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martes, 17 de abril de 2018

Fronteras interiores: Mansilla viaja "tierra adentro"


                                                                            Alberto Julián Pérez ©


          Una excursión a los Indios Ranqueles, 1870, de Lucio V. Mansilla (1831-1913), es, junto a esos otros “clásicos” de la literatura nacional decimonónica argentina: el Facundo, 1845, de Domingo F. Sarmiento, y el Martín Fierro, de José Hernández (cuya primera parte se publicaría dos años después a Una excursión..., en 1872), una obra difícil de clasificar, si nos atenemos sólo a los patrones eurocéntricos de la crítica para definir el hecho literario.[1] Son, por su contenido y por su forma, obras consideradas "extrañas", "excéntricas", únicas en su tipo y encierran muchos secretos de nuestro pasado nacional. Hoy las valoramos de una manera especial, porque contribuyen a explicar la cultura argentina y ahondan en ese misterio que es el hombre de todo pueblo, con su peculiar espiritualidad.[2]
Mansilla no escribió, durante su larga carrera como escritor y periodista, libros que respondieran a las convenciones de los considerados géneros elevados y prestigiosos de la literatura europea, como la poesía lírica y la novela.[3] El drama fue una excepción, porque Mansilla era el autor de la tragedia Atar Gull, basada en un texto de Eugenio Sue, y de una comedia costumbrista, Una tía, estrenadas en 1864, géneros en los que no reincidió. La anécdota costumbrista, el relato breve y el retrato biográfico fueron las formas narrativas “menores” preferidas del autor (que amaba las memorias) y constituyeron su "estilo" visible, conviniendo que para él el estilo estaba en el hombre y en la vida, más que en la literatura.
Mansilla proponía una literatura nacional criolla y americana a la vez.[4] Sentía simpatía por la antigua cultura federal popular rosista (recordemos que Juan Manuel de Rosas, el dictador, era tío materno de Lucio). Sus ideas sobre la cultura popular campesina gauchesca influyeron en la obra del periodista y poeta José Hernández.[5]
Caracteriza a los libros mencionados de Sarmiento, Mansilla y Hernández (y los hace más extraordinarios), su heterogeneidad e innovación genérica. Estos tenían conciencia que sus obras eran originales y excéntricas a los modelos canónicos europeos.[6] Fueron trabajos escritos en momentos excepcionales, y proponían una interpretación política crítica de su realidad social. Sus autores eran periodistas y/o militares que tenían buena educación literaria y ambicionaban destacarse y ser reconocidos como escritores.
Conocemos en qué circunstancias Mansilla escribió su obra. El Ejército le estaba siguiendo un proceso, acusado de haber hecho fusilar a un desertor sin juicio previo. Al regresar de su exitosa excursión a los Ranqueles se le informó que el proceso había concluido y él había sido encontrado culpable. Fue destituido de su cargo militar como Comandante de la Línea de Fronteras con asiento en Río Cuarto, y pasado a la Plana Mayor Disponible del Ejército (Popolizio 155-8). Aparentemente había sido víctima de sus enemigos políticos en el gobierno. Privado de sus sueldos y ocioso se instaló en Buenos Aires y empezó inmediatamente a escribir y publicar sus cartas en el periódico La Tribuna, a partir del 20 de mayo y hasta el 7 de septiembre de 1870 (la excursión a territorio ranquel se había iniciado el 30 de marzo y había durado dieciocho días). Estas cartas, dirigidas a su amigo Santiago Arcos, autor de Cuestión de los indios Las fronteras y los indios, 1860, y a la sazón en Europa (quien le respondió luego en el mismo diario con impresiones de viaje: "Sin rumbo ni propósito"), constituyeron, en opinión de Guglielmini, la "venganza" de Mansilla contra la ingratitud de Sarmiento, a quien había apoyado en su candidatura a Presidente, y ahora lo ignoraba y permitía que lo destituyeran (106). Su amigo Héctor Varela, director de La Tribuna, decidió publicarlas como libro ese mismo año, y Mansilla agregó cuatro cartas finales y un epílogo, que no habían aparecido previamente en el periódico.
Estas cartas narran su expedición desde la frontera “interior” de la patria, constituida en esa época por el Río Quinto en la Provincia de Córdoba, a ese territorio en poder de las indios que llamaban "tierra adentro". Mansilla utilizó en gran parte de la obra una prosa informativa y descriptiva, propia del informe militar, para presentar ese mundo prácticamente desconocido por el lector.[7]
Mansilla ya había escrito sobre cuestiones y problemas militares: en 1863 publicó Del ejército argentino y bases para el establecimiento de una escuela militar nacional, y en 1868, "Bases para la organización del ejército argentino". Fue un activo colaborador del diario La Tribuna durante la contienda con el Paraguay, enviando artículos muy críticos desde el frente de guerra [8].
La prosa de Una excursión…, explicativa y sucinta en lo que cuenta, presenta una adecuación notable entre la intriga y el escalonamiento temporal, y mantiene a su lector en tensión. La narración, dirigida a su amigo, adquiere un carácter desinhibido y coloquial. El Coronel muestra su afán de aventuras y goza del amplio espacio, de esa pampa real pero poética, donde tiene lugar la misión. Su humor criollo encanta al lector.
El camino esta sembrado de sorpresas. Los incidentes de la marcha conforman una parte importante del libro. Su experiencia militar (había luchado como oficial, con el grado de Teniente Coronel, en la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, y participado en el asalto a Curupaití, junto a su amigo Dominguito Sarmiento, que murió en esa acción) condiciona su visión de mundo, pero no la contiene totalmente [9]. Como otros militares de la época (José María Paz, Estanislao del Campo, Bartolomé Mitre, entre otros), Lucio poseía una buena formación intelectual y literaria. La vida militar le resultaba atractiva y hasta romántica, pero la disciplina y la subordinación exigidas coartaban su iniciativa personal y su libertad de pensamiento.
El viaje a los indios Ranqueles fue una idea de Mansilla que sus contemporáneos consideraron temeraria. Lucio obtuvo a duras penas permiso de su superior, el General Arredondo, para realizarla.[10] Un sector de la oficialidad veía con malos ojos la “manía periodística” de Mansilla. Las columnas que había enviado a La Tribuna durante la Guerra con el Paraguay, en que criticó la conducción de la Guerra, le habían ocasionado la enemistad del General Gelly y Obes, Ministro de Guerra de Mitre (Popolizio 129). Le iniciaron un proceso por no cumplir rigurosamente con las exigencias del reglamento militar y al regresar de su expedición lo destituyeron de su cargo, con consentimiento del Presidente, Domingo F. Sarmiento. Los oficiales que tenían una idea más convencional del deber militar lo veían como a un aventurero y no toleraban su individualismo.
Mansilla era un experimentado viajero. Durante su adolescencia su padre lo mandó a la India (en parte para alejarlo del país, puesto que, además de leer libros políticos "prohibidos” estaba envuelto en una aventura sentimental que la madre desaprobaba) para hacer negocios, y comprar mercaderías que venderían luego en Buenos Aires. Durante el viaje el muchacho se hizo amigo de un joven aventurero norteamericano. En lugar de cumplir el encargo, como había acordado con su padre, decidió viajar con su amigo durante dos años por la India, Egipto, Constantinopla, Roma, París, Londres y Edimburgo. Se gastó una fortuna, 20.000 libras esterlinas, que era el dinero que le habían dado para los negocios (Popolizio 57-65). A su regreso publicó el relato de su viaje, De Adén a Suez, 1854.
