y partieron al trote. Deolinda se sintió incómoda. Aunque era mujer casada y Clemente un mocetón fuerte y valiente, siempre la seguían las miradas. Sus ojos azules se habían vuelto más cautivantes y profundos con los años. No sabía si decirle a su marido lo que había pasado con ese hombre tiempo atrás. Prefirió guardárselo por el momento. Clemente era celoso. Y Don Rudecindo (se acordó de su nombre) podía ser peligroso para ellos. Por suerte la provincia estaba en paz, y ellos eran buenos federales.
En San Juan todo transcurrió normalmente. Hicieron noche en una posada. Al día siguiente Clemente y Deolinda pasearon por la ciudad, comieron en el mercado y se prepararon para regresar. Llevaban a La Rioja varias mercancías y dos arcones del gobierno con documentos. Era un envío del gobernador Benavidez al gobernador Brizuela. Les ofrecieron acompañarlos con una escolta armada. Clemente les dijo que había sido soldado de Facundo, y que podían defenderse solos. Los dos peones asintieron. Durante la travesía siempre llevaban armas, para una eventualidad.
Poco después de pasar por Caucete los alcanzó el jefe de Policía. Les dijo que cometían una imprudencia y que necesitaban su protección. Los iba a acompañar. Clemente protestó, pero el otro se impuso. Se sumó al arria, junto a un cabo. Don Rudecindo le hacía preguntas indiscretas a Clemente. Quería saber si era dueño de las mulas, si la señora era su esposa y donde vivían. Cada tanto se volvía hacia Deolinda y le clavaba su mirada llena de deseo. Deolinda bajaba la vista y sentía que la estaba desnudando.
El viaje fue lento y tedioso. Al llegar a Valle Fértil saludaron a su familia y continuaron la marcha. No podían detenerse mucho. Finalmente pasaron por Malanzán y llegaron a Tama. Allí se dispusieron a hacer noche en su casa antes de seguir a la ciudad de La Rioja. Don Rudecindo preguntó si podía hospedarse en la vivienda de ellos. Deolinda se negó. Los dos policías se acomodaron bajo un quincho, fuera de la casa. Deolinda le contó a Clemente todo lo que había pasado. Su marido se puso furioso por la osadía del viejo. Se dio cuenta que era una situación peligrosa para ellos. Le pidió que no se quedara sola en la casa, que continuaran viaje juntos a la capital. Al día siguiente siguieron todos hacia La Rioja. Un peón se adelantó a caballo para avisar al gobierno local de su llegada. Don Rudecindo le sacaba conversación a Clemente, fingiendo amistad. Clemente, que era astuto, actuaba con prudencia. El policía se traía algo entre manos. Llegaron a La Rioja. Don Rudecindo se despidió y regresó a Caucete. Ellos estaban seguros que lo volverían a ver. Clemente le dijo a su mujer que la próxima vez que viniera lo iba a enfrentar y preguntarle qué problema tenía con él. Deolinda le pidió que no lo hiciera, no quería que los pusiera contra el gobierno. Clemente le respondió que encontraría quien los apoyara. Felizmente, sus temores no se cumplieron. Don Rudecindo no volvió a Tama ni Clemente se lo encontró en sus viajes a San Juan.

