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martes, 19 de julio de 2016

Una visita a la Villa 31


                                                Alberto Julián Pérez ©

La socióloga Catherine Simpson ha llegado de visita a Buenos Aires
desde Nueva York, esa ciudad de torres y maravillas,
isla o barco que flota entre el East River y el Hudson
y enseña al mundo las banderas de su gran paraíso mercante.

Es la ex-esposa de un amigo mío. Sabía que yo trabajaba
para el Ministerio de Desarrollo y Turismo y me escribió.
Vino a conocer cómo viven nuestros pobres.
Habla bien el castellano. Había leído mi poesía y me aprecia.

Nuestros « cabecitas » son materia de estudio en las universidades de los ricos.
Norteamérica se ha cansado de investigar las condiciones de vida
en sus ghettos negros, sus barrios portorriqueños y sus distritos mexicanos,
y ahora está en proceso de hacer un catálogo
de la miseria universal y de la barbarie que sumerge al planeta.

Ni la represión policial ni las guerras fratricidas han resultado eficientes
para detener esa amenaza en expansión de la pobreza
y ha decidido mandar a sus doctores en sociología y en genética
a visitar los ghettos de Africa y Latinoamérica
para buscar soluciones permanentes a este flagelo de la humanidad.

Yo la recibí en el renovado aeropuerto de Ezeiza
que pretende (igual que nuestra oligarquía) parecerse cada vez más
al de Miami, pero en chiquito. Partimos de allí a su hotel 5 estrellas
en Puerto Madero, el antiguo muelle de trasatlánticos de ultramar,
hoy barrio boutique de nuestros empresarios internacionales,
joya preciada de los inversionistas,
cotizada patria de los capitales golondrinas
donde lavan el dinero nuestros ricos.

Quedamos en recorrer al día siguiente
nuestra villa miseria más famosa, hermana dolorosa
de las favelas de Río, los pueblos jóvenes de Lima,
y las barriadas pobres de México. La pasé a buscar en una 4 x 4
del Ministerio. Se sorprendió Catherine
de lo tan cerca que estaba la villa del barrio insigne de nuestra oligarquía.

La Villa 31 se levanta majestuosa junto a la estación Retiro,
entre las vías del tren, la autopista y el puerto, frente a los Tribunales de Justicia.
Entramos por sus calles de tierra, surcadas de cloacas a cielo abierto,
flanqueadas de deshechos y montones de basura maloliente.
Ante nosotros estaban las coloridas casillas
ordenadas en hileras superpuestas,
apiladas unas sobre otras
como las latas de conserva en el supermercado.

Unos niños sucios jugaban en un potrero improvisado
con una pelota de trapo. Al vernos pasar, uno de ellos, enojado,
recogió de una zanja una gallina muerta, la revoleó con habilidad
y la arrojó contra la camioneta. Cruzó a escasos centímetros del parabrisas.

Fuimos directamente a la capilla, donde el cura villero,
que se había escrito con nuestra embajadora gringa, le dio la bienvenida.
Le dijo que había conocido, durante un viaje, al Pastor de su Iglesia en el East Side,
(Catherine era profesora de la Universidad de Nueva York),
un polaco rubio y alto que hablaba a los gritos,
pesimista y desesperado como nuestros profetas de la pampa.

Poco después llegaron a la capilla las madres de los comedores,
casi todas señoras maduras de aspecto poco cuidado
que sirven diariamente platos de sopa, pan y mate
a los niños de las familias que no pueden alimentarlos.

Se fueron con el cura, todos juntos, a recorrer a pie la villa.
Los siguieron algunos chicos y los perros callejeros. Los hombres desocupados
que aguardaban un milagro a la puerta de sus casillas, los observaban.

Yo me sentía mal y no fui con ellos. Me disculpé. Era como si toda esa miseria
me hubiera golpeado en el estómago. Regresé a mi casa
en el barrio trabajador y pobre de La Boca,
patria del club de fútbol más famoso,
en cuyo estadio, los domingos, las masas
gritan su entusiasmo y escapan de sus tristezas.

Tuve bastante trabajo en esos días con las delegaciones:
llegaron agentes del Fondo Monetario
y los llevé a la Embajada Norteamericana
y a la Casa de Gobierno. También arribaron profesores
de la Escuela de Derecho de Yale para hablar con los jueces
de la Suprema Corte de Justicia.

Parece que nos conocen bien y vamos recogiendo cierta fama,
o que vivimos en un país de sirvientes y lacayos
y recibimos órdenes y consejos de nuestros amos.

