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martes, 19 de septiembre de 2017

El sentido del placer en la poesía de Julio Herrera y Reissig

               
                                                                           Alberto Julián Pérez ©

               Siempre me intrigó el placer íntimo que me causa el leer las poesías de Julio Herrera y Reissig, placer que es difícil discernir si es creado por un mero artificio de la sabia escritura poética o por la sensualidad de un poeta que comunica esa sensación a su estilo. Debemos recordar que para los poetas de fines del siglo XIX y principios del XX, todos aquellos que se sintieron identificados con el Modernismo hispanoamericano y el Simbolismo europeo, el estilo era el hombre (Pérez a. 84-95). Julio Herrera escribió una poesía exteriorista que lo hace sospechoso de superficialidad en el mejor sentido de la palabra: poeta descriptivo y antifilosófico, que presenta escenas recargadas y brillantes y evita meditar en su poesía. Para él la poesía es ante todo despliegue visual y plástico, fantasmagoría pseudonaturalista. El sentido de lo orgánico que muestra Julio Herrera (en sus famosas neo-églogas) tiene pocos paralelos en la poesía de la época: sólo Leopoldo Lugones en su Lunario sentimental sabrá crear una simbiosis entre explicación naturalista y comentario cultural irónico, en una relación de mutuo extrañamiento (Kirkpatrick 186-189).
          Julio Herrera tiene una manera especial de tratar el mundo natural, entendiéndolo poéticamente, reinterpretándolo en sus procesos orgánicos, sometiéndolo a comentarios culturales distanciadores y exhibicionistas del arte consumado del poeta. No sabemos cómo llega a esta necesidad “espiritual” de representar el mundo orgánico (no contamos con ejemplos  equivalentes en las otras artes de la época, ni existe en el Río de la Plata una arquitectura comparable a la de Gaudí en Barcelona, con quien sí tiene analogías la concepción de la imagen plástica orgánica de Herrera y Reissig), pero reconocemos el conflicto entre naturaleza y arte en esta etapa de la modernidad en el Río de la Plata. Porque si bien la poesía modernista es un arte “moderno”, su modernidad difiere mucho de la modernidad neoclásica de los enciclopedistas y de la modernidad romántica, que indagaba los procesos del yo y el papel de la conciencia en el mundo. El valor del yo cambia radicalmente para la poesía a partir de los cuestionamientos de Baudelaire, que tanto Herrera y Reissig como su compatriota, el Conde de Lautreamont, parecen haber vivido íntimamente. Es ése el momento en que la modernidad manifiesta una fractura en la “buena conciencia” burguesa, se hace evidente la imposibilidad de mantener una consciencia unitaria (como lo demostró Benjamin en su libro sobre Baudelaire) y aparece el conflicto insoluble entre el mundo exterior y la experiencia íntima, que el poeta “resuelve” apartándose de la vida social, transformándose en un “observador” en los márgenes de la sociedad, que ve la vida contemporánea con cierta impasibilidad, ironía y cinismo.
            El poeta toma su distancia no sólo con el hecho social sino también con sus propios sentimientos. Es un cronista de su sociedad, un “voyeur”, un personaje secundario que participa a ratos, siempre y cuando esa realidad social no duela demasiado ni lo comprometa socialmente. El poeta post-baudelaireano ha renunciado a su papel de héroe y profeta (al que había incitado Víctor Hugo y, en el Río de la Plata, Echeverría y Andrade) y asumido un papel social contradictorio (Pérez c. 50-54). Tiene conciencia de sus impulsos autodestructivos y tanáticos, de los aspectos “morbosos” de su personalidad (como clasificaba la psicología lambrosiana las personalidades consideradas anormales), así como de su capacidad creativa inusual, de su excepcional habilidad lingüística. Sus estados de ánimo, evidenciados en su experiencia poética, pasan de la autonegación al exhibicionismo. Este es el momento en que los poetas hispanoamericanos logran “hispanizar” la gran poesía europea, especialmente francesa, que admiraban e imitaban, y encuentran en la gran tradición barroca de la lengua, sobre todo en la obra poética de Góngora, el exceso, la hipercreatividad metafórica, que distingue la poesía barroca en nuestra lengua. Góngora se transforma para Herrera y Reissig, muy tempranamente, en un referente necesario de su propia poesía: se puede ser un poeta radical en la lengua castellana y sumar metáforas hasta casi hacer desaparecer el referente, por la riqueza de la expresión y la “selva” metafórica (Herrera y Reissig, “Conceptos de crítica” 287-289). Góngora también había demostrado que un poeta podía ser irreverente con la gran tradición clásica que tanto admiraban los renacentistas, crear imágenes de una artificiosidad chocante que cuestionaran la relación entre la armonía clásica y el gusto contemporáneo.