Madre al fin

A fines de 1838 Deolinda quedó embarazada. Estaban locos de contentos. Deolinda prometió construir un altar en Tama a la Virgen de los Desamparados. Su padre la había puesto bajo su protección al nacer.
Su hijo nació el 15 de agosto de 1839, día de la Asunción de María, en La Majadita. Su madre y unas vecinas la ayudaron en el parto. El niño tenía el rostro del padre y los ojos azules de la madre. Clemente decidió llamarlo Facundo, como su héroe. Facundo Bustos fue bautizado el 1º de septiembre en San Agustín del Valle Fértil. Los esposos se sentían felices. Ya había nacido su primer hijo. Vendrían muchos más. Facundo era un niño precioso. Su madre se veía reflejada en el niño. Le parecía que la miraba con sus ojos, que era ella misma la que estaba dentro de ese cuerpecito. Clemente sentía que tenía su sangre y su fuerza. La unión era casi perfecta. Eran tres y eran uno. Se sabían afortunados. Rezaban a diario y Deolinda sintió que su fe había crecido. Dios le había dado lo que ella tanto quería: un hijo.
Se entregó por entero a su dulce labor de madre. Su cuerpo y su sangre eran parte ahora de una realidad trascendente. Los caminos del mundo confluían hacia el secreto de su maternidad. Le hablaba a diario a la virgen. Sentía que ella la escuchaba y la comprendía. Deolinda quería ser su amiga. Las madres siempre estaban dispuestas a dar todo por sus hijos. Cada vez que Facundo se prendía a su pecho la embargaba una emoción inenarrable. El niño la miraba con sus enormes ojos asombrados. Eran del color del cielo de San Juan. Puro, limpio, de un celeste aterciopelado.
Clemente se quedó en La Majadita, acompañando a su mujer. Sus socios se ocupaban de los negocios de la empresa en La Rioja. Llegó diciembre, y la felicidad parecía no tener límites para la familia. Su situación económica mejoraba constantemente. La Compañía era conocida y respetada en las dos provincias en que operaba, San Juan y La Rioja. Planeaban expandirse, tomar empleados, arrieros que llevaran sus mulas cargadas por los caminos y aumentaran sus ganancias.
A fin de año llegó a La Majadita una comitiva inesperada. El Fraile y General Aldao pasaba por la zona y se detuvo a visitar al padre de Deolinda. Vino acompañado de una escolta de diez soldados, que se apostaron bajo un árbol, cerca de la casa. El Fraile abrazó a Deolinda, la felicitó por Facundito y lo saludó a su esposo. Clemente le dijo que había sido soldado de Quiroga y había luchado con él en La Ciudadela. Al escuchar hablar del Tigre, Aldao manifestó una profunda tristeza. Se quejó del horrible crimen y de la saña de los unitarios, que no permitían que terminasen las guerras civiles. En Mendoza las cosas estaban bien, pero los unitarios amenazaban invadir Buenos Aires. Los ingleses y franceses buscaban meterse en nuestro territorio y dominar la patria. Habían convencido a Lavalle en la Banda Oriental de que era el mejor momento para invadir la Confederación. Le estaban proporcionando armas y pertrechos, y hasta se habían ofrecido a transportar su ejército por barco. Lavalle se había prestado al juego. No se conformó con haber desatado la guerra en el 28, después de haber asesinado cobardemente a Dorrego. Todavía se sentía con autoridad para invadir, al servicio de los imperios. Pudiera ser que un día derrotaran definitivamente a Rosas y el país quedara a merced del Emperador del Brasil y de los franceses. Ese día los unitarios estarían satisfechos. Pero antes de eso tendrían que pasar por encima de su cadáver.
El padre de Deolinda pidió a Fray Aldao que dirigiera las plegarias antes del almuerzo. José Féliz, como pidió que lo llamaran (les dijo que para ellos no era General sino un amigo), leyó una sección del Evangelio según San Mateo y luego comieron en paz. Recordaron la época que habían compartido en el seminario. Aldao habló de cómo habían cambiado las cosas. La revolución los arrastró a todos. Tuvieron que sacrificarse por el país. Luego del almuerzo el fraile bendijo a Facundo y alabó a su madre. Dijo que las mujeres argentinas eran las más abnegadas que conocía, y las más valientes. Luego, en conversación privada con su amigo Correa y con Clemente, les avisó que se esperaban momentos difíciles, se anunciaba una invasión inminente de Lavalle y sus fuerzas podían llegar a Cuyo. Había que estar preparado. Por suerte, los gobernadores de San Juan y La Rioja eran buenos federales. Clemente le dijo que había que tener “miedo del oro”, que corrompe a los hombres.
- Si los franceses están detrás de la invasión, es peligroso, porque saben cómo seducir a los ambiciosos y les pagan su precio - le dijo Don Correa.
- Así es amigo - le respondió Aldao - Los extranjeros ya compraron a Rivadavia y por su culpa perdimos la Banda Oriental. Allí nos metieron una cuña desde la cual pueden intrigar y amenazarnos a gusto. Gracias a Dios, tenemos a Rosas. Su astucia siempre pudo más que la hipocresía de los gachupines. Sin él, hoy seríamos colonia francesa o inglesa, como lo reconoció mi General San Martín. Qué Dios le dé salud a nuestro gaucho rubio y que viva muchos años. Los extranjeros acechan.
Bebieron una última copa y se despidieron.