El Coronel era un hombre excéntrico. Muchos lo consideraban un dandy y un snob (Guglielmini 52-64). Jugaba a ser varios sujetos al mismo tiempo. Su imagen pública resultaba antirromántica. Su estilo discursivo cambia de forma según la situación, no es homogéneo.
En Una excursión... Mansilla observa la sociedad ranquel con simpatía y compasión. Varios de los personajes que encuentra le resultan cómicos. También se ríe de sí mismo. Procura seguir las reglas de convivencia de los indígenas, sin lograrlo del todo. Su divertido humor grotesco nos recuerda al de su tío, el General Juan Manuel de Rosas, famoso por las bromas que dirigía hacia propios y extraños.[11]
En su narración el militar se desdobla en aventurero, el aventurero en antropólogo y amigo de los indios, luego en cuentista de fogón y amante lírico del desierto, y, finalmente, en un moralista, que saca sabias lecciones de su experiencia. Nos apostrofa sobre sus desengaños en lo que toca a la diferencia entre barbarie y civilización, que no es en absoluto lo que creía que era... Allí la polémica con Sarmiento, que no lo había apoyado ni comprendido, es evidente. El sanjuanino había descripto en Facundo un mundo maniqueo, en que la civilización se oponía irreversiblemente a la barbarie; Mansilla verá, en cambio, una realidad matizada, donde por momentos ambos conceptos se confunden. Sus descripciones de los Ranqueles muestran la singularidad de sus costumbres, y su sofisticación en el manejo del gobierno propio, probando que poseen un vida pública compleja y práctica.
Mansilla no niega la realidad histórica: los indios y el gobierno argentino están en guerra, pero no cree que haya que destruir al indio para que sobreviva la civilización. Su tío, Juan Manuel de Rosas, en 1833, había demostrado, en su concepto, cómo proceder con los indígenas, siendo firmes y abiertos al mismo tiempo: había dirigido una expedición armada y atacado a los indios enemigos, e hizo alianzas con las tribus amigas. Incorporó a los indios entre sus tropas y les dio trabajo en sus estancias como peones. Bautizó a varios de ellos como cristianos. Entre los indios que apadrinó se encontraba Panguitruz, el hijo de un cacique, que había sido tomado prisionero durante una invasión. Rosas lo hizo bautizar y le dio su apellido, como si fuera su hijo. Este indio, Mariano Rosas, era, en el momento de la Excursión, a dieciocho años de la caída del caudillo de la Federación, el Jefe principal de las tribus ranquelinas. Había heredado el poder de su padre, el cacique Paine.
Mariano recordaba con afecto a Juan Manuel, que le había enseñado a hacer los trabajos del campo. Cuando Mariano huyó para regresar a sus tolderías, su padrino le hizo enviar un generoso regalo y le prometió su protección constante y su cariño. Durante la excursión, imitando a su tío, Mansilla apadrinará a una niña, hija de su amiga, la China Carmen, a quien dará su nombre. Este, como Rosas, se siente patriarca protector. Promete a los Ranqueles la paz y el respeto de sus territorios. Mansilla se extralimita en sus atribuciones, el poder y el crédito político con que contaba eran muy inferiores a los que creía tener. En los hechos, el Gobierno muestra muy poco interés en cumplir el tratado de Mansilla.
La guerra contra el indio terminará en 1879, con la denominada “Expedición al Desierto”, bajo el mando del General Julio A. Roca. Éste dispuso una gran invasión militar, los reprimió duramente y ocupó sus tierras. Los Ranqueles ya no podrían invadir más con sus malones. Habían sido definitivamente derrotados. El estado argentino, culminando su política colonial, les quitó sus territorios. Las famosas 15.000 leguas conquistadas se abrieron a la explotación agrícola y ganadera.
El objetivo de Mansilla en este viaje de 1870 a territorio indio era ratificar el tratado de paz, y demostrar a los Ranqueles que era posible dialogar y entenderse con el estado argentino. Mansilla había cumplido previamente funciones diplomático-militares en Chile, en 1864. Sus pares del Ejército lo veían como a un entrometido y le harán pagar caro su osadía. En 1898, durante la segunda presidencia de Roca, Mansilla volvió a cumplir funciones diplomáticas: el gobierno lo envió a Europa como Ministro Plenipotenciario.
Las tribus que fue a visitar el Coronel estaban en guerra con los "cristianos" y, durante su viaje, si bien no hubo enfrentamientos armados, vivieron situaciones de conflicto. Los indios se emborrachaban y peleaban entre sí. Había rivalidades entre ellos. Las tribus mantenían una vida política dinámica. El momento culminante del viaje fue la celebración de la junta de Mariano Rosas (a quien llama “el Talleyrand del desierto" (8), haciendo alusión a la astucia del famoso hombre de estado francés) y sus caciques para discutir el tratado de paz. Todas las tribus ranqueles asistieron al encuentro. Fue un verdadero parlamento celebrado en medio del desierto entre las tribus venidas de todo el territorio.
Los Ranqueles argumentaban siguiendo sus fórmulas retóricas, elaboradas y complejas. Las discusiones se extendieron durante horas. Mansilla procedió con cautela. Estaba solo. Su astucia era su fuerza. La fuerza del débil. Competía con los indios empleando sus mismas armas sicológicas - la desconfianza y la simulación - y en su terreno.
Los padrecitos franciscanos de la expedición hacían lo posible por acercarse espiritualmente a los indios y comunicarles su fe. Los Ranqueles también eran débiles, como lo expresaron los caciques varias veces: eran pobres y no les habían enseñado a trabajar. No tenía los medios suficientes para defenderse de sus enemigos. Las tribus estaban en lenta retirada hacia tierras cada vez más secas y más inhóspitas, por la presión colonizadora del blanco.
Mansilla describe las costumbres y hábitos de vida de la cultura ranquel. Muchos de éstos resultaban grotescos desde el punto de vista del blanco. Muestra la actitud responsable que existe en esa sociedad entre gobernantes y gobernados (igualdad y libertad que, a su juicio, no existía en la sociedad cristiana, especialmente estando Sarmiento de Presidente).
La cultura ranquel que presenta Mansilla es limitada e imperfecta. Describe sus defectos y sus logros. Desde nuestra perspectiva lógica resulta contradictoria. Los indios son crueles, se emborrachan y se vuelven violentos bajo el efecto del alcohol, esclavizan a las cautivas, matan a las ancianas que creen “engualichadas". Muchas de sus conductas sociales benefician la convivencia: respetan la autoridad de los viejos, obedecen al cacique (que asigna enorme importancia a su función pública, pensando constantemente en sus gobernados y sufriendo la misma pobreza de medios que ellos), protegen a los perseguidos políticos de los cristianos (los gauchos federales, que viven como iguales al refugiarse en un toldo, sin otra obligación que salir a malón cuando llega el momento, como un indio más). La vida parlamentaria y política de los Ranqueles es desarrollada y compleja, y sumamente efectiva: el autor describe el apego a las formas y fórmulas parlamentarias, y la tradición que respalda la vida política de los Ranqueles.