            Herrera y Reissig, sabemos por sus numerosas declaraciones, estaba más que disgustado con la sociedad pragmática y progresista que estaba surgiendo en el Río de la Plata, consecuencia del éxito de la política económica desarrollista de la generación positivista, y su culto al progreso y al éxito material (“Epílogo wagneriano a la ‘política de fusión’” 297-307). Sentía un profundo desprecio por su sociedad contemporánea. Para él, la vida social de Montevideo denunciaba una sociedad deformada y desnaturalizada, mediocre, provinciana, que negaba el talento y castigaba la originalidad creadora. No se identificó con ningún sustrato nacional, lo que resintieron muchos de sus críticos (de Torre 13). Lo cierto es que desde su “torre de los panoramas”, su altillo bohemio, su versión cimarrona de la “torre de marfil” simbolista, no veía la ciudad de Montevideo “real”, que podría haber descrito un escritor costumbrista contemporáneo, ni la sociedad uruguaya progresista de fin de siglo. Julio Herrera veía otra cosa: veía lo que negaba. Y afirmaba una ciudad y un paisaje “desnaturalizado”, que era su paisaje imaginario propio, que él aportaba al mundo de la poesía de entonces y de ahora, porque una poesía de esa calidad sobrevive felizmente a su tiempo.
            Aquí arribamos a la cuestión del valor del placer en la vida y en la obra de Julio Herrera. Es el placer el que salva la unidad orgánica del sujeto, el que logra mantener su salud mental. Julio Herrera protege y resguarda su identidad en el placer (Espina 131-133). Placer erótico, placer poético. Placer que se evidencia en la felicidad del verbo. ¿Cómo goza el poeta y cómo nos comunica ese goce? ¿Cómo nos coloca en la superficie de la escritura y nos sostiene en la felicidad del artificio verbal? Para entender esto tenemos que recordar los cambios que experimentaba la consciencia del sujeto en ese mundo finisecular, que meditaba sobre la percepción, la duración y la memoria, tal como lo explaya Bergson en su filosofía (Bergson 9-64). Julio Herrera construye un tipo de imágenes poéticas cuya efectividad depende de la intensidad y de la duración para comunicarnos el placer que quieren evocar en el lector. Notamos que sus imágenes son constantes en cuanto al uso de recursos lingüísticos: neologismos, palabras inusuales, metáforas que asocian el mundo natural con el cultural y al que el poeta agrega su comentario “crítico”, evidenciado a través de la ironía y la burla. En “Neurastenia”, por ejemplo, dice el poeta: “Huraño el bosque muge su rezongo,/ y los ecos llevando algún reproche/ hacen rodar su carrasqueño coche/ y hablan la lengua de un extraño Congo.” (100) Al hacer rimar “rezongo” con “Congo” fuerza la selección de palabras para buscar la rima. Y al hacer “mugir” al bosque y compararlo con el ganado vacuno crea una acción distanciada de una analogía fácil y natural.