La guerra otra vez

Pasaron los meses y las predicciones del Fraile Aldao se mostraron correctas. En el otoño del 40 llegaron noticias de que los unitarios habían comenzado la invasión. Se  había formado en el interior la Coalición del Norte, que los apoyaba. Pronto supieron que Brizuela, el Gobernador de La Rioja, se había dado vuelta. Se había pasado al bando unitario y ahora formaba parte de la Coalición del Norte. Podían atacar San Juan en cualquier momento. Poco después llegaron de Tama los socios de Clemente, Tomás, Rosauro y Jesús, con un arria de mulas cargadas de mercadería para Caucete en San Juan. Le pidieron a Clemente que protegiera a su familia en La Majadita, que no fuera para La Rioja mientras no mejorara la situación. La provincia ya no era segura para él. Cuando hubiera trabajo allá, ellos se encargarían.
Clemente les agradeció y salieron todos con el arria de mulas cargadas rumbo a Caucete. Allá ocurrió lo inesperado, los males nunca vienen solos. Después de entregar la carga fueron al almacén a comer algo. Se sentaron a una mesa, les sirvieron y estaban conversando cuando entró el Comisario Alvarado. De inmediato vio al grupo y se acercó. Llamó a Clemente por su nombre. Lo saludó y le preguntó por su familia. Los invitó a tomarse una caña a su salud, pero ellos no aceptaron. Se justificaron diciendo que tenían que salir pronto con una carga para La Rioja y si uno bebía el calor no se aguantaba.
El Comisario les dijo que se cuidaran, que se venían malos tiempos, y la gente “se estaba cambiando de bando”.
- ¿Ud. es unitario o federal? - le preguntó a Clemente con sorna.
- Federal, por supuesto. Fui y seguiré siendo soldado de Facundo Quiroga - respondió.
- ¡Qué lástima! - se burló el Comisario - Facundo está muerto.
Los saludó con el ala del sombrero y se retiró. Sus amigos le preguntaron alarmados qué había pasado con ese hombre. Clemente les explicó la situación. Jesús le dijo que debía tener mucho cuidado, y que si algo ocurría ellos estarían allí para ayudarlo.
Sus amigos partieron con el arria de mulas a La Rioja y él, preocupado, regresó directamente a La Majadita y le contó a Deolinda del encuentro. Ella le confesó que le tenía miedo al Comisario. Estaba resentido con ella porque lo había rechazado.
- Si te llevan a la guerra, ¿quién me va a cuidar? - le dijo.
- Si eso pasa, no dejes que se acerque. Ocultate hasta que yo regrese - le pidió Clemente.
- Antes muerta que con ese hombre - respondió Deolinda - Yo soy tuya y de nadie más.
Se besaron tiernamente. Después ella le dio de comer al niño. Sus pechos estaban cargados de leche.
A fines de octubre llegó una partida del Ejército a San Agustín del Valle Fértil. Clemente se encontraba en el pueblo. Estaba en la pulpería cuando entraron los soldados. Dijeron que estaban reclutando gente para la guerra. Clemente se dio cuenta enseguida que eran unitarios. El oficial estaba vestido de azul y se veía que era un cajetilla. Tenía la barba en forma de U. Los unitarios eran inconfundibles. Había tres hombres en la pulpería, además de Clemente. Uno era viejo y lo dejaron salir. Otro dijo que no podía ir, su mujer esperaba familia. Un cabo lo cruzó de un rebencazo y se lo llevaron engrillado. El tercero aceptó incorporarse. Clemente no se resistió. Dijo que iría, pero quería pasar a despedirse de su esposa. Le preguntaron dónde estaba su rancho. Le respondió que en La Majadita. El oficial sacó una hoja de papel y la desplegó.
- ¿Cuál es su nombre? - le preguntó.
- Clemente Bustos - respondió.
El oficial miró detenidamente en la hoja de papel.
- Ajá - dijo - aquí aparece su nombre. Dice que es hombre de cuidado. Lo vamos a vigilar bien. No puede ir a su rancho. Ya sabe que la deserción se paga con la muerte. Estamos en tiempos de guerra. Ahora forma parte Ud. del Ejército del General Brizuela. Prepárese a luchar contra la tiranía de los federales.
- Hasta hace poco Brizuela era federal - respondió Clemente - y partidario del General Rosas.
- Los tiempos cambian - dijo el oficial - Nadie lo quiere a Rosas. Ni los franceses, ni los ingleses, ni nadie. No durará en el poder ni un año más. En 1841 la Argentina será libre.
La partida de soldados salió en dirección a Caucete. Los unitarios buscaban controlar la provincia de San Juan. Deolinda, apenas se enteró de lo ocurrido, fue a hablar con su padre. Don Correa trató de calmarla. Le pidió que tuviera paciencia. Le llamó mucho la atención lo que había pasado. Clemente estaba bien establecido con su negocio de arrias. Todos lo conocían. Lo respetaban. Les podía ser mucho más útil, llegado el caso, como arriero y transportista que como soldado. Deolinda le dijo que el oficial unitario llevaba una lista con nombres. Alguien buscaba perjudicarlo. Deolinda tenía miedo. Su esposo era federal, no lucharía contra la gente de su propio bando.