La sociedad ranquel ha cambiado sus pautas de comportamiento, como consecuencia de la proximidad de la civilización cristiana, y de la guerra. Se encuentra en un avanzado estado de transculturación. Los indios se han acostumbrado a ciertos gustos y lujos de la cultura cristiana, como el consumo del alcohol, el tabaco, el mate, y el uso de artículos de plata labrada. Están en contacto con el idioma español: muchos lo han aprendido, como el cacique Mariano Rosas y la China Carmen. Esta última es la “lenguaraz” de Mansilla, es decir, la traductora oficial, y la que lo introduce en el secreto de la compleja lengua araucana. El Coronel habla de ella con admiración y le brinda su amistad (228-29). Varios caciques conviven con cautivas cristianas y sienten orgullo al mestizarse con el blanco. Los Ranqueles respetan sus propias costumbres nativas, sus rituales y su lengua: durante las conferencias públicas con Mansilla se comunican sólo en araucano. Para hablar con Mansilla usan el servicio de lenguaraces, aunque sepan el español.
El apego a fórmulas jurídicas, el empleo de una retórica parlamentaria definida, así como el respeto jerárquico en las maneras de salutación, muestran lo avanzado de su vida política, sustentada en una concepción democrática y participativa. El cacique respeta las opiniones de sus gobernados. Trata de persuadirlos de lo acertado de sus decisiones y no se impone por la fuerza. La sociedad blanca, en cambio, recurría con frecuencia a la violencia política y veía como legítimo el empleo de la coerción y el uso (supuestamente racional) de la fuerza. En el tratado de paz (que Mansilla quiere hacer ratificar), el gobierno no les reconoce a los indios la propiedad de la tierra en que viven, sólo les ofrece un "subsidio" de alimentos y ropas. Los indios desconfían de semejante propuesta que les niega derechos legítimos sobre sus tierras y busca asimilarlos a los intereses de la cultura blanca. La “liberación” de esos territorios, habitados por unos diez mil ranqueles, según estimaciones del mismo autor, a la explotación agrícola-ganadera, no la logrará él, sino el General Roca, casi diez años después.
Mansilla, aunque aclamado por los indios, saldrá mal parado de su expedición. Sus enemigos políticos lo atacan y hacen que lo expulsen del Ejército. Su tratado de paz no detiene los malones ni la guerra. Sin embargo, no fracasa el libro sobre la excursión. Con él Mansilla se consagra como escritor: se trataba de una aventura real, alejada de la experiencia de la mayoría. Mansilla describe la vida de un mundo en agonía, que no podía existir como tal por mucho tiempo más. Para los lectores que no habían estado en las fronteras y para los europeos la existencia del indio tenía ribetes imaginarios y fantásticos... El Coronel había conocido a importantes caciques en persona y había alternado con ellos, de igual a igual. Era imposible pensar en un testigo mejor.
Mansilla amaba la vida natural. Era un hombre intelectualmente bien formado.[12] Se consideraba mejor educado que Sarmiento, al que describiría como a “un ser rústico, con un barniz intelectual, que amaba la civilización y era bárbaro en sus polémicas de sectario intransigente...” (Guglielmini 95).[13] Mansilla era descendiente de la clase política que había detentado el poder en la sociedad rosista. Había crecido en una situación de privilegio, acorde con su posición social y su fortuna. Había tenido tiempo, tranquilidad y medios para realizar los estudios y lecturas deseadas, y refinó su gusto con extensos viajes y estadías en París. Fue siempre un lector compulsivo, especialmente de autores franceses (Guglielmini 83). La suerte política adversa de su familia, a la caída del tirano, tiene que haber incidido en su desencanto con el progreso liberal.
Se mostraba como un intelectual realista y poco dogmático. Sus lecturas reflejaban la diversidad de sus intereses: inclu  sset.﷽﷽﷽ romalismo antirromall en la entina en 19ían autores románticos a los que admiraba, como Hugo y Musset, autores eclécticos como Cousin y Michelet, y a Comte, el padre del positivismo científico, que tanta influencia tuvo en el Río de la Plata. Se interesó en las ciencias de la época: la frenología, el magnetismo, el hipnotismo, y los conocimientos naturalistas. Durante sus prolongadas estancias en París, además de frecuentar a la aristocracia parisina, trató a los artistas más famosos de su tiempo. Hacia el fin de siglo conocerá a Paul Verlaine y a Sara Bernhardt (Guglielmini 32-33). Su dandismo se adecuará al ambiente finisecular de la belle epoque, hasta hacer de él una especie de tío decadente de los sobrinos modernistas, que habrían de revolucionar el ambiente literario en Buenos Aires, sucediendo a los hombres de la Generación del 80: Miguel Cané, Eduardo Wilde, Lucio V. López y el mismo Mansilla (Guglielmini 52-53).
Mansilla era un hombre mundano y refinado y, al mismo tiempo, se sentía apegado a las tradiciones de su tierra. Describe ricamente en su libro los aspectos más variados de la vida cotidiana de los indígenas, sus comidas, su vestimenta. Sus descripciones muestran una actitud narrativa diferente, una nueva conciencia formal.
Mansilla no cree en un arte autocontemplativo, pero, siendo un buen conocedor de lo literario, nunca pierde conciencia del carácter verbal y expresivo de su narración. Sobresale el moralismo escéptico de sus reflexiones, sus observaciones sagaces sobre la naturaleza humana, que constituyen una crítica, no sólo a la idea sarmientina de civilización, sino también a la idea moderna de progreso, y a toda posición dogmática para interpretar la cultura y juzgar al hombre.
No era un "ideólogo" que antepusiera sus ideas sobre el mundo a su observación de la realidad; para él su experiencia humana era la base de sus reflexiones: "...el mundo no se aprende en los libros - afirmaba -, se aprende observando, estudiando los hombres y las costumbres sociales. Yo he aprendido más de mi tierra yendo a los indios ranqueles, que en diez años de despestañarme, leyendo opúsculos, gacetillas, revistas y libros especiales" (162). Tratará en sus cartas de comunicar al lector ese saber no libresco, derivado de su experiencia y ponerlo en contacto con la tierra. La tierra y la nación, deseo americano de constituir la patria. Mansilla narra desprovisto de fórmulas: el mundo que describe, con afán documental, es auténticamente nuestro. Esa "tierra adentro" resultaba desconocida, no sólo para los extranjeros, sino también para aquellos argentinos que no se habían aventurado más allá de los límites de las ciudades, que remedaban lo europeo. Era el espacio donde vivía el estanciero, el gaucho, el indio y el soldado.
La realidad de tierra adentro desmiente la visión romántica (y sombría) de Echeverría en La cautiva. La pampa que describe Mansilla (que ajusta su riqueza expresiva a lo que muestra) comunica la fuerza moral de su verdad. Es un paisaje lleno de vida y de energía espiritual, amigo del hombre y de su aventura terrestre. Dice: "Los que han hecho la pintura de la Pampa, suponiéndola en toda su inmensidad una vasta llanura, ¡en qué errores descriptivos han incurrido! Poetas y hombres de ciencia, todos se han equivocado. El paisaje ideal de la Pampa, que yo llamaría, para ser más exacto, pampas, en plural, y el paisaje real, son dos perspectivas completamente distintas. Vivimos en la ignorancia hasta de la fisonomía de nuestra Patria”(55). El Coronel sólo cambia su estilo lacónico y se vuelve brillante cuando contempla un paisaje que lo emociona: su prosa se llena de color, se enriquece de figuras. La fuerza expresiva y el poder de sugestión del paisaje, especialmente durante la noche, le hacen sentir lo que es la belleza, se percibe en posesión de una poesía natural y primitiva. Entonces confiesa que prefiere ese paisaje, virgen y agreste, a las más grandes ventajas de la ciudad y de la civilización. La presencia del fogón, la noche estrellada, el descanso, después de todo un día de marcha, son placeres únicos para el criollo que está en contacto con su tierra. Conforman el alma del paisano. Alimentan su espíritu.