            Aquí Julio Herrera está cuestionando el sentido de lo bello, y agregando al poema un elemento grotesco, desagradable, feo. Aparece en el poema un mundo natural bastante extraño y poco relacionado con el paisaje local montevideano. Notamos que lo orgánico está deformado y animizado. El recurso va más allá de la mera personificación poética. El bosque muge, la luna luego tendrá en el mismo poema “la expresión estúpida de un hongo”. Lo orgánico está degradado. Y si nos preguntamos por la razón, el poeta mismo nos lo está indicando en el título del poema: “Neurastenia”, estado de postración nerviosa. Es el estado nervioso del sujeto, su neurastenia, el que le hace percibir ese mundo “enfermo”. Julio Herrera nos comunica un paisaje y una experiencia sentimental desde la perspectiva del sujeto enfermo, que está enfermo del mundo y enfermo a causa del mundo. La enfermedad amenaza la integridad del sujeto orgánico. Habla desde la perspectiva de una consciencia exacerbada por estados emocionales extremos, como pueden ser la enfermedad (conocemos el papel que la enfermedad tuvo en su propia vida, por su dolencia cardiaca de la que era plenamente consciente y que lo llevó a la muerte temprana a los treinta y cinco años) y la alucinación, causada por la droga. Julio Herrera gusta comunicar esos estados enfermizos de percepción, alucinaciones y fantasmagorías, que cuestionan la objetividad del mundo, su estado de naturaleza, y hacen pasar a primer plano la psicología alterada del sujeto que percibe, dotando a ese mundo de una representación imaginaria que combina la fantasmagoría con la libertad verbal, en que el poeta puede hacer rimar, por ejemplo, “rezongo” con “Congo”, y luego, decir que la luna tiene expresión estúpida de “hongo” y el humo hace un fantoche de “sombrero oblongo”. Herrera y Reissig no tiene miedo de dejar deslizar su imaginación poética hacia el disparate y lo grotesco, lo cual parece ser una necesidad constante de su universo poético (Villavicencio 392).
            Este poema “Neurastenia” tiene todos los elementos que podríamos esperar de un poema descriptivo-dramático: el paisaje nocturno, que Herrera siempre prefiere en sus poemas, y le permite introducir acontecimientos naturales expresivos e inesperados (sonidos extraños, el humo), y los personajes: un hombre, sujeto poético del poema, y una mujer, que será el objeto del deseo del hombre. No sólo la relación entre el sujeto y el paisaje aparece desnaturalizada, sino que el hombre y la mujer mantienen una relación “objetual”: una relación de poder y dominio. El hombre es el “sacerdote” poderoso, el supremo neurótico infantil y caprichoso, que le ordena a la mujer que se arrodille, y va a celebrar “la misa”. En esa misa herética termina tomándole con su mano un seno, el objeto consagrado, que se transforma en “astro niño”. Es una comunión histérica y fetichista, en que las palabras de consagración son: “¡Oh, tus botas, los guantes, el corpiño...!” El rito neurótico muestra la liberación de la pasión a través del goce compulsivo, impera el principio supremo del placer extático, que el poeta comunica al lector.
            Herrera y Reissig no es un poeta metafísico y “trascendental” y no nos habla en su poesía de sus verdaderos pensamientos: los oculta, los reprime. No filosofa, sino que viste sus imágenes, en un supremo esfuerzo histriónico, para ocultar cualquier fondo conceptual. ¿Y el pensamiento dónde está? Aquí sí se reconoce simbolista: está en el ritmo. Pero no es un pensamiento propio, personal: es la Idea, con mayúscula, a la que el poeta indirectamente se aproxima. La Idea es un Dios y no se le puede descorrer el velo para ver su rostro. El castigo sería terrible, quizá el Silencio, la esterilidad poética. El poeta que busca la Idea en el Mundo y desea hallar el alma del Universo, que se esconde en el ritmo de las cosas, es un ser que está a punto de cometer un sacrilegio. Se sabe transgresor (Kirkpatrick 191-197).