La huida y el sacrificio

Dos días después escucharon que el Comisario de Caucete estaba en San Agustín del Valle Fértil. Deolinda sabía que venía a buscarla. Era capaz de todo. Se armó de coraje y decidió escapar. Tomó a su hijo y lo arropó bien. Metió en su morral un pan y varias lonjas de charqui y se cruzó sobre los hombros tres chifles de agua. Le avisó a su padre que se iba tras los pasos de su esposo, antes de que fuera tarde. El padre le pidió que llevara su caballo. Ella le dijo que era difícil cabalgar con un bebé, y no quería dejarlo. Les sería muy fácil además seguir las huellas del caballo y alcanzarla. Tenía que irse a pie. Si veía a alguien que se aproximaba o venía tras ella se ocultaría. Estaría vigilante. Conocía bien el camino y el monte. Pronto pasarían por allí los socios de Clemente, Jesús, Rosauro y Tomás, con un arria de mulas. Le pidió a su padre que les avisara que los unitarios se habían llevado a Clemente y que ella había partido tras él. Su enemigo, el jefe de la policía, la seguía. Les rogaba que vinieran pronto a socorrerla. Padre e hija se abrazaron. Después se despidió, llorando, de su madre y sus hermanos. Besaron a Facundito y la abrazaron. Terminaba el mes de octubre.
 Deolinda partió con su hijo. Anduvo durante todo el día y toda la noche. Cada tanto se detenía para darle el pecho. Vigilaba constantemente el camino. Se aseguraba de que no viniera nadie tras ella. Al amanecer se apartó de la huella y se recostó con Facundito bajo un algarrobo, sobre la falda del monte. Se ocultó lo mejor que pudo. No quería que la vieran.  Ya se le había terminado el agua de uno de los chifles. Le quedaban dos más.
Se dijo que había hecho bien en irse de La Majadita, prefería morir a caer en manos del Comisario. Le pidió a Dios por su hijito. “Señor”, rezó, “no me importa mi vida, me pongo en tus manos, pero deja que mi hijito viva.” Recostó la cabecita de su hijo sobre sus pechos y se durmió.
Ya bien entrada la mañana siguió viaje. Anduvo a buen paso. Quería ver a su esposo. Pensó que la columna del Ejército ya habría llegado a Caucete. Quizá se quedaran allá acuartelados. Pronto pasarían Jesús y el arria de mulas y la rescatarían. Con ellos, ella y su hijo estarían seguros.
Su hijo parecía no sentir los efectos del viaje. Dormía plácidamente. Cuando tenía hambre y lloraba, Deolinda se detenía para amamantarlo. Al fin del día ya se le había terminado el agua de otro chifle. Comió el resto del charqui. Sus piernas eran fuertes, aguantaban bien. Esa noche volvió a rezar. Le pidió a Dios que los protegiera. Rogó por su hijito. Facundo era un alma inocente.
A la mañana siguiente continuó la marcha. Hacía mucho calor. Se preguntó qué día sería. No faltaba mucho para el día de los Santos. Por la tarde se detuvo y durmió un rato. Anduvo durante la noche. Se le estaba acabando el agua. Hacía tres días que había salido. No podía estar muy lejos del próximo poblado, pensaba ella. Allí podría cargar agua y pedir comida. Cuando la luna estaba bien alta se acostó a la vera del camino, con su hijo encima y se durmió.
Despertó al amanecer. Se sentía rara. Su hijo aún dormía. El paisaje que la rodeaba estaba transformado, como si fuera distinto al del día anterior. Más seco, más árido. Anduvo ya sin agua. Por momentos se mareaba y se sentía desfallecer. Hacía mucho calor. Vio un árbol cerca y se sentó bajo su sombra. Quería descansar y amamantar a Facundo. Quizá pasaran pronto Jesús y sus socios con las mulas. Dios tenía que ayudarla. Su boca estaba reseca. Al caer la noche se quedó dormida.