            El libro presenta historias intercaladas de paisanos y gauchos: paisanos buenos y malos, gauchos federales y gauchos ladrones. También encontramos retratos de indios. Son "historias de vida": las breves biografías muestran a los gauchos y a los indios verdaderos, de carne y hueso, como seres pluridimensionales, llenos de matices. Eran individuos que sufrían y escapaban de un sino que les había sido adverso. Mansilla ve ejemplares de periódicos de Buenos Aires, y comenta con ironía que en las tolderías también se lee La Tribuna, donde él publica sus cartas sobre la excursión (53). Entre las historias que cuenta Mansilla sobresalen la de Linconao, hermano del cacique Ramón, a quien el autor salva de morir de viruelas; la de Mariano Rosas, el cacique principal de los Ranqueles; la del Cabo Gómez, que tiene lugar durante la guerra con el Paraguay; la de Crisóstomo; la de Miguelito; la de Camargo; la de Chañilao; la del Doctor Macías; la de la cautiva Fermina Zárate. Mansilla cree más que en la Historia de los grandes hechos heroicos, en los pequeños sucesos de las vidas entrelazadas, en las "vidas paralelas" de aquellos que se encuentran por casualidad o fatalidad del destino.
Varias de las "vidas" de Mansilla conforman un repertorio de historias criollas. La del gaucho Miguelito es una conmovedora historia de amor romántico entre un joven disipado y una muchacha de mejor condición social, y una historia de amor filial, en la cual el hijo se deja condenar a muerte para salvar la vida al padre, el verdadero asesino de un Juez. Miguelito es valiente, guitarrero, tiene por amigo y compañero de fiestas a su progenitor, a quien admira. Finalmente, éste le ayuda a escapar de la cárcel, y los dos gauchos se separan para huir de la persecución de la justicia. Miguelito se refugia entre los indios. El Coronel, que deja al propio Miguelito contar su vida, insiste en que la historia “real” de Miguelito...“mutatis mutandis, es la de muchos cristianos que han ido a buscar un asilo entre las indios” (165).
Mansilla aprovecha el momento para disertar sobre el gaucho argentino, singular producto de la pampa, al que también había estudiado Sarmiento en su Facundo, 1845. A diferencia de éste, que advierte sobre los peligros de la barbarie, Mansilla denuncia las injusticias que padece el gaucho, a quien “... nuestros políticos han perseguido y estigmatizado, ... nuestros bardos no han tenido el valor de cantar, sino para hacer su caricatura” (156). Mansilla critica la concepción sarmientina de la barbarie, que consideraba al gaucho vehículo del atraso nacional. Para él el gaucho era una víctima de las maniobras de los políticos. Critica a la poesía gauchesca, que había hecho del gaucho un personaje cómico (Ascasubi y del Campo, por ej.). Esta imagen habría de cambiar dos años después con la aparición del Martín Fierro, 1872: el punto de vista de Hernández, en lo que respecta al gaucho, se parece al de Mansilla.
Para la generación de Sarmiento y Alberdi, la Generación de 1837, la creación de un país progresista y liberal requería la europeización de la cultura y el flujo de inmigrantes; Mansilla, en cambio, que ha visto los resultados de esos cambios, introducidos en la vida nacional por los políticos de este grupo, que llegaron al poder después del derrocamiento de Rosas, afirma: "La monomanía de la imitación quiere despojarnos de todo: de nuestra fisonomía nacional, de nuestras costumbres, de nuestra tradición. Nos van haciendo un pueblo de zarzuela. Tenemos que hacer todos los papeles, menos el que podemos. Se nos arguye con las instituciones, con las leyes, con los adelantos ajenos. Y es indudable que avanzamos. Pero ¿no habríamos avanzado más estudiando con otro criterio los problemas de nuestra organización e inspirándonos en las necesidades de la tierra?" (156). Argumento bien fundado, que muestra la creciente frustración y escepticismo de un  sector social culto representativo, con simpatías federalistas (en el que debemos incluir también a José Hernández), ante el modelo liberal eurocéntrico implantado.
            Mansilla, vinculado a familias de estancieros y oficial del Ejército, ha convivido con los gauchos en la campaña y en las guerras, y es un gran conocedor y defensor del espíritu del hombre de nuestro suelo. A Miguelito lo califica de "alma noble”. Lejos de pensar que el tipo racial del gaucho, mestizo hispano-americano, sea inferior al europeo, como creía Sarmiento, sostiene que " ... nuestro barro nacional empapado en sangre de hermanos puede servir para amasar sin liga extraña algo como un pueblo con fisonomía propia, con el santo orgullo de sus antepasados, de sus mártires, cuyas cenizas descansan por siempre en frías e ignoradas sepulturas" (157). En otro capítulo dice que: "La raza de este ser desheredado que se llama gaucho, ... es excelente, y como blanda cera, puede ser modelada para el bien; pero falta, triste es decirlo, la protección generosa, el cariño y la benevolencia” (207). Lo que falta, se entiende, es la protección del Estado.
Si Mansilla es un ardiente defensor del gaucho, también defiende el derecho de sobrevivencia del indígena. Indirectamente continúa la diplomacia federal de su tío Juan Manuel de Rosas: cree en la persuasión y en la negociación, y no en la guerra a muerte. Mansilla se hace presente en las tolderías desarmado. Además del valor militar y del coraje físico que esto implica, es una muestra de fe y de confianza, en sí mismo y en el ser humano, independientemente de su raza. Comprobamos su sentido humanístico cristiano en los comentarios sobre las mujeres, a quienes describe con gran cariño y compasión por el sufrido papel que tienen en la sociedad ranquel, y a las que celebra, muchas veces, por su belleza. Hay un vínculo afectivo muy profundo que une a Mansilla con el mundo: con sus soldados, los gauchos, los indios, las mujeres.
Esta relación afectiva generosa y noble desaparece ante los negros. Mansilla se muestra agresivo y despreciativo con ellos. Trata muy mal al negro del acordeón, un antiguo esclavo de Buenos Aires, que había sido soldado y luego desertara. El negro se había refugiado entre los indios, y alegraba con su música el toldo del cacique Mariano Rosas. Mansilla lo consideraba un pésimo ejecutante y pierde totalmente su paciencia ante este personaje, a quien trata con todo desprecio y lo describe casi como a un demonio. Su agresividad ante el negro no decae en ningún momento. Es difícil justificar su actitud, el Coronel había convivido con los negros en su casa paterna y admiraba la habilidad con que le habían referido historias fantásticas en su infancia (Popolizio 16). Quizá se trate de una antipatía personal que no debemos ver como un sentimiento racista más generalizado. El negro, a quien el Coronel no llama por su nombre, le cuenta luego la historia de su vida y le dice que él es "federal" y que cuando cayó “... nuestro padre Rosas, que nos dio la libertad a los negros, estaba de baja" del Ejército (187). El negro agrega que no volverá a la civilización hasta que no regrese  "... el Restaurador, que ha de ser pronto", y le canta una canción rosista: “Que viva la patria/ libre de cadenas,/ y viva el gran Rosas/ para defenderla" (187). No obstante el orgullo familiar que le puede haber despertado esta canción, le prohíbe que cante más y amenaza con golpearlo.