            En su poesía, como un exorcismo, encontramos repetidamente escenificada esta situación: el momento de la trasgresión. Esta trasgresión puede generar culpa, pero el poeta, lejos de reconocerla, exhibe, como Baudelaire, su desafío. Es un desafío individual, y que le da valor como individuo. El ser humano está solo ante lo divino. En el momento en que el poeta realiza el ritual de su “misa” pagana y toma con su mano el seno de la bella, compite con Dios. Su fuerza radica en su habilidad para acercarse al pecado, para transgredir conductas sociales “decentes” establecidas. Está escandalizando a sus contemporáneos: no refleja sus sentimientos fielmente en sus obras, con rigor naturalista o realista. Muestra un mundo imaginario deformado y grotesco, compuesto de fantasmagorías que violan el buen gusto poético, aún desde el punto de vista de la poética modernista establecida en el Río de la Plata desde hacía ya varios años, a partir de la publicación de Azul..., en 1888, de Rubén Darío, y luego el soberbio Prosas profanas en 1896 (Pérez a. 65-75). La vida de Herrera y Reissig resultó marginal en un momento en que los poetas modernistas disfrutaban de buen reconocimiento público. Rodó, admirador de Darío, y autoconfeso “modernista”, lo ignoró. Julio Herrera y Reissig resultó demasiado aún para los mismos modernistas (Guillermo de Torre 13).
            Su registro poético abarca tanto extensas composiciones, “fantasmagorías” fabulosas como “La vida” y “La torre de las esfinges”, como una numerosa y casi increíble colección de sonetos, que lo colocan entre los mejores sonetistas de nuestra lengua (Amestoy 103-109). En sus sonetos aborda temas “eglógicos” o pseudo-eglógicos, en los que lleva a cabo un sistemático trabajo de demolición de la tradición naturalista del soneto, y temas amorosos y eróticos. Los paisajes de Julio Herrera, resultan -- por la importancia que había adquirido el tratamiento del paisaje en el arte de la época, tanto dentro de la poesía como dentro de las artes plásticas (pensemos en la pintura impresionista) -- críticos y sintomáticos de su relación conflictiva con su mundo literario y social. Arqueles Vela estudió hace algunos años el tratamiento “decadente” que hacía Herrera y Reissig del paisaje y de los temas eróticos y, comparándolo con el de Lugones, concluyó que este último era un poeta más intelectualista, menos sensual que el uruguayo (Vela 218-20). Lugones comunica un placer más intelectual. Julio Herrera un placer más sensual y físico.
            En la colección de sonetos de “Los éxtasis de la montaña”, Herrera reescribe en clave modernista la poesía bucólica y costumbrista. Poemas como “La vuelta de los campos”, “La huerta”, “La iglesia”, “El cura”, hablan de la vida de aldea (que es más una aldea castellana, o una aldea de “otra época”, que un pueblo de la campaña rioplatense), expresando gran ternura hacia la vida simple del campo. Sin embargo, hace evidente en todo momento que está reescribiendo una tradición, y que el placer se deriva de la reescritura (Vilariño XXIV-XXVI). Herrera pinta un paisaje por momentos simbólico y por momentos icónico, haciendo consciente al lector de que se trata de una pintura y no de una imitación de la naturaleza (Espina 156-160). Así, en “Claroscuro”, por ejemplo, el poema se llena de “gestos” y signos, y las “palomas violetas” salen de las paredes de las casas que están “arrugadas” y oscuras (12-13). Los personajes criollos, como el cura o el arriero, conviven con personajes mitológicos y otros tomados de las Escrituras. Todo lo que es imagen plástica es susceptible de ser animado y participar en la fabulación: en “La iglesia”, los santos, la pileta bautismal, aún los animales domésticos contribuyen a animar una grotesca comedia rural (13).