El próximo día amaneció sin fuerzas. Comprobó que su hijo estaba bien. Seguía comiendo de sus pechos. Se dijo que no se arrepentía de haber salido de su casa a pie. Prefería morir con el nombre de Clemente en los labios a caer en brazos de otro hombre. Subió unos metros la ladera del monte a ver si se divisaba algún caserío. Le llamó la atención la sequedad y la aridez del paisaje, le recordaba la región de Vallecito, cerca de Caucete. Pero Caucete estaba lejos de La Majadita. No podía haber recorrido tanta distancia a pie. Quizá, durante su sueño, Dios hubiera hecho un milagro y la hubiera transportado allí. Sea lo que fuera, pidió que se cumpliera su voluntad. Ella y su hijo estaban en sus manos.
Pensó que ese sería el día de los Santos. No venía nadie por el sendero. Bajó la ladera del monte y se sentó junto al camino. Le cubrió la cabecita a su bebé y lo recostó sobre sus pechos. Se le fueron cerrando los ojos y al rato perdió la conciencia. Su hijo empezó a moverse, inquieto, tenía hambre. El pezón de la madre le rozaba los labios. Empezó a tirar de él y a chupar. Cuando se sintió lleno lo dejó y se quedó dormido.
Esa noche Deolinda falleció. Entregó su alma a Dios durante la noche del día de los Muertos. Al amanecer, Facundo volvió a buscar la leche en los pechos de su madre muerta. Chupó hasta que la leche empezó a fluir. Bajo la luz incierta del amanecer descendió un ángel del cielo. Tenía una piel muy tersa y formas de mujer. Se sentó junto al cadáver de Deolinda. Facundo lo miró con asombro. El ángel le devolvió la mirada. En sus ojos había cielo y eternidad. Salió el sol y la temperatura empezó a subir. Ya hacía varias horas que Deolinda había muerto. El niño seguía recostado sobre los pechos como en un lecho de rosas. A mediodía tuvo hambre y volvió a buscar la leche de su madre. Milagrosamente, esta fluyó. El ángel plegó sus alas y se sentó junto al niño. Observaba amoroso cómo este comía. Era su ángel guardián. Elevó su mirada al Dios Padre. Era el día de las ánimas. Luego de comer el bebé durmió plácidamente por un largo rato. El ángel permaneció a su lado.
El niño despertó y se encontró con los ojos de su guardián. El ángel desplegó sus alas y se elevó. Miró el camino. No muy lejos venía una caravana. Era Jesús y sus amigos. El ángel partió.
Pronto llegó la caravana hasta el lugar y vieron a la madre y el niño. Estaban al tanto de todo. Habían pasado por La Majadita. Se preguntaron cómo Deolinda podía haber llegado hasta allí caminando. Esperaban encontrarla antes. Les pareció un milagro que hubiera andado tanto. Apenas sintió el contacto de unos brazos que lo alzaban Facundo se puso a llorar. Tenía hambre. Jesús intentó despertar a la madre, creyendo que se había dormido. Pronto comprobó que estaba muerta. De su pecho desnudo manaba un hilito de leche. Dejó que el niño se acercara al pecho. Comió hasta satisfacerse.
El cuerpo de Deolinda ya olía mal. Los amigos se lamentaron de su suerte. Envolvieron el cadáver en un poncho rojo y lo cargaron sobre una de las mulas. Comprendieron que no podrían ir muy lejos con ella. El sol apretaba. Finalmente decidieron enterrarla en Vallecito y seguir con el niño. Cubrieron el cadáver con piedras y pusieron sobre el montículo una cruz. Jesús escribió con carbón: “La Difunta Correa”. Continuaron viaje a Caucete para entregar la carga y averiguar si Clemente estaba allí. Al llegar se enteraron que los soldados apenas si se habían detenido en el lugar.
Decidieron regresar a La Majadita para entregar al niño a sus abuelos. Se llevaron un chifle con leche de cabra para alimentarlo. Pero el niño no quería comer. Vieron que tenía fiebre. Le dieron agua y le mojaron la frente, a ver si le bajaba la temperatura. Cuando pasaron por el sitio donde estaba Deolinda enterrada el niño ya había muerto. Pensaron que había querido reunirse con su madre. Irse con ella al cielo. Era un inocente, un angelito. Lo enterraron envuelto en su mantita. Hicieron un montículo junto a la tumba de su madre. Siguieron camino hacia La Majadita.

