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miércoles, 22 de julio de 2015

El vuelo

                              de Alberto Julián Pérez ©
                                                                 

 "Los vuelos de la muerte eran una forma de exterminio 
que consistía en arrojar en pleno vuelo a personas hacia 
el mar. En la última dictadura cívico-militar en Argentina - 
autodenominada Proceso de Reorganización Nacional - 
entre 1976 y 1983, miles de personas  padecieron 
esta forma de exterminio."

       Lo habían capturado esa tarde. Lo llevaron directamente al interrogatorio. Lo torturaron durante media hora. Era todo lo que había necesitado. No había sido más bravo ni más duro que los otros. Al principio no quería hablar, gritaba mucho, lloraba, llamaba a su madre. Pero cuando el Angel le acercó la picana a los huevos allí todo cambió. Se retorció como un alambre y gritó y lloró al mismo tiempo. Dijo que pararan, que iba a hablar. Dio dos o tres nombres. Juró que era todo lo que sabía. Seguramente era cierto, pero por las dudas siguieron torturándolo durante la media hora reglamentaria. Pusieron cuidado. No querían que tuviera un paro cardíaco y se muriera, ni que se cagara encima. El Angel era un experto, sabía cómo hacer las cosas. En las tetillas, en la boca, en los huevos. También le pegaron con un palo…en el pecho, en las piernas, en la espalda… Tenía la capucha puesta. Oía voces y risas, y escuchaba las amenazas. Ya había cantado. Anotaron los nombres e Inteligencia procedió a enviar a los Grupos de Tarea a buscar a los nuevos sospechosos. En un día o dos pasarían por allí, seguramente, y los interrogarían. Se proponían terminar con todos. ¿Con todos? Con todos…
Lo sacaron del cuarto de torturas y lo llevaron a una celda. Lo arrojaron al suelo sobre una colchoneta. Le tiraron una manta para que se cubriera. Hacía frío. Era el mes de mayo. Le dolían los músculos de todo el cuerpo. No se había desmayado durante la tortura. Pensó que ya había pasado lo peor. Había hablado. Sintió culpa. Pero se dijo que estaba todo calculado. Así había quedado con sus compañeros. Aguantar todo lo posible la tortura y después cantar. Los otros, al ver que él no se comunicaba, se esconderían, escaparían y la célula se salvaría. Si podían…
            Trató de dormir…Pensó en todo lo que había vivido. En el grupo que irrumpió cuando estaba en casa de su madre, en medio de gritos. El llanto aterrorizado de ésta y él tratando de calmarla, diciéndole que todo iba a estar bien. Pidió a los que le apuntaban que no le apuntaran a ella, que era un mar de lágrimas. Se entregó. Lo arrastraron al Falcon, en medio de culatazos. Lo encapucharon. Lo tiraron al piso y después de media hora entraron en un edificio. Lo metieron en un cuarto y lo dejaron esperando. De allí lo sacaron para interrogarlo, para torturarlo. “Decí todo, la puta que te parió”, le gritaban. Y le daban picana. Allí oyó por primera vez el nombre Angel. Le llamó la atención y le pareció una burla. El también tenía su apodo de guerra, era Ernesto, como el Che. Se preguntó si habrían capturado a los otros. Rogó que no. Los peronistas sabían defenderse y luchar, eran resistentes. Perón les había enseñado que la guerra era política. No se ganaba sólo con las armas, había que tener la razón y los derechos. Y los militares tenían armas, pero no la razón. Eran ilegítimos, cipayos al servicio del imperialismo, como tantas veces los habían denunciado Perón. Buscaba la victoria, no le gustaba perder. Pensó en su madre, que estaría llorando, asustada. Un día el mundo sería diferente, triunfaría el pueblo, habría justicia social. Finalmente se cubrió con la manta y se durmió.