            Mansilla narra con interés varias de las ceremonias que presencia de la vida indígena y diversas escenas que acontecen entre soldados e indios. Hace detalladas descripciones de la personalidad y costumbres de los caciques y otros indios principales, entre las que se destaca la de Ramón, el platero, el indio limpio y trabajador, y la de Mariano Rosas, el ahijado de su tío. El retrato de Mariano va más allá de la caracterización individual: analiza la personalidad política del más alto líder de los Ranqueles, que confía en él y simpatiza con su causa, y demuestra cómo la buena diplomacia del General Rosas en el trato con los indios con el paso de los años trajo beneficios al país.
Mariano había aprendido a trabajar en la estancia de Rosas, adonde lo llevaron después de ser tomado prisionero, siendo un adolescente, durante un malón. Rosas le enseñó las tareas de la estancia como a un peón mas, y le pagó sus salarios. Comenta Mansilla: "Mariano Rosas conserva el más grato recuerdo de veneración por su padrino; hablaba de él con el mayor respeto, dice que cuanto es y sabe se lo debe a él; que después de Dios no ha tenido otro padre mejor..." (180). La actitud de Juan Manuel de Rosas ante el indio cautivo no respondía a la que se podría haber esperado de un "Dictador", como irónicamente lo designa Mansilla. Es un ejemplo de lo que se obtiene cuando se trata a otro ser humano con reconocimiento y bondad, sin descalificarlo por su raza u origen. Rosas trató al indio como a un gaucho más y aún encontró tiempo libre para enseñarle él mismo las labores de la estancia. Finalmente lo bautizó y le dio su apellido. Una conducta paternal hacia alguien que estaba muy lejos de llevar su sangre. Obviamente Rosas no tenía miedo de que su nombre, y su descendencia, real o simbólica, se contaminara con individuos de otros pueblos, que los liberales como Sarmiento considerarían “razas inferiores”. La actitud de éste - como la de Mansilla, su sobrino - contrastaba enormemente con la política contemporánea de persecución y exterminio, no sólo del indio sino también del gaucho, que se estaba llevando a cabo. El trato de Rosas al indígena probó ser buena política, por cuanto Mariano es en ese momento el jefe principal de los Ranqueles, y su deseo de negociar con Mansilla, el sobrino de Rosas, había hecho posible el tratado de paz.
Mansilla trata de ser justo en sus juicios y censura muchas de las conductas que observa en la sociedad ranquel: el abuso del alcohol, el robo, el mal trato a las cautivas, sus creencias “primitivas”. A medida que avanza el libro aumenta su simpatía y admiración por ese mundo que descubre en el desierto, y se agudiza su crítica a la “civilización” sarmientina. Nota que, entre los indios, el mando es hereditario y tiene por objetivo servir a la comunidad. A diferencia de las sociedades cristianas, no parece agitarlos la ambición de poder. Su sociedad es más democrática que la nuestra, por cuanto se respeta la opinión de la mayoría, consultada con gran frecuencia, a pesar del inconveniente que esto acarrea. Mansilla celebra la sensualidad y la belleza de la mujer india, comparable a la de las cristianas. En ningún momento oculta su predilección y afecto hacia la China Carmen, su comadre y “lenguaraz" (traductora e intérprete).
Los Ranqueles se han adaptado a vivir en un medio hostil. La visita de Mansilla les trae esperanzas. Es un sagaz “diplomático” y asume su papel. Va a sostener y defender el tratado de paz en territorio ranquel ante sus autoridades políticas. Los indígenas aceptan su liderazgo, despierta admiración en muchos. No trata de imponer su propio criterio; no actúa de manera arrogante; argumenta con ellos de igual a igual, escuchando sus razones. Acepta sus costumbres, se mimetiza con ellos, comparte su cultura, su estilo de vida.
Mansilla está dando una respuesta diferente a un debate vigente en esos momentos: el dilema civilización/barbarie. Al ir en persona al desierto, es un testigo autorizado para hablar de ese mundo desde su experiencia. Nos demuestra que no sólo hay buenos y malos “salvajes”, sino también buenos y malos “civilizados”. Malos civilizados son los que se niegan a comprender el mundo de otras culturas distintas y lo demonizan sin conocerlo. Sarmiento ha actuado como un “mal” civilizado: dogmático, desagradecido hacia Mansilla, enemigo del gaucho y del indio, eurocentrista a ultranza, despreciativo de lo hispanoamericano; Mansilla, en cambio, prueba ser un "buen" civilizado: es abierto, confiable, respetuoso de los tipos americanos, sean gauchos o indios, tiene fe en el espíritu nacional, gran sentido de la realidad, es compasivo, de criterio amplio, capaz de entender la sutil gradación que va de la barbarie a la civilización y viceversa. Ama lo diferente y no siente su identidad amenazada ante la presencia del indio o del gaucho (Sarmiento, mientras tanto, recomendaba el exterminio de ambos y pregonaba que no podría concretarse la unión nacional hasta que estos no desaparecieran).
            En el país de Mansilla caben todos. Es un mundo plural. Opone al dogmatismo de Sarmiento un sano escepticismo, que lo lleva a ver el bien en el mal, y el mal en el bien: ambos términos se relativizan. Dice, reflexionando sobre su viaje: “¡Cuánto he aprendido en esta correría! Si me hubieran dicho que los indios me iban a enseñar a conocer la humanidad, una carcajada homérica habría sido mi contestación. Como Gulliver, en su viaje a Liliput, yo he visto al mundo tal cual es en mi viaje a los Ranqueles. Somos unos pobres diablos"(314). Al comparar los vicios de la sociedad ranquel con la suya, puede entenderla mejor y descubrir en la propia defectos que antes no había sabido ver.
En uno de los episodios del libro, Mansilla nos describe un sueño suyo sobre el “imperio Ranquel”. Es una fantasía burlesca sobre el deseo de poder que agita a los seres humanos, tema que lo preocupaba en esos momentos.
En el sueño, Mansilla se ve a sí mismo como emperador de los Ranqueles y otras tribus. El sueño consta de dos partes: en la primera, él, como conquistador del desierto, preside una floreciente civilización indígena. Ha evangelizado a los indios, que trabajan la tierra y viven en paz en sus aldeas. Escucha una voz: le dice que se proclame emperador. Este tema poseía un antecedente real: el del francés Orélie-Antoine de Tounens, que pocos años antes, en 1860, se había coronado Rey de Araucanía, y tuvo que escapar de su presunto reino perseguido por las autoridades chilenas.
En la segunda parte del sueño, Lucio, caracterizado como un joven mancebo, marcha en una carreta hacia una gran ciudad, donde dice que había nacido, en obvia referencia a Buenos Aires, aunque no la nombra. Lo siguen los indígenas, vestidos de ropas diversas: prendas gauchas, y trajes a la francesa y a la inglesa. Sus consejeros le advierten que jamás logrará entrar victorioso en esa ciudad, consejo que él desoye. Y en ese momento despierta.