Me pregunté quién podía creer que la sociedad progresaba
y el mundo era cada vez más justo. Habría que cuestionarle a Hegel
su optimismo histórico. Razón tenía Marx cuando afirmaba
que cada día nos podrimos más
y que la burguesía no planea salvarnos
sino vendernos por pedazos en el mercado de carnes.

¡Ay Cristo, haz algo por tus criaturas,
porque así no vamos a ningún lado!

Catherine me llamó por teléfono, y me dijo que su visita al país
le estaba resultando muy productiva.
Tenía su agenda llena. Hablaría inclusive con la Ministro
del Interior, ¡una mujer! No la volví a ver
hasta varios días después, en una recepción. Me pidió
que la recogiera el lunes para llevarla al aeropuerto.
Ahí podríamos conversar y despedirnos.

Pasé por su hotel temprano a la mañana
y nos subimos a la autopista. Estaba contenta.
Todo había salido muy bien. Había recogido
mucha información importante.

Era una mujer de buen corazón, debo reconocerlo,
aunque no estaba yo de acuerdo con su fe
en la compasión del capitalismo
que, ella creía, salvaría al mundo.
Me dejó como recuerdo un dibujo
hecho por un pintor sin manos del Barrio Portorriqueño de Nueva York.
Yo a mi vez prometí enviarle un copia de este poema.

Me dijo que había corroborado en el terreno
lo que tantas veces había leído en sus libros:
era indispensable frenar la barbarie
de una vez por todas en Latinoamérica.

Tenía todo tipo de sugerencias para civilizarnos. Recomendaba
revivir la Alianza para el Progreso, e implementar programas médicos estrictos
para evitar los embarazos indeseados entre los pobres.
También necesitábamos, insistió, mucha más policía,
porque solo la policía podía combatir profesionalmente
a los ladrones que se ocultaban en sus madrigueras
y a los narcotraficantes que infestaban las villas
y eran una amenaza para las áreas residenciales del centro.

Hacían falta escuelas al estilo norteamericano,
que les inculcaran ideas de libertad a los niños, y planes del arrepentido
para promover el espionaje en las villas y ayudar a la policía en su misión.

En Ezeiza la aguardaba un pequeño comité de despedida de la Casa de Gobierno
que le entregó varios regalos: un poncho, un rebenque, unas espuelas.
Le dijeron que ya los gauchos habían desaparecido, pero eran el símbolo
de nuestra patria criolla. Se los había llevado el tiempo como un día
el tiempo se llevaría la barbarie villera.

La representante de la civilización
yanqui se tomó el vuelo de American, y se fue a hacer su informe
sobre la Argentina. Esperemos que la solución propuesta
no sea la misma
que ya sufrieron en el continente los indios, los gauchos y los negros.  

Yo creo que los pobres, a su modo, en nuestra tierra,
van resolviendo el problema de su vivienda,
dada la notoria impiedad de los ricos y del gobierno.
Resisten en sus casillas improvisadas el paso del tiempo
y aguardan en los pasadizos de fango
que llegue la prometida piqueta y la orden de desalojo.

Tener una casa es ocupar un lugar en el mundo.
No tener domicilio es como ser un muerto vivo.
La villa, cueva de traficantes y refugio de abandonados,
ese gran escenario, que visitan ahora, con curiosidad,
las delegaciones extranjeras,
es el teatro abierto de nuestra pobreza,
el espacio alegórico de nuestros vicios.

Los argentinos somos creativos y mitómanos,
reverenciamos el melodrama e inventamos historias.
En la patria de Gardel, el Che y Evita, Dios nos consuela.
¡Ver tanta miseria junta, quién diría, si dan ganas de fotografiarla!

Publicado en G.E.P.A.N., Julio 19, 2016. Web.




3 comentarios:

  1. En 1973, pocos años más después de la muerte de Leopoldo Marechal, leí su novela Adan Buenosayres. Al leer su poema "Una visita a la Villa 31", me pareció revivir algunas escenas narradas magistralmente por Marechal. Dios no me ha dado el don de la poesía. Le agradezco su mención en el twitter, siendo militar, historiador y profesor universitario. En el año 1996 visité la Argentina y en 2012 participé en un congreso en Santiago de Chile con varios profesores argentinos. Un cordial saludo

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    1. Gracias Rafael, muy valioso su comentario sobre Marechal, un gran cronista de la ciudad. Hasta pronto, gracias. Julián Pérez

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  2. Excelente forma de mostrar estos dramáticos contrastes

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