            Tuvo un sueño extraño. Soñó que iba en un avión. Todo era muy azul. Aparecieron algunas nubes. De pronto se sintió en el aire. Estaba rodeado de pájaros. Veía el sol a lo lejos, como una esfera brillante. Estaba volando. Sentía el placer del viento en la cara, como una caricia. Al fondo veía una superficie verde esmeralda. Era el mar. Se sintió planear encima del mar. Se iba acercando a la superficie. De pronto se zambulló en el agua, como una grulla o un pez. Sintió el placer del contacto del agua. Se sumergió en la profundidad del océano. Vio pasar peces de colores que lo miraban con asombro. A medida que avanzaba todo era más oscuro, la noche del mar. Se desesperó. De pronto, en la profundidad vio una luz. Nadó hacia ella. Era la entrada de una gruta marina. Se introdujo. En el centro de la gruta había un gran resplandor. Miró fijamente y vio a Dios, vestido de blanco. Tenía el pelo largo y barba, como el Cristo de las estampitas. Dios le dijo que había llegado el momento. El juicio final se acercaba. Y la resurrección de la carne. Vio que a su alrededor había otros, esperando ese momento. Sintió que alguien le tocaba el hombro. Se dio vuelta. Se encontró con la mirada de Perón. De la mano llevaba a Evita. Ella era pequeña, casi una niña. El le dijo a Perón: “Hasta la victoria”. Empezó a recitar un poema sobre Dios y la vida eterna. En el estribillo repetía la palabra “Argentina”.
            El sueño concluyó de repente. Se despertó. Se movió, incómodo, sobre la colchoneta. Se acurrucó. Tenía frío. Le dolían los músculos. Trató de relajarse y volverse a dormir. En el entresueño su mente se pobló de imágenes. Recordó los días de su adolescencia cuando iba al Colegio. Salía muy temprano por la mañana, aún estaba oscuro. Recordó los focos de luces amarillas de la calle, moviéndose con el viento. Recordó las visitas que hacía a su abuela española, que le ofrecía manjares cocinados por su mano. Le preparaba las comidas que les gustaban a los niños: papas fritas, bife a caballo, arroz con leche. Recordó cuando fue a jugar el picado de fútbol con los chicos de sexto grado. Los chicos pobres de la villa que estaba frente al parque donde jugaban los desafiaron a un partido. Ellos, los chicos de clase media, les ganaron. En venganza, los chicos de la villa los atacaron. Iban y venían piñas y patadas. Los villeros eran más duros. Finalmente él y sus compañeros huyeron. El campo fue de los otros.
            Se despertó momentáneamente. Sintió que le dolía el cuerpo, pero aún más le dolía el espíritu. Sentía vergüenza y culpa. Había hablado. Pensó en su novia, Elvira. Ella también era militante y estaba en una célula distinta a la suya. El partido lo había hecho a propósito. Si algo iba mal, no querían que los agarraran juntos. Rogó que estuviera libre. No aguantaría la tortura. Era demasiado tierna y dulce. Recordó cuando hacían el amor. Ultimamente ya no se cuidaban. Así era la guerra. Apostaban a la vida y sabían que la muerte los cercaba. Querían vivir. Pensó que quizá ella estuviera embarazada. Si así fuera nadie la tocaría en caso que la agarraran. Los militares no se animarían a torturar a una embarazada. Nacería su hijo. Si algo le pasaba a él, su hijo un día lo vengaría. Rogó a Dios por Elvira. Que no le pasara nada. La amaba. Hacía dos años que se habían conocido. Habían convivido los últimos seis meses. El había cumplido ya los veinte años, y ella tenía diecinueve. Empezó a militar en la escuela secundaria. Se conocieron en el Centro de Estudiantes. Dos de sus amigos del Colegio habían desaparecido. Pensaban que los habían asesinado. El había vivido para contarla.