El sueño conforma una alegoría, que no sabemos si Mansilla efectivamente soñó, o inventó, o ambas cosas (puesto que la simbología de los sueños queda parcialmente falsificada por la construcción verbal de la vigilia), en la que hace diversas alusiones a episodios y circunstancias de su vida real. Efectivamente, él se había aventurado en el desierto para pacificarlo y su diplomacia estaba surtiendo efecto, los indios lo trataban con gran respeto. La voz le dice que no va a conquistar la ciudad, tal como sucederá: vuelve exitoso de su misión, pero poco después el Ejército lo destituye de su mando. Lucio pacifica y "conquista" a los Ranqueles, pero es vencido por la política de Buenos Aires. El sueño es una visión grotesca de la suerte que le había tocado: el Presidente Sarmiento, en vez de reconocerle su servicio, lo castiga. Su proyecto de celebrar la paz y llevar la civilización a los indios fracasa, pero no por culpa de él sino por culpa de los intereses y la política de la ciudad, que resulta así el obstáculo mayor. Impide que los indios puedan asimilarse a la sociedad blanca.
Mansilla creía en la posibilidad real de pacificar a los indios. No era necesario continuar la guerra, ni mucho menos pensar en el exterminio de su raza. Pensaba que la religión podía cumplir un papel importante en el acercamiento de ambas sociedades e hizo decir misa en el toldo de Mariano Rosas a los padres franciscanos que lo acompañaban. Mariano lo nombró padrino de su hija mayor, y los franciscanos la bautizaron. El cacique le pidió que la educara como cristiana. Notamos el interés que los indios muestran por la religión de los blancos. Dedica una carta entera a describir la vida espiritual de los Ranqueles y concluye que son "uniteístas y antropomorfistas" (224). Creen en Dios, que tiene forma humana, y en el demonio, que no posee forma alguna. Respetan y entierran a sus muertos. "Como los hindúes, los egipcios y los pitagóricos - señala - creen en la metempsicosis, que el alma abandona la carne después de la muerte, transmigrando ... " (225).
Mansilla nos presenta una cultura ranquel compleja y relativamente sofisticada, y nos hace ver que sería un crimen tratar de destruirla. Hacia el final del libro, en el "Epílogo", se transforma en abogado defensor de los indios. Sabe que la cultura blanca busca asimilarlos y someterlos. Concluye: "Si hay algo imposible de determinar, es el grado de civilización a que llegará una raza; y si hay alguna teoría calculada para justificar el despotismo, es la teoría de la fatalidad histórica. Las calamidades que afligen a la humanidad, nacen de los odios de razas, de las preocupaciones inveteradas, de la falta de benevolencia y de amor"(392). Una posición conciliadora y cristiana, que rebate la idea de Sarmiento sobre las razas. Para Mansilla lo mejor es que las razas se fusionen. Dice que los Ranqueles son: “... una raza sólida, sana, bien constituida ...". Y señala: "No hay peor mal que la civilización sin clemencia" (391).
Comprueba la inventiva y creatividad del cacique Ramón, que fabrica una fragua con utensilios caseros, y medita sobre la intolerancia y el falso sentimiento de superioridad de nuestra “civilización”, que pone su supuesta excelencia por encima de cualquier otra realidad, y estigmatiza y persigue a todos los que no se someten a sus designios. Saca la conclusión siguiente: "Tanto que declamamos sobre nuestra sabiduría, tanto que leemos y estudiamos, ¿y para qué? Para despreciar a un pobre indio, llamándole bárbaro, salvaje; para pedir su exterminio, porque su sangre, su raza, sus instintos, sus aptitudes no son susceptibles de asimilarse con nuestra civilización empírica, que se dice humanitaria, recta y justiciera, aunque hace morir a hierro al que a hierro mata, y se ensangrienta por cuestión de amor propio, de avaricia, de engrandecimiento, de orgullo, que para todo nos presenta en nombre del derecho el filo de una espada ... " (373).
Una excursión a los indios Ranqueles tuvo una acogida favorable del público lector y fue premiado por el Congreso Internacional Geográfico de París de 1875. Aparte de su mérito como libro de viajes, intentaba un sincero acercamiento al mundo amenazado del indio sudamericano. Debate sobre el sentido de la civilización. ¿Cuál era el mejor proyecto político civilizador - se pregunta, en obvia referencia a la política sarmientina - un proyecto etnocéntrico e intolerante, que acepte cometer atropellos en nombre de ideas elevadas, o un proyecto humanitario y cristiano, que tome en cuenta el componente histórico de la población y sus necesidades?
La defensa del indio queda asociada en el libro a la defensa del gaucho, tipo social igualmente amenazado por la política liberal y a quien el mismo indio muchas veces acoge y protege en sus tolderías, cuando el gaucho escapa de la persecución de la justicia. Todas las narraciones de vidas de indios y gauchos brindan un cuadro realista y costumbrista de los peligros y privaciones propias de la pampa, y muestran como éstos se sobreponen a las necesidades y las carencias gracias a dones esenciales de la vida en sociedad: el amor a la familia (común a los indios y a las cautivas, y al gaucho, como lo vemos especialmente en la historia de Miguelito) y el respeto a sus creencias religiosas.
El mundo de Mansilla no es artificioso ni está idealizado: su afán es documental, testimonial, y presenta con colorido dramático lo que observa, independientemente de las conclusiones morales que pueda derivar del hecho. Busca dar un testimonio equilibrado, mostrando lo bueno y lo malo. Describe la vida de un gaucho generoso y valiente como Miguelito, pero también cuenta la vida del gaucho de avería Rufino Pereira, al que logra educar y transforma en un servidor de confianza; nos muestra la vida responsable de Mariano Rosas, el buen gobernante ranquel, sensato, astuto y sabio, y luego nos describe el carácter violento y cruel del cacique Epumer, su hijo mayor, que se transforma cuando está en familia, y es afable, hospitalario y respetuoso cuando Mansilla lo visita en su toldo (donde vive con una sola mujer a la que quiere mucho, a diferencia de los otros indios que practicaban la poligamia). El ser humano es por naturaleza contradictorio, independientemente de su raza y su condición social. Sin embargo, todos los hombres son redimibles, presentan muchos rasgos bondadosos junto a otros crueles, pueden hacer el bien y el mal, saben arrepentirse, y demuestran, cuando llega el momento, un interés genuino por el otro.  Su visión del ser humano es optimista y positiva.
Mansilla prueba que la toldería del indio está mejor organizada y provista, es más civilizada, que el rancho de un gaucho, en el que falta de todo (194). No hay un sólo tipo de gaucho: diferencia el ''paisano gaucho" del "gaucho'' propiamente dicho. El "paisano gaucho" es trabajador, obedece la ley, es buen federal, compone "la masa social argentina”; el "gaucho”, el cambio, no respeta la autoridad, es un criollo errante, sólo se conchaba para las yerras y escapa al servicio militar. El Coronel recrimina su actitud a los hombres de la ciudad, que lo condenan y no lo conocen. "No lo han visto jamás", dice, y apostrofa: "…la libertad, el progreso, la inmigración, la larga y lenta palingenesia que venimos atravesando hace diez y ocho años lo va haciendo desaparecer. El día que haya desaparecido del todo será probablemente aquél en que se comprenda que tenemos una masa de pueblo sin alma, que en nada, ni en nadie cree ... " (292).