            En sus sonetos amorosos Herrera es casi siempre serio y trágico, pero en los sonetos campesinos tiende a la comedia. El poeta hace dialogar a los elementos de la naturaleza: en “La huerta”, una “mítica Majestad” le pone el dedo en los labios a “la noche”, llamándola a silencio, mientras “la huerta” sueña (12). En la fábula participan las míticas Hécuba e Iris, desprovistas de ningún sentido trágico: al poeta parece interesarle más el aspecto decorativo y extrañante de estos personajes, que no pueden confundirse con seres históricos de carne y hueso. Ayudan a “desnaturalizar” la naturaleza (Camurati 304). A resaltar el sentido del artificio verbal. El poeta crea un paisaje artificial, artesanal. Pero el placer que nos comunica en sus versos se debe tanto a la invención metafórica y al ritmo, como a la anécdota: el poema exhala ternura, delicadeza. Uno no puede dejar de leer sin detenerse a cada momento para decir: ¡qué lindo! Julio Herrera sabe comunicarnos lo bello, sabe extasiarnos, nos está brindando un instante de placer, que tanto apreciamos los lectores. Placer intenso, placer sensual.
            El poeta descompone lo material en imágenes “interpretadas”, comentadas, acotadas: es un mundo de anécdotas humanas. Es el paisaje sentido. En ese comentario vivimos los lectores la sensibilidad del poeta. En la selección del mundo natural que el poeta interpreta “estéticamente”. No le interesan las implicaciones filosóficas ni morales del espacio bucólico. Le interesa sí mostrar en él lo colorido y lo bello, lo armonioso y lo plástico, lo sensual y lo grotesco. Con esos elementos compone su propio paisaje eglógico. A diferencia de otros poetas contemporáneos, como Rubén Darío y Antonio Machado, Herrera presta poca atención al sentido trascendente de las ideas. La autocompasión confesional parece ser extraña a su temperamento, a pesar que por su enfermedad y su sufrimiento personal tenía motivos auténticos para quejarse (de Torre 7-34). Para él la poesía era un sacerdocio, el mundo del arte un sitio ideal donde el ser sensible podía salvarse. Vivía perdido en ese mundo. Negaba, en cambio, su dolor personal y sus circunstancias. Notamos en esto un cierto ascetismo. Un sentido profundo del sacrificio que debe hacer el artista para llegar a expresar su don poético.
            Como ocurre en la creación de la metáfora, una figura que tanto apreció, en la que se reemplaza el objeto por otros que lo representan, Julio Herrera cambió el mundo “real” por aquellas ensoñaciones que lo aludían en su aspecto más sensual y brillante (“Concepto de crítica” 287-89). La poesía para él fue una serie de ropajes y de máscaras. No vivió en Montevideo sino en sus ensoñaciones. Podemos imaginar que fue un sufriente que en su dolor encontró gozo. Pero no fue el único en pasar por esta experiencia: artistas como Verlaine, pensadores como Nietzsche, alternaron entre la expresión del dolor y la exaltación egocéntrica de su grandeza. Herrera ocultó su sufrimiento y su miedo a la muerte con singular pudor. A veces, al leer su poesía, nos quedamos con la sensación extraña de sentir que no sabemos quién es el que está hablando.
            Herrera ejecuta un trabajo de verdadera “traducción” de los temas de la poesía amorosa de su época a una clave moderna propia, a su “estilo”. Los traduce a las peculiaridades de su visión, en la que tienen un papel muy importante el sentido lúdico y la sorpresa. Este estilo demuestra su inefable originalidad como poeta, originalidad que tanto apreciaban los poetas modernistas y simbolistas. Existe un estilo “Herrera”, como existe un estilo “Darío” y antes hubo un estilo “gongorino”. El estilo de Herrera es irrepetible, porque es en sí un estilo extremo que, sin buscar conscientemente la parodia, contempla lo deforme y llega a lo grotesco. Intentar repetirlo sería caer irreparablemente en la parodia. Herrera se mueve en ese margen. Su arte es un arte terminal, que culmina una manera de escribir, la lleva a su límite. Sin querer, la clausura. Por eso notamos en su poesía todo el peso de un modo de escribir anterior al suyo: el de los modernistas que lo antecedieron. Siendo el modernista de por sí un arte autoconsciente, Herrera tiene que escribir aceptando la presencia del modelo de grandes poetas consagrados, como Gutiérrez Nájera y Darío.