            Cuando terminó la secundaria empezó a militar en el Partido. Había entrado a estudiar Derecho. Allí empezó a leer a Perón. Otros leían a Marx, él prefería leer al viejo. Perón tenía su doctrina, a pesar de lo que decían los marxistas. Si leían La hora de los pueblos y Modelo argentino se convencerían de que él tenía razón. Modelo argentino era el testamento político del gran viejo. Lo había anunciado en su último discurso del 1º de mayo, antes de morir. Pensó en su agrupación política y en el General Aramburu. Los Montoneros fueron los únicos que se animaron a juzgarlo. Había sido un enemigo del pueblo. Ellos habían tenido la autoridad para hacerlo. Aramburu representaba la arrogancia del Ejército. Los militares habían creado un estado policial al servicio del imperialismo. ¡Cipayos! Así los llamaba Perón. Aramburu había fusilado trabajadores inocentes en La Plata. Era un genocida. Los Montoneros lo habían juzgado en nombre del pueblo argentino y ese acto era parte de su gloria. El General había recibido su castigo.
            No sabía lo que iba a pasarle. Esperaba que lo trasladaran a otra prisión, que lo transfirieran. Lo habían “chupado” y lo habían metido en ese calabozo. Creía que estaba en un sótano. ¿Dónde? No sabía. Cuando iba tirado en el piso del auto donde los llevaban pudo ver por el costado de la capucha que entraban en un recinto arbolado. Quizá fuera Palermo. ¿Sería la Escuela de Mecánica de la Armada? Al que lo torturó le decían Angel. No le pudo ver la cara. Daba lo mismo. Eran todos iguales. Enemigos del pueblo. Elvira, ¿estaría embarazada? En esos momentos deseó intensamente tener un hijo, era su manera de aferrarse a la vida.
Pensó en el General Quiroga. Siempre pensaba en Facundo cuando algo le iba mal. Su amigo, Dalmacio, y él lo admiraban. Se sentían montoneros. Juntos habían leído el Facundo, sólo para refutar a Sarmiento, para demostrar que el sanjuanino estaba al servicio del imperialismo inglés, que quería derrocar a Rosas y tener el país a sus pies. Facundo había luchado toda su vida contra los enemigos del pueblo, y lo habían asesinado infamemente. Rosas lo hizo enterrar de pie, listo a salir de su tumba el gran Tigre, a luchar contra los enemigos de la patria. Habían visitado con su amigo su tumba en la Recoleta. Morir luchando. Era una idea hermosa. Facundo había pensado que nadie iba a animarse a matarlo, nadie tendría el coraje. Su nombre metía miedo. El hombre que pudiera matarlo no había nacido todavía. Pero lo mataron. Se equivocó Facundo. No importaba. Su sombra terrible vivía, su alma estaba en el pueblo. Planeaba sobre las villas miserias, para proteger a los descamisados. Su sombra los impulsaba a luchar. La sombra de Facundo. La sombra de todos los montoneros que defendieron la patria contra el imperialismo cipayo: Facundo, Felipe Varela, el Chacho Peñaloza. La reacción se había encarnizado contra ellos, pero jamás habían bajado las armas. La lucha era a muerte. ¡Patria o muerte!, se dijo. La patria no tenía precio, no se vendía. Estaban en el país, sin embargo, aquellos que la negociaban, los infames militares de la anti-patria. Los cipayos que avergonzarían a San Martín. Debería regresar de la historia el Gran Capitán, para echarlos de la Casa Rosada con un látigo, como echó Cristo del templo a los mercaderes. Habían transformado a la patria en un infame mercado. Ahora había que liberarla. Esa era una guerra de liberación y ellos eran los soldados de Perón. La lucha continuaría, hasta la victoria. Después de los militares, venían ellos. Los milicos caerían. Servían intereses espurios. Estaban al servicio del imperialismo y la falsa religión. Una parte de la iglesia se había vuelto contra el pueblo. Estaban los curas y monjas valientes que amaban a la gente y se jugaban con ellos, los curas villeros, los curas militantes, los sacrificados, los santos, y los curas de la anti-patria, los que se aliaban a la curia internacional, los que adoraban el oro de Washington y complotaban con los yanquis contra los pueblos.