El Coronel sabe que la naturaleza humana está llena de subterfugios. Negociar con el indio y tratar con el soldado, implica moverse en un terreno de engaños e intrigas. El "estilo" político de Mariano Rosas no es esencialmente distinto al de la política civilizada: todos engañan, parcial o totalmente, y procuran que sus pueblos crean que las decisiones que toman son resultado de la voluntad de la mayoría. El mecanismo legitimador democrático no es perfecto entre los Ranqueles, aunque es superior al de los cristianos. La sociedad ranquel es mucho más nivelada e igualitaria que la nuestra. Si bien reconoce la diferencia entre el indio rico y el pobre, no tiene un concepto de propiedad de la tierra como los cristianos. Y es ese deseo de posesión de la tierra lo que lleva al blanco a tratar de expulsar a los indios de sus territorios.
La intriga política y los grupos de poder existen en ambas sociedades, como también los mecanismos sicológicos de negociación de los intereses individuales. Los intrigantes más interesados y crueles, entre los Ranqueles, eran los cristianos y las mujeres que vivían en los toldos. Mansilla describe a algunos de los cristianos como gente de muy baja calaña, moralmente inferiores a los indios. Las mujeres de los toldos, cuando son esposas de un cacique, intrigan entre sí para vengarse de la preferida. Los cristianos tratan de lograr ciertas ventajas y seguridad. Mansilla cuenta el caso del Doctor Macías, el médico que había sido enviado como Embajador plenipotenciario a los indios en 1867 y, víctima de las intrigas de los cristianos blancos, se había transformado en prisionero. Lo describe como a un hombre débil y dependiente, verdadero chivo expiatorio de los odios y los celos de todos. El desierto tiene sus propias reglas darwinianas de sobrevivencia. El educado doctor no resiste la agresión sicológica. El Coronel pide su libertad a Mariano Rosas y la consigue.
Por fin, Mansilla y su comitiva regresan hacia el Río Quinto. Se separan en dos grupos y él irá por el camino desconocido de la Laguna del Bagual, mostrando un firme espíritu de aventuras. Durante la marcha reflexiona sobre lo que había vivido y aprendido. La experiencia le ha dejado una enseñanza profunda. Está convencido que la realidad es un don y una bendición: "La miseria del hombre - dice - consiste en ver frustradas sus miras y en vivir de conjeturas; porque la realidad es el supremo bien y la belleza suprema” (388).
Mansilla incluye un epígrafe con una cita de Comte en el "Epílogo", en el que hace un informe etnográfico de los indios: su lugar de residencia, su tipo físico, su número, y recomienda la conquista pacífica de los mismos (392). El epígrafe dice: "¿No nos ordenan la religión y la humanidad aliviar a los pacientes? ¿No son hermanos todos los hombres? ¿No deben compartirse los bienes y los males que deben a su autor común? ¿Es lícito mostrarse inexorable y sin piedad con alguno de sus semejantes?”(388). La cita del fundador de la filosofía positiva refuerza la posición humanitaria de Mansilla.
Las ideas positivistas, cuando eran tomadas con otro criterio por un pensador como Sarmiento, podían servir para justificar la expoliación de los grupos que no respondían, en su concepto, a los intereses de la civilización y el progreso social. Sarmiento argumentaba que las razas que él consideraba inferiores eran ineducables; Mansilla demuestra que los Ranqueles componían una cultura compleja, que basa su saber en su necesidad y experiencia, y merecía ser rescatada.[14]
Sintiéndose víctima de la política sarmientina, y sabiéndose, en muchos aspectos, por encima de las ideas dogmáticas del plebeyo Sarmiento sobre la civilización, muestra un espíritu conciliatorio y caritativo. Su deseo era defender el derecho de todos los habitantes del suelo - incluidos los gauchos y los indios - a ocupar el espacio nacional, y tener su lugar en la nueva nación. Como escritor, además, quiere comunicar al lector el placer de sus aventuras, compartir con él el descubrimiento de aspectos ignorados del país y el goce de la naturaleza libre americana.
Su actitud ante su público es muy distinta a la de Sarmiento. El sanjuanino despreciaba a las masas y mostraba en sus escritos un sentimiento de superioridad arrogante. Mansilla critica el europeísmo y el liberalismo utópico de los miembros de la Generación del 37 (en ese momento en pleno apogeo político) y propone, en cambio, un liberalismo americano, tolerante y nacionalista, sensible a las necesidades del país real, humanitario y cristiano, que tenga fe en el hombre que habita en su suelo, cualquiera sea su raza y su condición social.[15]


Bibliografía citada


Guglielmini, Homero. Mansilla. Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas, 1961.
Hernández, José. Martín Fierro. Buenos Aires: RAI/Cátedra, 1980. Edición de Luis
            Sáinz de Medrano.
Ibarra, Ana Carolina. Doce textos sobre educación. México: Secretaría de Educación
            Pública, 1985.
Mansilla, Lucio V. Una excursión a los indios Ranqueles. Caracas: Biblioteca Ayacucho,
1984. Edición y prólogo de Saúl Sosnowski.
Popolizio, Enrique. Vida de Lucio V. Mansilla. Buenos Aires: Editorial Pomaire, 1985.
Sarmiento, Domingo F. Facundo. Civilización y barbarie. Madrid: Cátedra, 1990.
            Edición de Roberto Yahni.



[1] Mansilla no se propuso escribir un libro de viajes convencional, ni una simple memoria de su misión a los toldos ranqueles. Se sabía escritor, y su excelencia narrativa queda demostrada en sus "cuentos de fogón" incluidos y todas las historias de gauchos alzados y de cautivas. Era un hombre de ávidas lecturas, actualizado en todo lo que se publicaba en Francia, y había viajado por Asia y Europa cuando sólo contaba diecisiete años. Su decisión de escribir "cartas" sobre su "excursión" muestra su deseo de emplear un punto de vista personal valiéndose de un género menor. El término "excursión" significa "paseo'' y también "entrada con gente armada en país enemigo", pero va a territorio ranquel prácticamente desarmado y acompañado de una pequeña comitiva.
[2] Estas obras parecen responder a interrogantes inagotables, según las múltiples lecturas de comentadores y críticos. Una excursión… ha merecido menos atención de la crítica que las otras dos mencionadas.
[3] En el género novela ya contábamos en esa época con una gran obra nacional, la novela histórica Amalia, 1851, de José Mármol. La novela, la poesía lírica y el drama seguían siendo en Europa los géneros considerados más representativos y renovados y, por lo tanto, era 1ógico pensar que un pueblo como el argentino, cuyas élites cultas asumían la superioridad del pensamiento europeo (y eurocéntrico) y la supremacía de la cultura europea, adoptaran esas grandes formas literarias, de notable tradición desde la antigüedad (con la excepción de la novela, género moderno). Esteban Echeverría y el mismo José Mármol, buenos poetas románticos, crearon una destacada poesía de temas populares en lengua culta. El desarrollo del drama se habría de hacer esperar bastante tiempo, y sólo a fines de siglo se forma una escena nacional autónoma.