            Herrera no especula con las posibilidades metapoéticas del verso. Su interés está en expresar su goce del mundo, que comunica al lector a cada momento. No cae en el intelectualismo. Su secreto es la sensualidad extrema de la imagen. Herrera compone escenarios animados que son una maravilla de color, y donde el hallazgo poético es constante. Dice en “Anima clemens”: “Palomas lilas entre los alcores,/ gemían tus nostalgias inspiradas;/ y en las ciénagas, de astro ensangrentadas,/ corearon su maitín roncos tenores.” (46). La estrofa es irreducible a sus elementos, pero nos muestra su felicidad verbal, que es la que hace a la gran poesía. Aquí Herrera comparte su don con otros grandes poetas de la lengua, su admirado Góngora, y el argentino Lugones, con quien su mundo poético tiene muchas cosas en común.
            En un espacio social finisecular transformado por los cambios materiales, la poesía de Herrera refleja sutilmente ese mundo multifacético en que vivían los habitantes del Plata a principios del siglo XX: la riqueza creciente de sus sociedades, el victorioso eurocentrismo, la diversidad y la relativa tolerancia política. Herrera nos ofrece un arte rico y multidimensional. Pertenece a una generación nueva, que no ha vivido las limitaciones del mundo de sus padres liberales y positivistas, que lucharon por traer el progreso material a su sociedad. Es parte de una juventud desencantada ante los aspectos pragmáticos negativos del progreso, sobre todo la superficialidad cultural, el consumismo (Kirkpatrick 31-36). Pero su desencanto supone la relativa afluencia de la sociedad finisecular rioplatense, considerable si se la compara con la austeridad de la misma algunas décadas antes.
            Es una sociedad que está en un estado de rápida transformación social, económica y cultural. El cambio cultural niega el sentido selectivo y aristocrático de la cultura. Esa sociedad amplía su base social popular y ofende el gusto selecto de las elites. El gusto popular es más torpe y rudo, y los jóvenes poetas aristocráticos sienten desencanto. Le tienen miedo a la mediocridad, a la vulgaridad, y se aíslan en un proceso psicológico de rechazo. Juzgan negativamente el cambio social, muestran su desilusión, que los separaría seguramente de la sensibilidad de las nuevas generaciones de jóvenes inmigrantes y de su problemática social. Además de lo popular, Herrera rechaza lo nacional, que preocupaba a los liberales y a los positivistas (Serna Arnáiz 132). Para él, la sociedad podía darse el lujo de ser “internacional”, cosmopolita. No siente su identidad nacional amenazada, como sí la sentirían muchos de sus contemporáneos, en particular Leopoldo Lugones, que pasaría de la poesía del Lunario sentimental, 1909, a una poesía nacionalista y localista. Herrera cree en el valor universal de la poesía y la lengua, y en el sentido trasnacional de la experiencia, en esos centros líderes de la modernidad, que eran las jóvenes ciudades hispanoamericanas en rápido ritmo de crecimiento urbano.
            Herrera hereda de todo un siglo de arte poética el enfrentamiento manifiesto en la cultura de las burguesías hispanoamericanas entre el arte popular y el arte selecto de las minorías cultas, que muestran la desconfianza hacia lo popular, y el deseo de las elites pequeño-burguesas de crear un arte distinguido, incuestionable, que las representara. Arte difícil, su poesía tiene, sin embargo, una enorme fuerza emocional, y gran capacidad para impactar la sensibilidad del lector común. Como reconoció Darío, y sucedió en la práctica, aún un arte exquisito como el de los modernistas finalmente habría de llegar al pueblo (Pérez b. 93). Ese temor hacia lo popular subsiste, no obstante, en su visión de mundo y en su actitud ante la vida. El temor a contaminarse, a enfermarse de vulgaridad.