            Tenía frío. La cobija sucia que le habían dado para taparse no era suficiente. La colchoneta sobre la que estaba tirado era muy delgada y sentía el frío del suelo de la celda. Le dolían los músculos en los sitios donde le habían aplicado la picana. Tenía los testículos inflamados y necesitaba orinar. Se dijo que ya había pasado lo peor. Era necesario aguantar. Había que pensar en el futuro. En la lucha y en la victoria. Al final llegaría la victoria. Como había dicho Bolívar, cuando el pueblo ha decidido ser libre nadie puede pararlo, aunque se pierdan muchas vidas. Y allí estaba el ejemplo de Vietnam. El genocidio yanqui no había logrado detener al pueblo vietnamita. Habían bombardeado a los campesinos misérrimos con napalm, los habían envenenado con agente naranja. El combustible líquido de las bombas quemaba sus chozas y se metía en las cuevas donde se ocultaban. Morían como ratas en su madriguera. Los yanquis no mostraban piedad ni compasión. Habían tenido la desfachatez de masacrar cientos de miles, millones de campesinos pobres por el delito de querer ser libres, y se llenaban la boca hablando de libertad. Esos grandes asesinos de la historia. Pero los pueblos habían aprendido a luchar. Si no fuera por esos milicos cipayos…vendidos al oro del imperialismo…Eran la vergüenza de su patria…después de los grandes ejércitos populares del pasado, tener ahora a esos cobardes hambreando a la gente y cobrando los dineros de Judas de sus amos. Sólo el ejército nacional en épocas de Sarmiento y Avellaneda había sido tan infame. El General Roca había dirigido la campaña del desierto. De un “desierto” muy poblado. Habían sido los responsables de las masacres de indios. Se habían robado las 45.000 leguas y después se llenaban la boca llamándose civilizados. Asesinos de pueblos. Pero después vinieron Irigoyen y Perón y cambiaron la historia. El pueblo siempre generaría sus líderes.
             Pensó en el Che. El les había enseñado a luchar por la Patria Grande, el gran sueño de Bolívar. A luchar más allá de las fronteras. Como había dicho Perón, el siglo XXI los vería unidos o esclavizados. ¿Cómo sería el siglo XXI? Quién podía saberlo. ¿Llegaría él al siglo XXI? Quizá su hijo, si lo tenía (deseaba intensamente que su compañera estuviera embarazada), fuera a ver el nuevo milenio. Quizá pudiera vivir en una Argentina libre, en un mundo sin imperios, en un mundo de pueblos felices.
   Pensó que pronto vendrían a levantarlo. Podría ir al baño, le darían algo caliente que tomar, quizá mate y pan. Sería una bendición.
            Al rato sintió que se abría la puerta de su celda. “Preparate”, oyó una voz que le decía. “¿Para qué?”, preguntó. “Va a haber un traslado.” “¿Adónde?” “A otro sitio, creo que al sur”. Lo hicieron poner de pie, le sacaron por primera vez la capucha. Pudo ver a su carcelero. Era un soldado joven, moreno, seguro que un cabo, o un soldado de menor jerarquía. Apareció un hombre joven, vestido de civil. Tenía un rostro agradable, de joven actor. Debía ser el Angel. Angel sería, pero el ángel de la muerte. Le había aplicado la picana en el interrogatorio. “Tenés suerte”, le dijo el Angel. “Te van a trasladar.” Vino un enfermero. “Te voy a dar una vacuna, es contra el tétano, para que te conservés sano”, le dijo. Lo inyectó en el brazo. De inmediato se empezó a sentir más ligero, le empezó a entrar sueño. Pensó en el General, y en el sueño que había tenido durante la noche, cuando se sumergía en el mar, y llegaba a una gruta iluminada y lo veía a Cristo. Allí también estaba el General, Dios lo había recibido, y también a Evita. Pensó en un mundo eterno. Mientras se dormía se repetía las palabras: “Hasta la victoria, hasta la victoria siempre”.

    “El vuelo” Letras Salvajes  No. 18 (Abril-Julio 2015):117-122. 



2 comentarios:

  1. Bello relato, homenaje a toda una generación. Así pensábamos, en efecto. Muchos de mis compañeros corrieron esa suerte: que Dios los bendiga y que, en un mundo complejo, menos simple, menos lineal, podamos honrar su memoria

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  2. Gracias Enrique, traté de ponerme dentro de la conciencia del militante.

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