Fue en esa dirección que evolucionó nuestra literatura en el siglo XX, con el paulatino logro de obras “internacionales", reconocidas dentro de los géneros y las formas apreciadas en el mundo influenciado por la cultura europea: el cuento, la novela, el teatro, la lírica. Basta nombrar a L. Lugones. J. L. Borges. J. Cortázar y la prestigiosa cultura teatral de Buenos Aires, para darnos cuenta del reconocimiento logrado por la literatura Argentina en Latinoamérica y en el mundo.
[4] En otro artículo he estudiado el peso de la tradición literaria colonial en las letras argentinas del siglo XIX (Pérez, “El imaginario de la República en el Río de la Plata" 9-26).
[5] Aquí no nos queda sino reflexionar que la vida militar y política de Lucio V. Mansilla hubiera sido muy distinta si su tío, el dictador Rosas, no hubiera caído del poder en l852, cuando Lucio tenía 20 años y estaba en condiciones de empezar su propia carrera militar y política. Su padre, el General Mansilla, era Jefe del Estado Mayor y, seguramente, Lucio, de excepcional preparación e inteligencia, hubiera ocupado puestos importantes en el entorno rosista y se le hubiera asignado su cuota de poder. Por otro lado, caído Rosas, la sombra del Dictador proyectó sobre la familia de los Mansilla la desconfianza política, que persiguió a Lucio a lo largo de su carrera y lo hizo fácil víctima de sus enemigos (Popolizio 127-130). El carácter disipado y juguetón de Lucio, sus excentricidades y su gusto por el escándalo, hicieron poco por cambiar esa mala imagen familiar.
[6] No debemos olvidar en esta lista la hoy admirada  breve  narración de Echeverría, "El matadero" (que condena y demoniza, desde la perspectiva liberal, la política popular de Rosas). No fue publicada en vida del autor, quizá porque la considerara demasiado desprolija e improvisada, a diferencia de su poema La cautiva, que tanto nombre le había dado en los círculos cultos. Lo cual no significa que no estuviera consciente de sus méritos (Ramos 144)
Sarmiento, el autor de Facundo, defensor de los valores de la civilización y de la cultura europea en Argentina, fue un escritor personal, inventivo y anárquico. Se sabía periodista de raza. Escogía, según su voluntad, tanto el contenido de sus escritos como la forma.
[7] La prosa informativa y descriptiva, característica del informe militar, contaba con una activa matriz escrituraria americana, productiva desde los tiempos de la Conquista, que incidió en el desarrollo de la prosa literaria (basta pensar en las escritos de Cortés, Ulrico Schmidel, etc.). No en vano la Conquista se hizo bajo los signos de la Cruz y la Espada. La Iglesia, dada la educación de sus miembros y el papel que cumplieron en la enseñanza, también ejerció un liderazgo cultural excepcional, de gran incidencia en lo escriturario.
Las experiencias de la vida social durante la Independencia y las guerras civiles, cuando sectores mayoritarios de la población masculina se vieron obligados a participar en empresas militares, fueron muy importantes en la conformación del imaginario nacional. Participaron en estas guerras tanto el pueblo campesino como las clases urbanas educadas, de donde saldrían las oficiales y eventualmente los escritores de informes militares y memorias, así como de historias y novelas. Bastaría sólo mencionar las nombres de Bartolomé Mitre y Lucio V. Mansilla para comprender la trascendencia que tuvieron estos militares en la cultura periodística, literaria y política del país.
[8] Esto marca un momento álgido en su enemistad con el poderoso General Gelly y Obes que lo consideraba un traidor. El General escribe a su esposa una carta, donde dice: "Dan náuseas ver y leer las cosas que se escriben sobre el teatro de la guerra como se titulan estas cosas y entre ellas, en primera línea las que escribe Mansilla a quien yo he dicho por varias veces y en presencia de varios que es un traidor y que si fuese general en jefe, no escribía o dejaba de mandar cuerpo en el ejército. Todo lo echa a la chacota y a la broma, siguiendo cada vez más insensato en su modo de apreciar los sucesos y nuestras cosas. Es tal la manía de escribir para la prensa, que para mí es la causa primordial del desquicio y anarquía en que vivimos" (Popolizio 134).
[9] Recordemos que Mansilla, como lo había sido antes su padre - Jefe del Estado Mayor de Rosas y héroe de la Vuelta de Obligado, donde luchó contra la escuadra Anglo-francesa - era militar de carrera, y había revistado a partir de 1868 como Comandante de la línea de fronteras Córdoba-San Luis-Mendoza, con asiento en Río Cuarto, donde hizo un tratado con los Ranqueles, que después motivó su excursión a territorio indio. Sarmiento lo ataca, como ya lo indiqué, al regresar de la misma. Mansilla fue dado de baja del Ejército y se encontraba sin trabajo militar al escribir estas cartas.
[10] En principio, Mansilla había concertado el tratado con los Ranqueles sin el consentimiento del Gobierno Nacional. El Gobierno lo enmienda y Mansilla propone hacer una excursión pacífica a los indios para negociar con ellos las reformas. Se le niega el permiso, Mansilla va de todas maneras, y la autorización para ir finalmente arriba cuando ya la expedición ha salido (Guglielmini 90).

[11] De estos episodios uno muy cómico lo cuenta el mismo Mansilla en sus Causeries: al regresar de su largo viaje, Rosas le fuerza a comer, burlándose y haciéndose el que no entendía, varios platos de arroz con leche (Popolizio 70-72).
Mansilla, durante la Guerra contra el Paraguay, siendo Jefe del 12 de Línea, vestía una capa colorada traída del África, y se paseaba por encima del parapeto de las trincheras, desafiando a los tiradores enemigos. Dándoles la espalda, se agachaba exhibiendo su parte posterior y los observaba por debajo de sus piernas, burlándose de ellos, ante la fascinación y la diversión de sus soldados (Guglielmini 86).
[12] Guglielmini lo describe como lector insaciable desde su primera juventud, y atribuye las fuentes principales de su pensamiento a los moralista clásicos franceses: La Bruyere. La Rochefoucald, Montaigne (83).
[13] Sostiene Mansilla que las lecturas de Sarmiento parecían haber sido muchas, pero en realidad no lo eran; que amaba la educación y era inculto, y lo califica de “adivino de epígrafes" (Guglielmini 95). Aunque se sabe que el sanjuanino nunca recibió una educación sistemática ni esmerada, el retrato es exagerado: Mansilla tenía sobradas razones para sentir despecho y resentimiento contra Sarmiento, a quien había apoyado en su candidatura a la Presidencia, sin que este le retribuyera favor alguno, y aún más aceptara aplicarle duras reprimendas.

[14] Sarmiento, en Educación popular, 1849, dice: '' ... es un hecho fatal que los hijos sigan las tradiciones de los padres, y que el cambio de civilización, de instintos y de ideas no se haga sino por el cambio de razas. ¿Qué porvenir aguarda a Méjico, a Perú, Bolivia y otros Estados sudamericanos que tienen aún vivas en sus entrañas como no digerido alimento, las razas salvajes o bárbaras indígenas que absorbió la colonización...?” (lbarra 54).
[15] Uno de los argumentos que Mansilla utiliza en la asamblea con los Ranqueles para convencerlos de su buena fe es que él no puede engañarlos porque es igual a ellos y son todos argentinos (305).


                                 Publicación: Alberto Julián Pérez,                                                   “Fronteras interiores: un viaje tierra adentro."                           Monographic Review Vol. XII (1996): 314-336.




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