            Lo que debemos rescatar de la poesía de Herrera y Reissig, aunque parezca mentira decirlo, es el placer de su lectura. La felicidad del hallazgo verbal se repite en cada poema del gran uruguayo. Su paleta de figuras y colores, de texturas y superficies, comunica una sensualidad que colma los sentidos del lector. Su mundo de fantasía amplía nuestro imaginario con sus encantaciones, que están más allá de lo verosímil y nos instalan en la autenticidad de un mundo poético puro, tan puro como puede llegar a serlo un mundo poético construido de un lenguaje contaminado con su propio sentido de realidad. Herrera resemantiza el lenguaje común con su arte inigualable, dándole a éste un sentido poético nuevo en la historia de la poesía. Arte irrepetible, la poesía de Julio Herrera y Reissig está allí para que la gocemos los lectores. Esto nos ha dejado: un placer único, un sentido nuevo del gozo y el placer de la lectura. ¿Por qué es tan importante que enfaticemos el sentido del placer en su poesía? Porque tengo para mí que eso es lo que lo animó en su escritura, porque siendo él seguramente un hombre acosado por temores e inseguridades propias de su vida, buscó hacer del placer y la sensualidad el principio supremo de su arte. En ese goce nos comunica su éxtasis modernista.



                                                      Bibliografia citada

Amestoy, Beatriz. “El universo imaginario de Herrera y Reissig”. Cuadernos
            Hispanoamericanos 531 (1994): 103-109.
Benjamin, Walter. Charles Baudelaire A Lyric Poet in the Era of High Capitalism.
            Verso: London, 1983. Traducción de Harry Zohn.
Bergson, Henri. Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia. Madrid: Francisco
            Beltrán, 1925. Traducción de Domingo Barnés. 
Camurati, Mireya. “Notas a la obra de Julio Herrera y Reissig”. Cuadernos
            Hispanoamericanos 269 (1972): 303-316.
Espina, Eduardo. Julio Herrera y Reissig Las ruinas de lo imaginario. Montevideo:
            Editorial Graffiti, 1995.
Herrera y Reissig, Julio. Poesía completa y prosa selecta. Caracas: Biblioteca Ayacucho,
            1978. Edición de Alicia Migdal. 
Kirkpatrick, Gwen. The Dissonant Legacy of Modernismo Lugones, Herrera y Reissig,
            and the Voices of Modern Spanish American Poetry. Berkeley: University of
            California Press, 1989.
Pérez, Alberto Julián. a. “La ‘enciclopedia’ poética de Rubén Darío”. Modernismo,
            Vanguardias, Postmodernidad Ensayos de Literatura Hispanoamericana. Buenos
            Aires: Corregidor, 1995. 65-75.
----------. b. “El estilo modernista”. Modernismo, Vanguardias, Postmodernidad...84-95.
----------. c. “Los comienzos poéticos de Darío: Romanticismo y Parnaso”. Modernismo,
             Vanguardias, Postmodernidad...50-64.
Serna Arnáiz, Mercedes. “El positivismo latinoamericano Positivismo y modernismo:
            encuentros y desencuentros”. Cuadernos Hispanoamericanos 529/30 (1994):
            129-137.
de Torre, Guillermo. “Estudio preliminar”. Julio Herrera y Reissig, Poesías
            completas. Buenos Aires: Editorial Losada, 1942. 7-34.
Vela, Arqueles. Teoría literaria del Modernismo Su filosofía, su estética, su técnica.
            México: Ediciones Botas, 1949.
Vilariño, Idea. “Prólogo”. Julio Herrera y Reissig. Poesía completa y prosa selecta...
            IX-XL
Villavicencio, Laura N. de. “La distorsión en las imágenes en la poesía de Julio 
            Herrera y Reissig”. Cuadernos Hispanoamericanos 309 (1976): 389-402.



                                                      Publicado en
              Revista Códice 1 (Primer semestre 1999): 9 -18. 

           
           

           

                                                

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