La suerte de Clemente

El día dos de noviembre, a varias leguas de allí, Clemente, que marchaba con la partida, decidió escapar. Le habían dicho que iban a pelear contra los federales. Se dijo que prefería arriesgar su vida y desertar. No derramaría la sangre de su gente. Ofendería la memoria de su caudillo. Él era hombre de honor y no le tenía miedo a la muerte. Eso lo había aprendido cabalgando con Quiroga. Había que vivir luchando y morir de pie. Por la noche, mientras los otros dormían, escapó. El Teniente unitario que lo conducía mandó a tres de sus hombres a perseguirlo. Dos días después lo alcanzaron. Se había tendido a dormir. Se lo llevaron de vuelta al Teniente. Uno que conocía a Clemente dijo que era un buen hombre, que le perdonara la vida. El unitario no tuvo piedad. Mandó formar un pelotón y lo fusiló de inmediato. Tiempo después los unitarios fueron derrotados por los federales. El Teniente que hizo matar a Clemente fue uno de los oficiales prisioneros fusilados por el General Aldao, en represalia por la muerte de su hermano, al que había enviado a parlamentar.

El milagro final

Jesús y sus compañeros llegaron a La Majadita y le contaron al padre de Deolinda cuál había sido el destino de su hija y su nieto. Este se preguntó cómo su hija había podido recorrer tanta distancia a pie con su hijo a cuestas. Dios tenía que haber intervenido. No era algo humano. Creyente como era, se preguntó si dios no habría hecho un milagro. Los lugareños siempre esperaban un signo favorable de él. Era gente de una fe profunda. 
La familia estaba desolada. El Jefe de la policía de Caucete había pasado por ahí hacía varios días. Había preguntado por Deolinda. Cuando supo que no estaba se retiró del lugar sin dar explicación. El padre decidió visitar la tumba de su hija y su nieto. Preparó su caballo y salió. Durante el camino oró con fervor. Le pidió a Dios por sus almas. De pronto sintió sed. Tomó su chifle y bebió. Sintió que el agua tenía un sabor extraño. Era dulce. Vertió un poco del contenido y comprobó que el agua se había transformado en un líquido blancuzco con sabor a leche de madre. Entendió que era un signo divino. Se preguntó si Dios no había elegido a su hija para hacerse presente entre ellos, y su sacrificio quería recordarnos el sacrificio del hijo, que también había padecido sed en la cruz. El mundo estaba sediento de milagros y de amor. Dios hacía mucha falta.
- Alguna vez, presiento - dijo, hablando al alma de su hija - irán las madres y los viajeros en peregrinación a visitarte a tu tumba, a pedirte favores y milagros. Fuiste un modelo de fidelidad conyugal y devoción materna. Diste la vida por tu marido y tu hijo. Te inspiraba la madre de dios, que es la madre de todos. Vos, que fuiste fuerte, velarás por aquellos que necesiten tu protección. Intercederás ante Dios. Serás la madre del amor y la justicia. Guiarás a los viajeros en su travesía, calmarás su sed y protegerás sus hogares.
Al llegar a la tumba oró por las dos almas. En ese momento se le apareció el ángel que antes lo había visitado a su nieto. Vio que tenía los ojos azules como Deolinda. Levantó su vista al cielo y le agradeció a Dios.
- Sufrimos en este mundo, Señor - dijo - Necesitamos tu consuelo y amor.



Publicado en 
Alberto Julián Pérez, Cuentos Argentinos
Ediciones Riseñor, 2015: 193-209. 


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